martes, 24 de noviembre de 2020

 


Jorge Peñaloza, el Cobi, era el capitán del equipo de fútbol que representaba a Segundo Alfa en la liga local escolar de la secundaria Técnica 23 al sur de la Ciudad de México. Era un chico sensato de catorce años, buenas calificaciones, disciplinado, piel morena con lunares en el cuello, estatura promedio, vocabulario amplio pero no por ello menos lepero, lo suficiente para mantenerse como líder de la banda de chichimecas que su salón tenía por equipo de fútbol. Era, también, un muchacho decidido, pero en aquel momento en que debía decir si jugaba con un hombre menos el partido de cuartos de final contra Tercero Beta —la prole de malosos del colegio—, o si se atrevía a elegir, en público, frente a todo su salón y el maestro de inglés que estaba de turno, a Lucia, para completar el cuadro, se quería morir, no deseaba tomar esa decisión.

Segundo Alfa no era favorito esa tarde para pasar por sobre Tercero Beta. De hecho, las apuestas en la secundaria era que los golearían como a todos los demás equipos durante el campeonato. Los de Tercero Beta no habían anotado, en ninguno de sus juegos, menos de tres goles, y rara vez recibían alguno.

Jugar con uno menos esa tarde contra Tercero Beta era la invitación a recibir la goleada más grande de la historia, más aún si en la puerta estaría Mauricio el Frijol Yañez y no el titular Esteban Maceda, lesionado de la rodilla en el partido anterior. Pero el Cobi no se preocupaba por la portería, sabía que el Frijol cumpliría de manera digna el encargo. Pero jugar con uno menos…

La otra posibilidad era más lamentable que la primera, significaba la vergüenza de, además de ser goleados, perder con una mujer en el campo. Iban a ser la burla de toda la escuela por una causa o la otra, además, el poner a Lucia en el medio campo no garantizaba un mejor resultado que jugar con uno menos, la niña era enjundiosa, correcta y apasionada, pero nada más.

Por su parte, Lucia cerraba los puños sentada en su pupitre esperando nerviosamente que Jorge mencionara su nombre. Sabía que no podía llevar a Pacheco, el medio derecho, porque estaba suspendido luego de haber armado una gresca contra los de Primero Gamma. Tampoco iba a escoger a Juan El Banano Gutiérrez, porque el chico de peinado relamido odiaba muchas cosas, pero más que a nada en el mundo odiaba al fútbol. Por eso no podía explicarse porqué Jorge dudaba en seleccionarla y apretaba más las manos. Ella se sentía lista, era el momento que había estado aguardando todo el año. Jugaba con esos chicos cada clase de educación física que el profesor de la asignatura les dejaba algunos minutos libres y se armaba la cascarita, pensaba que había demostrado lo suficiente luego de haber anotado doce goles en casi dos años de esos partiditos improvisados.

—¿Son todos? —preguntó impaciente el profesor de inglés desde su silla en el escritorio en donde depositaba todo su enorme trasero de diabético de cuarta década.

Jorge salió de su turbación. Tomó un respiro. Por la espalda sintió el codazo de Ricardo Álvarez, su enorme y fornido central, que le trataba de decir que ya dijera algo o no dejarían salir a nadie.

Los partidos de la liga escolar se jugaban durante los descansos que duraban treinta minutos. La cancha daba para jugar un nueve contra nueve bastante fluido pues la superficie era de cemento. Los arcos ya eran de metal, los habían mandado poner desde el curso anterior. Jorge tenía ocho seleccionados para poder salir cinco minutos antes de que terminara la clase de inglés, cinco minutos en los que aprovecharían para cambiarse velozmente y entrar al campo donde el profesor de Educación Física haría de árbitro.

—No, también Franchetti —dijo tímidamente Jorge, mientras se secaba el sudor de la frente.

El profesor de inglés miró la lista, encontró el apellido Franchetti y frunció el ceño.

Al ver la expresión del profesor, Jorge sintió alivio, seguramente aquel hombre, autoridad máxima en ese momento, le negaría que una niña fuera parte del equipo, quizás hasta haría una pequeña burla y asunto arreglado. Al regresar podría decirle a Lucia que no había sido su culpa sino del maldito profesor. Pero…

—Bien, Lucia Franchetti. Ya váyanse, por favor, déjenme terminar mi clase —espetó el profesor sin dejar ningún margen para la exclusión de Lucia.

La chica saltó literalmente del pupitre. A su lado se sentaba el Banano, el chico que odiaba el fútbol y extrañamente le alcanzó a decir a Lucia.

—Buena suerte, Camello ­—que era como apodaba todo el salón a la chica.

Algunas risitas se escucharon, pero nadie fue grosero, no por respeto a Lucia sino por no arriesgarse a recibir una molesta reprimenda del profesor de inglés.

La banda de Segundo Alfa caminó por el largo pasillo hasta la zona de los baños en formación de procesión y silencio absoluto.

Lucia espero a que Jorge le diera una camiseta, fue la última en recibir una.

—Toma, es la de Luis —le dijo sin entusiasmo y agregó, antes de cerrar la puerta del sanitario que les correspondía a los varones —. La regresas lavada y ni se te ocurra romperla o perderla.

Lucia tomó la camiseta aquella con el número siete de dorsal como si fuera el mayor tesoro que jamás le hubiesen encargado. Se metió al baño de mujeres y rápidamente se quitó el uniforme escolar. Se colocó la remera que tenía el diseño de local de la Argentina, la de bandas azules y blancas. Agradeció haber escogido ese día un brassier blanco y no uno oscuro. Se puso los pantaloncillos cortos y se cambió los zapatos, siempre llevaba su calzado para jugar a todas partes. Se acomodó el cabello claro y largo con una banda azul, se quitó los aretes y se miró al espejo. Estaba nerviosa, respiraba aceleradamente, por eso se echó agua fría del lavabo al rostro, de todas formas nunca se maquillaba.

-Buena suerte, Camello ­–se dijo a sí misma y salió del baño.

 

Cuando los de Tercero Beta se dieron cuenta de que una niña iba a jugar contra ellos estallaron en carcajadas.

Lucia intentó no mirarlos.

Ya todo estaba listo, alrededor del campo el resto de la escuela se amontonaba, eran un público feroz que no perdonaba nada y desde antes de que el profesor de educación física señalara el comienzo del partido, los rumores y las risitas se propagaron como pólvora de fuegos artificiales.

Jorge dio algunas breves indicaciones al Frijol, a Álvarez, a Gabriel Pastrana, el otro central, pero a Lucia solo le dijo que ocupara el lugar de Luis, enfermo esa tarde, en la media derecha.

Ella hubiera querido algo más de su capitán, pero no hubo nada. En su lugar, el talento del equipo, Coyohua, se acercó a ella y le sonrió. Aquella fue la gota de confianza que Lucia necesitaba, un símbolo, por más pequeño que fuera, de aprobación.

Lucia se ataba las cintas de sus zapatos cuando escuchó el silbatazo del árbitro.

Los de Tercero Beta tomaron desde el comienzo el control del juego. Eran un equipo basado en muchos puntapiés, fuerza y los regates innecesarios de sus mejores jugadores. Todos eran buenos parias futboleros. El delantero centro era un tipo al que llamaban Mauricio Malacara, un patán de primera que además era muy bueno con los puños y no solo con las patas.

En el medio campo estaba un gordo malhumorado al que le apodaban Chucho el Roto, que siempre pisaba la pelota e intentaba anotar de larga distancia. En la central estaba Pepe, un leñador con cara de indio mustio que dejaba claro que él mandaba en el campo. El portero era el portentoso Galván la Jaiba Nuñez, otro repetidor de año que le doblaba la altura a cualquiera de los compañeros de Lucia. En realidad, todos en el equipo de Tercero Alfa habían repetido algún grado de la secundaria.

Desde el comienzo, Lucia se dio cuenta de que por su banda estaría el criminal de Aldo el Panzón Ávila, un chico obeso, petulante y de risotada estridente.

—¡¿Qué hago, la marco o le doy un beso?! —preguntó a grito pelado y el público entendió el chiste.

Todos se reían de Lucia que, al menos en la cancha, ya había logrado hacer bien su marca y dar dos pases correctos a sus compañeros. Y es que la niña era decente, su juego era simple y donde podía dar de primera lo hacía y se evitaba problemas, cuando no, siempre en dos tiempos, nada de regates para los que sus piernas largas no le servían.

Silbidos de todo tipo. Acoso. Por la banda de Lucia, en todo momento, hombres y mujeres, se metían con ella y le escupían su deprecio.

—¡Franchetti, la porra te saluda! —gritaba la masa y remataba no con la silbatina del chinga tu madre sino con la que se utiliza habitualmente para acosar a las mujeres en la calle.

No había primer ni segundo tiempo, como el descanso solo duraba treinta minutos el partido se jugaba corrido. Y el equipo de Segundo alfa se estaba acercando a la hazaña. Ya desde el minuto cinco alguien en el público comentó:

—Ya son cinco minutos y siguen cero a cero.

Lo cierto es que el Frijol estaba en su día, sacaba y volaba a pelotas difíciles de los tiros de Malacara y de Chucho el Roto. En la defensa, Álvarez no se intimidaba con todo lo que Malacara le espetaba.

—Pinche elefante puto, te voy a meter unos putazos al rato, hijo de la chingada, vas a ver —y le pegaba un puñetazo en las partes nobles sin que el árbitro lo viera.

—Pinche hocicón —respondía Álvarez —dame los putazos ahorita, cabrón, pero en la cara, no en los huevos, no seas puto —y ¡pum!, le soltaba un manotazo en la cabeza sin que el árbitro lo viera.

Los de Segundo Alfa también tuvieron sus oportunidades de marcar. Tenían un delantero rápido para matar reses, se llamaba Renato y estuvo dos veces cerca de batir a la Jaiba.

Y Lucia, siempre correcta.

Entonces, Malacara le gritó al Panzón.

—¡Güey, ya dale un putazo a esa vieja o se lo doy yo!

El Panzón nada más se reía, pero sabía que tenía que hacer algo para que Lucia ya dejara de ser importante en el juego pues además, cada cosa que ella hacía bien, el público se lo festejaba como la máxima novedad del mundo. Ante eso, el hijo de perra del Panzón, avanzó por su banda desde su área y dribló a Lucia con suma facilidad, soltó una carcajada, así lo había hecho todo el juego, pero ella siempre volvía, lo alcanzaba y no pocas veces le quitaba la pelota apoyada por alguno de sus compañeros. La gente gritaba, se burlaban del Panzón y en realidad se burlaban de todo Tercero Beta.

—¡Me lleva la puta madre, pinche Panzón! —se quejaba desgañotado Malacara. El Panzón baja la vista y ya no se reía tanto.

A la siguiente jugada, el Panzón ya no dribló a Lucia, se le fue de frente y la atropelló. La chica cayó como costal lleno de cebollas pero no se quejó. Se levantó, se sacudió el polvo y siguió corriendo porque el árbitro ni falta había marcado.

Lucia no era vengativa, era intensa en el juego, pero no rencorosa, eso sí, no olvidaba. Sabía que el Panzón haría eso la siguiente vez, así que ella no se podía arriesgar nuevamente a ser derribada. Pero ocurrió, y esta vez una herida se le abrió en la rodilla. El árbitro le marcó la falta.

Coyohua le ayudó a levantarse a la chica y le dijo.

—No te preocupes, ahorita le hago un túnel.

Lucia sonrió, le daba mucha confianza que su compañero que mejor jugaba no la escosara como los demás.

—¿Túnel? —dijo Jorge el Cobi, que había escuchado a Coyohua mientras acomodaba la pelota para cobrar la falta —¡ahorita le meto una patada en los huevos a ese cabrón!

Jorge cobró la falta y le pegó al travesaño, muy cerca de la escuadra, el grito de gol se ahogó en todos, pero Malacara ya veía que tenían que dejar de hacer payasadas si querían ganar. Por ello, mandó clausurar los regates adornados y esfuerzos individuales que tenían como único fin el lucimiento del ego y la humillación del rival; así, todo tomó más velocidad y apremio. Comenzaron a tirar desde cualquier lado y ahí estaba el Frijol para sacarlo todo.

El partido se fue metiendo en lo improbable. Veinte minutos y el cero a cero seguía. El árbitro aprovechó para aclarar las reglas:

—Recuerden que si hay empate no hay penales ni tiempo extra, pasa el que más goles haya hecho en el campeonato.

Jorge, el Cobi, escuchó eso y fue mortal, los de Tercero Beta tenían ciento doce goles en su cuenta y ellos solo treinta y dos. Entonces ordenó dejar solo dos defensores.

Por su parte, Lucia seguía en su duelo personal con el Panzón. Ya no tenía miedo ni nervios, ya no escuchaba los gritos de afuera, sus burlas, el estrés del propio partido la habían inmunizado contra eso que tanto le había afectado en los primeros minutos del juego… y en ello era feliz, era absolutamente otra cuando jugaba futbol. Sobra decir que en su vida normal, fuera de la cancha, era tímida, no era parte del menú suculento de los varones pues no era agraciada físicamente y eso le daba una paz enorme pero al mismo tiempo afianzaba su inseguridad en sí misma. Tenía pocas amigas y si no estaba jugando fútbol se la pasaba pensando en un montón de cosas irrelevantes.

—Pinche vieja, te violaría pero neta estas bien guáchala de pollo –le dijo el Panzón en un tiro de equina mientras la marcaba de cerca.

—¡Pendejo, ni la marques, que no ves que nadie se la da! —le ordenó Malacara al Panzón. Tenía razón, ni siquiera Coyohua le pasaba la pelota a Lucia, todo lo que le había tocado jugar había sido por recuperar un rebote o por ella misma quitarle la pelota al Panzón.

—¡Un minuto, señores! —gritó el profesor que hacía de árbitro.

Malacara se rió en la cara de Jorge cuando el profesor hizo la indicación.

—Hasta aquí llegaron, pendejitos —le dijo, pero el Cobi se mantuvo sereno.

Los de Tercero sacaban de meta. La Jaiba salió jugando por su banda derecha, la contraría de donde estaba Lucia. El lateral recibió y ante la presión de uno de segundo jugó en corto con el central, Pepe, y este se la pasó a Malacara en el medio campo.

Jorge no dejaba que Malacara se diera vuelta, lo marcaba con ganas enormes de, si el partido terminaba, tenerlo así, de espaldas, para soltarle una patada y luego que pasara lo que tuviera que pasar, el capitán de segundo ya estaba preparado para liarse a golpes tan solo terminara el juego.

Pero el delincuente de Malacara abrió la pelota hasta el Panzón, muy lejos allá por la banda izquierda.

El Panzón recibió con la parte interna de su pie derecho y trató dirigido para salir volando por la banda y atropellar a Lucia una vez más. Mientras se relamía sus incipientes bigotes pensando en su crimen, no se dio cuenta que Lucia le robó la pelota, el tipo no había levantado la vista y Lucia se había aprovechado de ese exceso de confianza. Ella ya se había dado cuenta de que el Panzón, siempre cremoso, se creía Marcelo del Real Madrid y se acomodaba la pelota a su perfil, pero todas las veces la alargaba mucho. Y ahí se lo cascó.

Lucia punteó la pelota y no lo pensó, sacó un tiro directo a puerta con su pierna derecha, la buena. Fue veloz. La que todos aman se encajó por la escuadra derecha de la Jaiba que se quedó inmóvil.

El grito de gol fue espantoso. Lucía lo sintió más que la última patada que el Panzón le asestó a su tobillo en un último esfuerzo por evitar su vergüenza. La amazona dio dos pasos y no pudo más, se derrumbó en el suelo, el tipo le había surtido la articulación.

Entre el dolor, Lucia escuchó los gritos de felicidad de Jorge. El primero en llegar a abrazarla fue Coyohua, luego todos los demás.

—¡Hijo de puta, Panzón! —lloró Malacara.

El profesor, tan sorprendido como todos, no dejó que se reanudara el juego, acabó el partido ante la invasión de cancha de toda la secundaria que había visto eso. Algunas maestras miraban aquello con orgullo, la que vendía sopes en la cooperativa se rió un poco y el policía de la entrada saltó de gusto junto a los demás.

Lucía recibía felicitaciones de todos. Entre el mar de alumnos se abrió paso la Jaiba y le extendió la mano ya sin el guante de portero correspondiente.

­—Felicidades, muy buen gol.

Lucia pensó entonces que en el equipo de Tercero Beta no todos eran unos miserables.

No supo bien cómo, pero sus compañeros la llevaron cargando hasta el salón de clases, no tanto por continuar de manera épica el festejo como porque la chica ya no podía caminar debido al golpe en su tobillo.

Sentada en su pupitre, Lucia sonreía y nunca más perdería esa expresión de su rostro. Juan, el Banano, la miró y le dijo:

-Me debes una, te desee suerte, Camello.

Lucia se rio, pero no le dio las gracias.

 

Lucia no pudo jugar la semifinal que sus compañeros ganaron sin ella. Tampoco la final que sus compañeros perdieron sin ella. Pero se mantuvo orgullosa de su hazaña y funcionó como amuleto durante esos juegos.

Cuando Segundo Alfa pasó a ser Tercero Alfa en el mes de septiembre de ese año que Lucia nunca olvidaría, ella se convirtió en elemento indispensable en el equipo. Ese año si fueron campeones y aunque no pudo anotar gol, nunca perdió la titularidad.

Luego del campeonato logrado en el último año de secundaria, sus compañeros, que ya eran sus amigos, la invitaron a seguir jugando fuera de la escuela en un equipo que competiría en una liga barrial de fútbol soccer.


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