Como en
cualquier urbe occidental, el lunes se le presentaba espeso a los habitantes de
la Ciudad de México que obedecían horarios de oficina, ejecutaban deberes
domésticos impostergables o atendían al llamado de campanas escolares que
anunciaban el comienzo de una primera clase en un punto del día en el que
todavía no se había asomado ni el sol. El andar viscoso por las calles se volvía
tan inhumano que ya no valía la pena ni preguntarse la razón por la que se
soportaban trayectos de treinta minutos a dos horas enlatado en un automóvil
particular, apachurrado en un autobús o respirando un coctel de perfumes,
desodorantes y sobacos en un atestado vagón del metro. Conforme la mañana iba
aclarando, el cuerpo se adaptaba nuevamente a la rutina y se resignaba a
saberse atrapado, nueva e inevitablemente, en el primer día de la semana.
Para
cuando el reloj marcaba la una de la tarde, las calles continuaban bulliciosas
pues, según testimonian los taxistas y conductores de UBER, ya no había momento del día en que la ciudad
estuviese tranquila. El proletariado que se mudó de la fábrica a la oficina
salía cual marabunta de los edificios hacia los puestos de comida callejeros
para improvisar el almuerzo. Y luego de esa pausa, que sabía un poco al fin de
semana que recién nos había abandonado, todos regresaban al puesto de trabajo,
porque había que ganarse el pan y, principalmente, pagar las deudas.
Entonces,
entre las cinco y las ocho de la noche se producía el escape milagroso rumbo a
casa si no había horas extra que cubrir. Los estudiantes del turno matutino que
habían huido poco antes de las aulas, habían sido reemplazados por los del
turno vespertino que tenían el dudoso privilegio de mirar desde casa la mañana
de ese lunes con altos niveles de smog. En fin, la noche del lunes no dibujaba
ninguna esperanza porque de antemano se sabía que mañana solo sería martes.
Los
lunes, malditos sean los lunes.
Es
entendible entonces que el lunes y el fútbol estén peleados desde tiempos
inmemoriales (pregunten sino a los aficionados del Eintracht Fránkfurt). Sin
embargo, desde hace algunos años, los jugadores amateur de la Ciudad de México
sabemos que cualquier día es justo y bueno para jugar, incluso el lunes. Por
supuesto, esto ya lo sabían desde hacía mucho todos los niños que convertían
patios o calles en campos de juego, pero por alguna razón los adultos lo habían
olvidado. Pero un día, las ligas de aficionados comenzaron a explotar espacios
cada vez más pequeños para jugar y crearon canchas en casi cualquier rincón de
las ciudades tacañas que habían expulsado a los campos de fútbol once (con todo
y su césped o barro) del escenario. Esos nuevos y diminutos espacios atendieron
la demanda de tiempo de juego que el fin de semana ya no alcanzaba a cubrir, y
fue ahí que apareció la rutina futbolera semanal diaria para los adultos;
aquello fue como volver a ser niños otra vez.
Hoy en
día, al menos en Ciudad de México, ese monstro de más de veinte millones de
habitantes, es posible jugar un partido cada día de la semana, de lunes a
lunes. Los hombres se beneficiaron de ello casi desde el comienzo, pero la
particularidad de este texto es que aquí se cuenta la versión de esa mitad del
fútbol que, incluso si llega al sueño profesional, está condenada por cultura a
jugar el partido desde la desventaja, siempre de visitante, eternamente
destinada a ver cada partido desde la platea de sol a la que también le da la
lluvia. Esa parte del fútbol es la femenina, en este caso específico, la de las
brujas pamboleras de una fracción de la porción sur de la Ciudad de México.
Ciudad
de México es fútbol por todas partes, desde el amanecer del siglo XX y sus
campos de tierra en los barrios de la Condesa y la Roma que vieron nacer a las
escuadras del Atlante, el América o el Necaxa, hasta los días de adulto maduro
del Estadio Azteca y sus dos copas del mundo de apellido Pelé y Maradona. La
actualidad del fútbol local está ahora ligada a la televisión como dueña, a los
programas de polémica futbolera y a las denostaciones entre las diversas
aficiones a través de las redes sociales y actos violentos.
Más
abajo, en el amateurismo, conforme la ciudad crecía a lo largo del siglo XX,
los campos de juego iban quedando cada vez más lejanos y desterrados,
sustituidos por torres de departamentos al estilo Pani, y solo algunos
permanecieron estoicos entre la mancha urbana que devoraba todo tipo de áreas
verdes. Cuando mi generación era pequeña, a mediados de la época de 1980, ya
era evidente que a nuestra ciudad le hacían falta parques, árboles y césped. En
cambio, le sobraba smog, automóviles, delincuencia y estrés; era un feo lugar
para crecer, era un mal lugar para vivir, pero era lo que teníamos para jugar
fútbol.
Hoy,
año mundialista del 2018, la ciudad no ha cambiado mucho. Se presume
progresista y ciertamente algo hay de eso: algunos ciudadanos tomaron
seriamente la defensa de cada árbol de esta urbe y algunos de ellos sostienen
batallas imposibles de ganar en contra de los especuladores inmobiliarios
obsesionados en construir más condominios que nadie habitará. Una variante de
estos usureros son los que comenzaron a aprovechar el poco espacio disponible
para llevar el producto del fútbol a los jugadores amateur todos los días de la
semana. Así, nos pusieron primero, a principios de los noventa, canchas de
fútbol rápido, una variante del fútbol sala con el terreno de juego limitado
por bardas de madera, como para evitar que la fantasía se escapara por falta de
técnica. Este tipo de variante del juego
fue popular en los noventa y los centros donde se concentraban estás canchas
llevaban nombres sugerentes a la velocidad que, debido a las bardas, tomaba el juego. A mediados de la década del
2000, esta variante del juego perdió popularidad, las bardas de las canchas,
comúnmente construidas en madera, se pudrieron al paso de los años y a alguien
se le ocurrió sustituirlas por canchas de una nueva variante mucho más barata
de mantener: el fútbol 7.
En el
fútbol rápido había cinco jugadores de campo más el portero y se jugaban cuatro
tiempos (cuartos) de diez a quince minutos cada uno. En el fútbol siete, como
su cabalístico nombre lo indica, se permiten seis jugadores de campo más un
guardameta y ya no hay bardas de ningún tipo que evitan que la pelota (más
chica que la de fútbol once) salga del terreno de juego, además de que solo hay
dos tiempos de veinte minutos de duración cada uno. Y así, esas canchas de
fútbol siete fueron apareciendo como contagio por toda la ciudad, solo en
algunos pocos sitios la nostalgia triunfó sobre la moda haciendo prevalecer una
que otra cancha de fútbol rápido.
Como
las dimensiones de una cancha de fútbol siete son todavía considerables para
una ciudad en la que cada metro cuadrado tasa su precio en oro (exagero, pero
no mucho), algunos especuladores aprovecharon espacios más pequeños, o incluso
azoteas de edificios o centros comerciales, para versiones de futbol cinco o de
menos jugadores; ya solo nos falta ver si alguno no hace (y cobra por) una liga
de fútbol solo, de 1 contra 1.
Volvamos
a nuestro día, ese lunes, justo nos tocaba jugar en una cancha de futbol cinco
no apta para claustrofóbicos; una canchita ubicada a unas cuantas cuadras de su
casa (aquí ustedes responden: muchas gracias). La canchita compartía,
irónicamente, espacio con dos canchas de fútbol soccer (de las poquísimas que
quedaban en el interior de la ciudad) y una de futbol siete, además de cuatro
campos de beisbol (¡todavía más escasos!).
Orientada
de norte a sur, estaba la legendaria cancha uno del sindicato de Tranviarios,
su césped era sagrado pues ahí, cuando la liga era de las mejores de la ciudad
entre los años 70 y 90 del siglo pasado, varios exjugadores profesionales
(“talacha” le decimos en México a esta especie de semi-profesionalismo) jugaron
en los equipos de esa liga. Todas las escuadras podían presumir al menos una
figura que en años anteriores había pisado la Primera División, varios la
segunda o tercera divisiones, y no podías jugar sobre ese césped si no habías
pasado, cuando menos, por las reservas de alguno de los clubes profesionales
del país. En aquel entonces, la pipiolera gustaba de entrar al medio tiempo de
los partidos para pelotear en la cancha y no pocas veces aprovechaba para pedir
autógrafos a los jugadores famosos. Eran tiempos de esplendor.
La
cancha ya se separaba entonces de la avenida Municipio Libre por una reja
habitada por enredaderas, la entrada estaba sobre uno de los costados de la
cancha y, paralelo al campo, estaban los vestidores de jugadores y árbitros
(con regaderas) más una pequeña tienda donde se vendían refrescos Lulu y Crush.
Al límite de este complejo, estaba el pequeño graderío techado del lado Este
(había otro idéntico del lado Oeste) que eran apenas unas cinco filas de
asientos de concreto; y sobre estas gradas los viejos empleados del sindicato
se sentaban a mirar los juegos a los que no les faltaba calidad y emoción,
aquello era como el Parque Asturias resucitado en concreto y lámina luego de
ser quemado.
Atrás
de las porterías había varios árboles acomodados en fila india que hacían la
función de recogepelotas estáticos poco eficaces. Más al sur estaba la cancha
dos y, entre el lugar que dejaba el graderío Este con la calle, había un
pequeño espacio pavimentado que era utilizado como estacionamiento. Y sobre
este pequeño estacionamiento de treinta metros de largo por trece de ancho (sí,
exactamente trece) es que, cerca del año 2014, se construyó la canchita de
fútbol cinco de Tranviarios. Al pavimento solo le colocaron encima una capa de
pasto sintético, se ubicaron algunas sillas para conformar las banca de los
equipos local y visitante, y se instaló un marcador electrónico. Un pequeño
graderío, techado en lámina, completaba el marco.
El
equipo de los lunes lleva aún hoy por nombre las Balas Perdidas, y es uno de
esos casos de sobreviviente de tiempos antiguos, épocas en las que las ligas de
fútbol para mujeres eran una rareza, algo más difícil de ver que un leopardo de
las nieves sobre avenida Periférico. Por supuesto, en esos años de principios
de siglo, las Balas Perdidas no jugaban en la canchita de Tranviarios (que ni
siquiera existía en esos ayeres), no, jugaban en la liga del Ajusco, la del
Colegio Madrid, que por mucho tiempo fue el oasis del fútbol femenil amateur de
la parte sur de la ciudad. Y comenzaron como Dios manda, como un equipo de
fútbol once, algo ya muy escaso en estos días.
Diana
fue una de las fundadoras del club, ella lleva ya más de veinte años jugando.
Su historia era como la de muchas, como la de todas, primero, por falta de
ligas exclusivamente femeninas, jugó en equipos mixtos de niños. Para cuando
fundó con otras de sus amigas a las Balas Perdidas, ya tenía un buen recorrido
por las canchas.
Diana
cuenta que Pol llegó a las Balas poco tiempo después de su fundación. La
llegada de Pol significó el establecimiento de la institución de la gran
capitana del equipo, aunque Pol no siempre fue una líder, al principio era
reservada y no se le veían entonaciones de ser una cabecilla de un grupo de
guerrilleras.
Como
fuese, Pol cambió de carácter y se echó a las Balas Perdidas al hombro y, hasta
el día de hoy, portando siempre la cinta de capitán y no pocas veces siendo su
mejor jugadora, lo mismo trabaja en la defensa que asume el papel de goleadora.
La actuaria de casi cuarenta años de edad no solo pone orden dentro de la
cancha sino también fuera, en la cuenta del pago de los arbitrajes y otros
asuntos relacionados con la logística del club.
Helles
era la última de las que quedaban de la vieja guardia, de los días pasados
sobre el césped de las canchas del Ajusco. Su perfil era tranquilo y lo
expresaba no solo en la precisión de sus pases, también en la preparación de
sus postres y pasteles que eran un completo placer al paladar. Su talante
ligero y recorrido por todo el campo de juego, como si no se cansase nunca,
hacían creer que por algún lugar había encontrado la fuente de la juventud
eterna, o quizás solo se trataba de llevar una buena alimentación y estar en
paz. Alguna vez hablamos del origen de su nombre, que se lo debe a Hele, un
personaje de la mitología griega cuya muerte ahogada a las puertas del estrecho
de los Dardanelos le da nombre también al cabo que abre las puertas del Mar
Negro allá en Turquía. De hecho, ese angosto paso es histórico por la tragedia
de haber sido escenario de la campaña de Gallipoli durante la Primera Guerra
Mundial, y es, por lo tanto, un cementerio de soldados de esos tiempos. Y,
justamente, las Balas Perdidas parecían jugar cada lunes una batalla contra la
falta de jugadoras y las probabilidades, a veces las salvaban las granizadas y
las tormentas de rayos típicas del otoño, pero no siempre.
A estas
tres mosqueteras que quedaban no les hacía falta técnica ni hábito. Lo que ya
no alcanzaban a cubrir las fuerzas, la potencia o el ímpetu de tener veinte
años, lo cubría la experiencia. Pero tenían ese serio problema de que no eran
suficientes ni para mantener un equipo de fútbol cinco, por ello, se hicieron a
la tarea de buscar refuerzos, actividad que prácticamente era una constante
dentro del club.
Yo
llegué a las Balas Perdidas apenas ese mes de agosto. Fue de la mano de Tania,
una jugadora que ya no estaba en el equipo pues había emigrado a los Estados
Unidos.
De
Tanía escribiré mucho más sustanciosamente en estos pergaminos pues tendré que
hablar de sus Naranjas, por hoy solo diré que Tanía me invitó a jugar a las
Balas Perdidas con el objetivo de ocupar la portería durante las semifinales
del torneo de verano en la canchita de Tranviarios. Quisiera poder decir que mi
integración resultó en el mayor de los éxitos, pero la realidad fue que
perdimos aquel partido de semifinal y también el del tercer puesto… menudo
refuerzo el mío.
Para el
siguiente torneo, el paso del equipo fue irregular y hasta desalentador, las
Balas Perdidas navegamos casi todo el tiempo en la media tabla y, al final,
quedamos fuera de la posibilidad de pelear por el campeonato.
Las
ligas amateur de la Ciudad de México (y supongo que del mundo entero), para no
perder económicamente durante la fase de finales, se inventaron los llamados
torneos de consolación con todos aquellos equipos que no alcanzaron a
calificar. A este campeonato se le llama de distintas maneras, en la mayor
parte recibe el dudoso nombre de torneo de copa, en otros se es más honesto y
se le llama copa para pichones. En fin que ese torneo nos tocó jugarlo a las
Balas Perdidas y lo ganamos. Fue uno de esos triunfos que de antemano una sabe
que tienen poco valor, que vale más ser eliminada en la primera ronda de las
finales de a de veras que ser campeona de la copa para pichones. Además,
para ese entonces, las Balas Perdidas comenzaron a crear el sello que las
distinguía hasta hoy: jugar siempre en condiciones precarias, con una jugadora
menos cada partido pues en ese entonces varias de las jugadoras de antes,
incluida Tania, ya se habían ido del club. Algunas jugadoras nuevas llegaron,
otras venían y no se quedaban.
La
semana anterior, en un lunes de angustia, habíamos enfrentado al equipo de
Cabañas, una de esas jugadoras notables por su calidad y amor al juego, y cuyas
compañeras no eran menos capaces, eran de las mejores de la liga.
Las de
Cabañas estaban completas esa noche y eran un conjunto de mucho toque y
tenencia de la pelota y quizás eso nos convino, pues de haber sido un equipo
más vertical y contundente el de esa noche, muy probablemente nos habría ido
muy mal.
A
nosotras, como marcaba la tradición, nos hacía falta una jugadora. Así, les
entregamos el trámite del partido y apostamos a la defensa ultranza con la
esperanza de mantener el marcador lo más próximo a no perder la dignidad además
del aliento.
Por su parte, las de Cabañas apostaron a la
paciencia y al traslado de la pelota, seguramente entre ellas se animaban
diciéndose la frase que todo futbolista se dice cuando las cosas no comienzan a
salir bien: “va a caer, es cuestión de tiempo”.
Fue esa
una queda de esfuerzo y efectividad casi al cien por ciento pues los tres
contragolpes que tuvimos los cambiamos por gol, cada que las de Cabañas
anotaban nosotras, de manera improbable, alcanzábamos. El gol del empate, el
último, el del tres a tres, ocurrió a pocos minutos del final y fue para mí un
alivió, como si me rescataran de la muerte cuando ya abordaba la barca que
cruzaba el Aqueronte. El milagro había ocurrido, habíamos salido vivas de esa y
de otras anteriores de similar factura.
Al
final de ese juego, les dije a las Balas Perdidas que no podíamos estar
viviendo de heroísmo cada lunes porque hasta a los más queridos hijos de los
dioses del estadio se les acababa la suerte algún día. Necesitábamos sustentar
en algo más firme nuestra cosecha de puntos en esa temporada o de lo contrario
volveríamos a quedar fuera de las finales. Por alguna razón, llegó el martes,
el miércoles y los demás días sin que realmente pasara algo, o que nosotras hiciéramos
alguna cosa para solucionar nuestra situación.
Y era
lunes otra vez. Nuevamente, solo éramos cuatro. El rival era otro de esos
equipos serios que en un descuido te pueden meter diez goles en un partido si
no opones la necesaria resistencia, el Tam Team, jugadoras con talento,
jóvenes, ordenadas y que sin lugar a dudas entrenaban o llevaban mucho tiempo
jugando juntas, cualquiera de las dos cosas podía explicar su armonía como
conjunto que se asemejaba más a una familia.
De
hecho, desde su creación, la liga femenil de los lunes en la canchita de
Tranviarios se había caracterizado por tener muy buenos equipos y jugadoras,
algunas de las que ahí estuvieron ahora formaban parte de la Liga MX profesional
femenil. Sus escuadras campeonas habían siempre sido de abolengo. Sin embargo,
casi como a cualquier liga, a la de Tranviarios se le acusaba de mal arbitraje,
de tener preferencias, de ser un cabaret donde en cada fase de liguilla
desfilaban “cachirules”, jugadoras de alto nivel que no ponían un pie durante
la temporada regular y que de pronto aparecían en la fase final para reforzar a
algún equipo. Y es que había dinero en juego, los primeros lugares se llevaban
un premio económico y, como ocurre casi siempre cuando el capital se une al
deporte, la mente de los dueños de equipos, de las jugadoras y de los propios
organizadores de la ligas, se nubla.
Al fin
rumores, a la que escribe esto no le consta y sobre el arbitraje, lo único que
se puede escribir es que era cuestionable al mismo nivel del arbitraje que hay
desde los juegos de niños hasta la primera división profesional varonil, algo
que ni el VAR podrá solucionar nunca, gracias al cielo.
En fin,
en el chat de las Balas Perdidas, a unas pocas horas antes del encuentro, se
discutía si nos presentaríamos o, de manera canalla, optaríamos por faltar y
perder por default. Al final, la resignación nos detuvo en aquello de cometer
el crimen de no asistir y así decidimos presentarnos y que pasara lo que
tuviera que pasar.
El
dueño de la liga, Rafa, un joven entusiasta del fútbol femenil, nos había propuesto,
con tal de no hacer frente a un juego perdido por default, encontrarnos algún
refuerzo para esa noche. Ante esa esperanza es que nos inclinamos por no dejar
plantado a nuestro rival.
Una
como guardameta tiene a veces este tipo de previas, llenas de tomarse las
tragedias que se vienen de la mejor forma, una especie de sabiduría para no
volverse loca porque las goleadas en contra que te toman por sorpresa son
experiencias amargas, traumas que afectan tu personalidad, que nunca se te
borrarán de la mente (investiguen sobre el caso del portero Nicky Salapu de
Samoa Americana que se comió los 31 goles de parte de la selección de Australia
en plena eliminatoria mundialista). Esa noche, yo tenía esa sensación de que me
iban a llenar la canasta y que había que tomarlo con serenidad. Si salíamos con
un cinco a cero era un buen negocio, pensaba.
Por el
pasillo que daba de la puerta a la cancha apareció entonces la primera señal de
que aquello sería épico, era Ruth, nuestro flamante refuerzo recién conseguido
por el dueño de la liga.
Mis compañeras
balas no sabían de Ruth, pero yo sí, se
trataba de una de las jugadoras más fascinantes que hasta entonces me había
tocado conocer, tenía una técnica depurada y un gran tiro de pierna zurda,
cuando la vi llegar se me iluminó el horizonte.
Ruth ya
estaba vestida con un jersey azul que imitaba el uniforme oficial de las Balas
Perdidas que en ese momento era una réplica de uno de esos del Barcelona, vayan
ustedes a saber con certeza la campaña exacta y si había sido el segundo o
tercer uniforme del club culé; eso sí, ya llevaban impresas esas remeras el
logo de la aerolínea catarí.
Además,
Ruth siempre tenía una sonrisa en su rostro cada que me la encontraba por las
canchas del mundo (bueno, solo de la Ciudad de México), dentro del campo
demostraba toda la bondad que sentía por el buen trato a la pelota, esta
misericordia casi tan bíblica como su nombre, la combinaba con un oficio que le
permitía competir en cualquier situación. Era, en resumen, una guerrillera de
esas que juegan mejor cuando todo está en contra, además era al menos diez años
menor que Diana, Pol, Helles y yo.
“Con esta
chica ganamos”, me alegré.
Ruth me
saludó contenta de verme otra vez en otra cancha. Bromeamos y hasta reímos.
Ya todo
estaba completo, se presentaron los balones, las jugadoras ya tenían atadas sus
cabelleras, el árbitro ya había checado los registros, las guardametas ya
portábamos nuestros guantes y no había lluvia, era otra noche de lunes
perfecta. Y así, con el ánimo a tope por la certeza de que los milagros en las
Balas Perdidas pueden repetirse una y otra vez sin dejar de ser mágicos, fue
que comenzó el juego.
Las
rivales comenzaron dudosas el partido, no fueron lo suficientemente atrevidas
como para comerse el flan que tenían enfrente.
En
cambio, nosotras, salimos a ser agraciadas y en dos sendos contragolpes pusimos
el marcador a nuestro favor: 2-0. Ruth era el centro de gravedad de aquello,
Pol por fin tenía una socia con la cual conjurar buen fútbol, Helles le daba la
dinámica al equipo y Diana, Diantia como le decían sus amigas, la fundadora de
las Balas Perdidas, no erraba ninguna pelota.
En la
portería yo la pasé tranquila hasta que el rival entendió que aquello no iba
ser salir a cazar tortugas. Apretaron el acelerador y, antes del final de la
primera parte, pusieron las cosas un poco más lógicas: empate a dos goles.
En el
medio tiempo nos preguntamos cómo estábamos. Yo andaba preocupada porque asumía
que el físico no nos iba a alcanzar para terminar el juego con ese milagroso
empate, pero el resto de mis compañeras no compartían mi temor, al menos no lo
manifestaron. Aquella reunión de equipo al medio tiempo fue más alegre que
angustiosa.
Para la
segunda parte el rival volvió a regodearse con la pelota. La número diez de
ellas de nombre Liliana Orozco, repartía caños a mis compañeras pero, como el
rayo, aparecía algún relevo a manera de marca escalonada y la desarmaban. Por
otra parte, el poste evitó la caída de nuestra puerta en al menos dos ocasiones
y eso me hizo saber que Dios, el de los cristianos, el de los musulmanes y el
de los budistas si lo tuvieran, estaba con nosotras.
El
asunto se iba metiendo en el callejón del final del tiempo reglamentario. A
pocos minutos del término del partido hubo una falta un poco delante de nuestro
medio campo. Pedí la pelota para cobrar la falta y hacer que Dianita se fuera
más arriba y la delantera de ellas estuviese obligada a seguirla. Otra de las
delanteras se paró a la distancia reglamentaria para hacer de única barrera. Le
pegué a la de gajos con el empeine un poco de lado y le metí dentro una
oración en la que al menos le pedía a la
providencia del fútbol que la pelota no regresara nunca al campito de
Tranviarios. Pero la providencia nos dio mucho más que aquello, la pelota se coló por el ángulo que le tocaba
cubrir a la portera y cuando besó las redes me retornó el alma al cuerpo. Un
poco de estrés y de herrumbre se me cayeron de tajo.
Mis
compañeras estaban ya exhaustas y desgastadas, pero entendieron la importancia
de su papel en esos últimos minutos: defender ese gol como si se tratara del
último pozo de agua en el medio del desierto.
Y el
asedio hacia nuestras murallas fue furioso por parte del rival. Como colofón,
el Team Tam había destrozado la semana anterior por 19-1 a su rival en turno
esa noche, no llevaban ninguna derrota y marchaban muy por encima de nosotras
en la tabla de posiciones. Seguramente, aquel inesperado tres a dos a falta de
pocos minutos para terminar el partido las tenía que poner en predicación y
confusión, aquello era inexplicable, porque esas cuatro ancianas (la que
escribe también está a un paso de los cuarenta años) y una refuerzo de carácter
de profecía bíblica, les estaban arrebatando lo que se suponía iba a ser un
simple trámite en su camino a la cima. Quizás por ello, su prisa y esfuerzo fue
temible en esos últimos minutos, fueron bravas y valientes, no solo su número diez,
Lili, acarreaba peligro a nuestro marco, su hermana Andrea, de disparo letal, también
nos puso en serio predicamento, hasta Marlene, su defensa, se animó a ir al
ataque; pero el sortilegio, por una de esas cosas extrañas del juego, las
abandonó.
Fue ahí
que volvió a aparecer Ruth para retener la pelota, sacar las faltas a las
rivales, meter la pierna fuerte en la marca y pedirme calma en todo momento.
Pol ya estaba más ocupada por defender que atacar y Helles y Diana sabían que
no había marguen de error, si fallaban una sola vez aquello se volvería a
empatar.
En ese
filo de navaja hubiésemos terminado el partido sino es porque nuevamente los
dioses nos favorecieron. En uno de los poquísimos tiros de esquina que tuvimos,
una defensa de ellas rompió la pelota con un globo alto que iba a caer en mi
zona fuera de mi área, ahí la bajé de pechito. La jugadora más adelantada de
ellas ya iba a mi caza. Le puse tan bien el pecho a la redonda que esta hizo
una linda parábola en corto y hacía arriba y le volví a meter el pecho cuando
volvió a bajar, aquello fue como amamantar un niño en rebozo, y cuando la
delantera rival ya estaba muy cerca de capitalizar mi exceso de confianza, le
pegué con la derecha sin dejarla caer, nuevamente la intención era mandarla a
donde fuese; pero, como un proyectil en tiro parabólico, la pelota cruzó todo
el campo y volvió a colgarse de la misma escuadra por la que había entrado en
el tiro libre, era otro homenaje a José Luis Chilavert, otro gol de guardameta.
Aquello fue la locura.
Debo
aclarar que probablemente esos dos goles no hubiesen sido si la portera titular
de las Tam Team hubiese estado en el marco ese día, porque era excelente
guardameta y llevaba varios juegos lesionada y durante esos partidos hacía de
DT de su equipo.
En
ocasiones anteriores les había tocado a Helles o a Diana ser las heroínas del
partido, más veces ese honor había pertenecido a Pol, pero por aquella extraña
ocasión, aquel gusto me había correspondido y lo disfruté con la alegría que
daba la victoria inverosímil.
Y ahí,
en medio de la tranquilidad del cuarto gol, el tiempo terminó de consumirse, el
milagro era, otra vez, marca registrada de las Balas Perdidas. Nos abrazamos y
nos tomamos una foto para conmemorar la hazaña. Se nos ordenó desalojar la
banca pues otro partido se llevaría a cabo y así terminó un lunes más de aquel
drama llamado Balas Perdidas.
Un
equipo de larga vida, un hermoso conjunto de mujeres que son ya hechiceras
honoris causa del fútbol de esta ciudad, una ciudad que sabe que poco a poco,
conforme avanza el reloj de esa noche, se libra, un minuto a la vez, de que sea
lunes… los benditos lunes.
*Meses
después, tuve la fortuna de ser parte también del Tam Team de Lili, Andrea,
Paou y Marlene, durante un breve periodo, en las canchas del Estadio Azteca,
fue un honor.
**Jugué
con las Balas Perdidas varios años más, se incorporaron en ese tiempo buenas
jugadoras como Chaio, Denis, la Niña, y Clarita, con ellas ganamos y perdimos
siempre al estilo Balas Perdidas, con el corazón en la mano y hasta el último
aliento.