Nadie
sabe quién fue la primera, mucho menos se conocen sus razones o motivaciones,
si lo intentó sola o en conjunto con otras, si se coló a un partido con hombres
con o sin el consentimiento de ellos; pero sabemos que existió, la Eva de la
pelota de estas tierras. ¿O será más correcto llamarle la Lilith de la pelota?,
pues las mujeres que han jugado fútbol han sido demonizadas a lo largo de la
historia pues atentamos directamente contra aquello que llaman la “mística
femenina”. Y sí, una mujer tan valiente y tan en rebelión no podía haber salido
de la costilla de ningún hombre.
Sabemos
que nuestras abuelas antes de los españoles si le entraban a eso del juego de
pelota, pero sobre las primeras que lo jugaron tal y como es ahora el juego,
con las reglas de los ingleses, sabemos prácticamente nada. No debió haber
pasado mucho tiempo luego de aquel primer juego varonil en Real del Monte en
1899 (¿o fue en Orizaba?), para que quizás ahí mismo las primeras lo
intentaran. A pesar del anonimato, aquellas adelitas del balompié, se merecen
la gloria. ¿Juego oficial? No, para eso tendrían que pasar muchas décadas.
En
cierta forma, ese primer partido se juega cada día en algún rincón de México
por una u otra mujer, no importa la edad, el carácter del juego o su resultado,
ese primer juego es todavía acción de emancipación, es conocer una puerta de
escape efectiva rumbo a la felicidad.
El
equipo que arbitrariamente coloqué en el día miércoles ofreció esa oportunidad,
la del primer partido, a varias mujeres de los férreos barrios de la Juventino
Rosas, Tlacotal, Tlazintla, Los Reyes, San Miguel, Santa Anita y Zapotla, no muy lejos del gran mercado de la Viga y de
la avenida del mismo nombre que otrora fuera un canal abarrotado de chalupas y
flores. El día es arbitrario porque la liga femenil del bajo-puente de Coyuya
acomodaba los distintos compromisos durante la semana, así una semana juegabas
martes y la otra quizás en viernes.
Además,
esta liga tenía la particularidad de tener una primera y una segunda división
femenina, privilegios de saber organizar bien las cosas. Los partidos de las
féminas se intercalaban entre los de las ligas varoniles, lo cual también da un
ambiente distinto en las tribunas de tubo metálico y techo de lámina que rodean
la cancha. Finalmente, hay que decir que era una liga popular, de esas que
defienden el territorio y que todavía preguntan a sus equipos agremiados sobre
las decisiones que se toman.
El
equipo llevaba por nombre Atlético, y no solo otorgaba esa primera oportunidad
a sus mujeres de jugar al fútbol, también asumía el riesgo de acompañar eso y
de hacerlas competir en la segunda división de la liga del bajo-puente de
Coyuya.
El
entrenador y entusiasta del equipo era un joven de mirada sincera que tenía el
mismo nombre del primer hombre según la Biblia: Adán. De este chico, el equipo
debe también su nombre pues él llevaba en el corazón, vayan a saber ustedes la
razón, los colores del Atlético de Madrid. Sabía todo sobre esa escuadra, tenía
todo suvenir de ese equipo históricamente opacado por la merenguera
multinacional contra la que, temporada tras temporada, el Atlético jugaba el
clásico de Madrid.
Conozco
muchos mexicanos enamorados del Real Madrid vía Hugo Sánchez, la generación
galáctica o el atractivo ególatra de CR7, seguramente hoy hay muchos más
adeptos del Barcelona por Messi y el hermoso juego del estilo Guardiola, pero
¿el Atlético de Madrid? Sin duda el renacer campeón de los últimos años de la
mano del “Cholo” Simeone ha ayudado mucho, pero lo de Adán databa de antes de
ese renacimiento, quizás provenía desde la gloria del doblete del 96…
Y por
eso le puso Atlético al proyecto de un equipo femenil compuesto de mujeres que
nunca antes habían jugado un partido oficial en liga o, incluso, nunca antes
habían pateado una pelota.
Adán se
arropó de gente valiosa para llevar a cabo la empresa, Alex y Pablo que cumplían
con la función de ser su fiel cuerpo técnico. Porque el Atlético entrenaba. No
hay que ser ilusas, la práctica hace al maestro, la palabra habilidad viene de
“hábito”, comenzar a jugar para llegar a ser buena no es cosa de magia ni se
logra únicamente con buenos deseos y metafísica, hace falta trabajo y por esa
labor estos chicos no cobran ni un solo peso a las integrantes de su escuadra.
Cada
miércoles, si no tocaba juego, estos chicos y las jugadoras del conjunto, se
reunían en la explanada de la alcaldía de Iztacalco para practicar fútbol ante
el desconcierto de los vendedores de esquites, los guardias de las puertas o
los pocos burócratas que salían ya tarde de las oficinas de los edificios de
gobierno. Era un lugar que ofrecía pocas comodidades para la práctica del
juego, su mejor atributo era la plancha de concreto inmensa y libre de
obstáculos. No había vestidores, ni porterías, ni rejas que evitaran que los
balones se escaparan cientos de metros de dónde se entrenaba.
Si
llovía el cemento se ponía resbaloso y ahí terminaba la práctica. Entrenar en
esas duras condiciones aportaba un poco más de emotividad al ímpetu que le
ponían esos jóvenes a la leyenda del Atlético femenil de la liga de
Coyuya.
Ese
trabajo había dado sus frutos en poco tiempo, el equipo llegó a la final de
ascenso, pero por una bronca (sí, en el fútbol femenil también ocurren), la
final fue suspendida y la liga decidió no darle el ascenso a ninguno de los equipos
que luchaban por ello. Ese lamentable episodio representó una espina clavada en
el alma del Atlético, una cuenta pendiente que debían sanar y superar.
Para
entonces, en aquella final perdida a los golpes, en el equipo ya estaba otra de
las piezas claves del club y es que no le puedes otorgar todo el peso a la
formación de jugadoras: necesitas ejemplos a seguir, referentes con
experiencia, requieres al menos un marinero que ya sepa mover las velas durante
una tormenta, y esa jugadora de vasta práctica y amplio nivel de juego era
Ruth, de quién ya he escrito en este libro. Ella participó en ese camino de los
entrenamientos, el de colocar fundamentos básicos del juego en aquellas
valientes mujeres. Fue ella quién me pidió que para la siguiente temporada, luego
de aquella final violenta, me hiciera cargo de la portería del Atlético. Yo
acepté, cómo no iba hacerlo, si Ruth hubiese sido pirata del siglo XVI (y no me
la imagino siendo otra cosa en esa época) yo hubiera sido su contramaestre en
algún viaje al fin del mundo. Fue así que terminé por emular a los Abel Resino,
Molina, de Gea, Courtois, Oblak, el “Mono” Burgos y Lola Gallardo.
Para
esa temporada también llegó otro de los flamantes refuerzos del club, una joven
de nombre Karlita que rondaba los veinte años apenas, y que fue apodada como
“la fantasma” por su impresionante capacidad para correr toda la cancha y robar
balones a las contrarias. A su corta edad ya acumulaba miles de partidos a
cuestas pues sacaba jugo a las ventajas de su generación: una época más suave
en eso de juzgar a las mujeres que se atrevían a jugar a la pelota. Para tal
movilidad en el campo su cuerpo ligero le ayudaba, si no era futbolista lo
tenía todo para ser gimnasta. Mientras jugaba la alegría de hacerlo se podía
leer en su mirada. Su seguridad en su juego contrastaba con las de sus
compañeras que todavía combatían con las dudas que provocaba el miedo al error,
y que poco a poco enterraban ese temor en cada entrenamiento y en cada partido.
Con
esas herramientas, la mística de un club como el Atlético de Madrid del “Cholo”
Simeone encajaba como anillo al dedo, apostar por el esfuerzo para darle tiempo
al pulimiento del talento, en donde todas participan y mejoran, poco a poco,
escalón por escalón, al irle agregando fútbol a ese arrojo, potenciando sus
virtudes, al tiempo de cada una.
En el
Atlético de Coyuya no había ninguna jugadora que no estuviera convencida del
método, ni siquiera las refuerzos llegadas de fuera, que bien podían asumir una
actitud mezquina desde la simplona irreverencia del “yo sé jugar y tú no”
faltaban a esa fe.
Lo
cierto es que el paso durante la temporada del Atlético fue tranquilo, salvo
algunos inconvenientes, la calificación a la fase final nunca estuvo
comprometida. Se notaba, en todo caso, la diferencia entre un equipo que entrena
y otros que no lo hacen.
Cuando
hubo momento de enfrentar al líder de la competencia, perdimos ese partido por
uno a cero, pero aquello fue un dejo de tranquilidad, a todas nos quedó la
impresión de que aquella escuadra no era invencible ni era más maravillosa que
la nuestra.
Durante
los cuartos de final se consiguió el pase con holgura. En la semifinal fue que
el asunto se hizo complicado y se ganó apenas por un gol de Ruth en los minutos
finales del encuentro. Al término de ese partido de angustia, el equipo entró
en discusión. Aquello era estupendo, las que jugaban menos tiempo exigían
participar más, lindo problema para cualquier entrenador, el tener gente que se
muera por jugar en lugar de tropa que se esconda en la banca para no tomar
grandes responsabilidades. La que había pedido más minutos con más fuerza había
sido Caro, una joven alta y espigada, de rostro fino y ojos despiertos, y que
era de las que tenían poca experiencia.
Para mí
era bueno tener a Caro entre mis defensas porque cuando a las contrarias se les
acababan los argumentos para atacarnos comenzaban a meter balonazos a nuestra
área por arriba y ahí siempre estaba Caro, que iba muy bien por lo alto para
despejar todo en el juego aéreo; de hecho, en los cuartos de final, así había
terminado el partido, con despeje de ella producto de uno de esos globos
lanzados por el enemigo.
La
discusión solo hizo más fuerte el vínculo entre esas mujeres y llegó el día de
la final por el ascenso. Esta es la crónica de ese ascenso, de ese “nunca dejes
de creer”, de ese Atlético que luchó por ser de primera.
Ruth y
yo llegamos a la cancha bastante tarde y en taxi, como si el propio nervio del
partido que se nos venía no fuese suficiente y hubiera que agregarle la
ansiedad de nuestro coche atrapado entre el tráfico de la gran ciudad.
Cuando
llegamos, lo primero que se notaba era que el graderío estaba lleno, había
familias por todos lados, algunos ya tenían la cerveza preparada y otros,
cínicos, ya se la habían comenzado a beber desde mucho antes.
Normalmente
nos cambiábamos en alguno de los niveles de una de esas tribunas, la que daba a
los carriles centrales del eje vial, pero en esa ocasión era imposible
encontrar lugar en esa zona. Al llegar tarde, ya todas las demás compañeras y
rivales estaban listas y preparadas, muchas de ellas habían traído a los
padres, a la pareja, a los hijos o a los amigos, aquel ambiente era el de una
fiesta, no cabía ni un alma.
Adán no
parecía tener ningún sobresalto, todo parecía resuelto y cuando me vio su
semblante me pareció de absoluta tranquilidad. Esa paz no parecía tener nada
que ver con nuestra llegada, era como los árabes que creen en la expresión maktub:
está escrito, una certeza, una visión que daba seguridad ante lo que pudiera
pasar. Adán me preguntó si yo estaba lista y asentí, salvo el asunto de ponerme
los zapatos y los guantes, yo me sentía completamente preparada.
Al no
haber sitio para sentarme a ponerme los zapatos, tuve que hacerlo de pie a las
puertas de la cancha donde estaban ya formadas las jugadoras de ambos cuadros y
una mujer de la liga les tomaba los nombres y checaba que todas tuviesen
registro, las cachirules estaban prohibidas.
Mis
compañeras se notaban exacerbadas enfundadas en aquella remera en rayas rojas y
blancas que es la típica indumentaria del cuadro colchonero. Las expresiones
eran de ansia, alguna se frotaba los dedos de las manos para espantar un frío
que llegaba desde adentro. Nirvana, una de nuestras jugadoras de medio campo de
esas que nunca claudicaban en el esfuerzo, llevaba puesto un gorro de esos para
los días de invierno que asemejaba más a la capucha de un duende mágico… y
magia era lo que necesitábamos esa noche, no se quitó el gorro hasta que tuvo
que entrar ya a jugar. Otras preferían no mirar a ninguna parte, ni a las
rivales, ni a las compañeras, ni a la grada, ni a la cancha, pero mucho menos
al piso pues no era tiempo de agachar la cabeza.
Di mi
nombre e ingresé al campo todavía atándome los cordones de los zapatos. A mí no
me espantaban el murmullo de aquel campo lleno de gente y de su ambiente de
final; estaba sosegada sin más allá de ese nervio rutinario antes de cada
juego, ese nervio que, me había prometido, si un día dejaba de sentirlo era
momento de dejar de jugar.
Adán
nos juntó a todas cerca de la que sería nuestra banca y no dijo ninguna arenga,
había que liberar aquello de las manos de la
tensión y por eso soltó la única petición: “ya están aquí, disfruten”.
Todo el parado táctico se había dispuesto antes de ese momento, algunas habían
asistido el día anterior a ver un vídeo del equipo contrario que Alex, uno de
los del cuerpo técnico ya mencionado, había grabado la fecha en que las rivales
habían jugado la semifinal. El antagonista estaba estudiado. Además, decir
alguna cosa más cuando se tenía la estructura del tiempo, el trabajo y la
constancia de toda una temporada en aquellos segundos previos al inicio hubiese
sido redundante.
Se
anunció el cuadro que empezaría justo antes de que el cuerpo arbitral llamara a
juego.
Enfrente,
las rivales, superlíderes del torneo y quienes nos habían ganado por uno a cero
en la liga, si tuvieron algo más parecido a un ritual de iniciación de partido;
su uniforme en color oscuro, su postura seria y sin muchas expresiones me
hacían pensar que también para ellas eso de las finales no era algo nuevo. Para
Ruth tampoco, ella estaba como pez en el agua, sonreía, daba las últimas
indicaciones y animaba a las otras colchoneras que, para ellas si era, a lo
mucho, su segunda final; y para como había acabado la primera, no era para más
que estuvieran asaltadas por la crispación de los nervios.
Saludé
a los palos de mi portería, remendé la red en los puntos en donde no estaba
bien atada al aparejo de la portería, también dije hola a la noche clara y fría
de noviembre y a las torres del alumbrado de la cancha que nos permitían no
estar en tinieblas para esa hora. A lo lejos se escuchaba el rumor de los
motores que circulaban por el eje vial. El público estaba a la expectación.
Observé a mis dos centrales acomodadas en sus puestos, hacían los últimos
movimientos de calentamiento. ¡Diablos!, al llegar tarde tampoco me había dado
tiempo de calentar, así que mientras el árbitro central y las capitanas de
ambos equipos escogían balones, improvisé un movimiento de brazos y piernas que
me permitiera escribir esta crónica señalando que al menos calenté los músculos
un poco.
Y el
árbitro pitó el comienzo. Aquel inicio fue tiesto en ambas escuadras. Las
imprecisiones y equivocaciones menores fueron protagonistas hasta que cada uno
de los dos equipos se acomodó en la cancha y comenzó a realizar lo planeado.
Nosotras tuvimos las primeras oportunidades de marcar pero nuestros tiros
salieron desviados. En los pocos disparos de nuestra parte que fueron a
portería se demostró que la guardameta del otro equipo era muy capaz.
En mi
área la cosa era tranquila, era evidente que la táctica de aquellas rivales era
comernos en los espacios largos, pero su primera oportunidad clara de gol llegó
de forma distinta, con un saque banda por la izquierda del marco que yo
defendía. Se notó que aquello les era rutina, el saque se realizó hacía nuestra
área congestionada de delanteras y defensas, una de ellas “peinó” la pelota más
adentro de la zona de peligro donde la delantera número nueve se anticipó a
Lulú, mi central izquierda, y picó un remate de cabeza sorpresivo y bastante
bueno que alcancé a sacar con mi mano izquierda, pero no del todo… la pelota
pegó en el poste izquierdo y luego en el talón de Lulú que seguía
desconcertada. Intenté desesperadamente coger la pelota pero no la alcancé, y
por fortuna tampoco la alcanzó la otra de las delanteras de ellas que
merodeaban el área. La redonda se paseó, literalmente, por la línea de gol de
mi marco antes de saludar a mi poste derecho y encontrar el despeje rotundo de
una de nosotras, creo que fue Karlita, hacía el tiro de esquina. Me reí de
aquel milagro, estábamos vivas.
Pero el
alivio no duró, fue como he dicho, en el aprovechamiento de los espacios largos,
que ellas encontraron su gol. Una pelota que no supimos despejar. La nueve de
ellas encontró un callejón para colarse rumbo a nuestra portería desde el medio
campo y, cuando la última de mis defensas salió al paso, la delantera tocó un
pase preciso a su derecha donde otra de sus compañeras entró como el rayo.
La
nueva dueña de la pelota se plantó delante de mí, completamente sola, con todo
el tiempo del mundo, ya nadie la alcanzaría, y definió como marcan los cánones:
fuerte, raso y colocado. La puso sobre el poste que yo tenía que cubrir, había
sido un error de principiante y era el uno a cero del partido.
Dolió
sacar la pelota de entre la red, pero se me escapó un grito de “¡Vamos!”
mientras lo hacía, más que para mis compañeras, ese grito era para mí.
De
haber seguido en esa situación al terminar el primer tiempo aquello se habría
complicado demasiado. Mis defensas, Lulú, Yaz, Debi y Brenda ya no dejaron
pasar nada más, ¿quién necesitaba a Godín si estaban estas mujeres? Algunas de
ellas ya hasta se atrevían a pisar la pelota con elegancia, arriesgaban de más
nuestra seguridad, pero qué importaba lo seguro si lo que se celebraba era esa
libertad para jugar, como eso ninguna ausencia de riesgo era más valiosa.
Karlita
como siempre, bajaba y subía, era el motor de ese equipo, a lo Simeone o Raúl
García en sus mejores tiempos pero sin las faltas de estos. Ruth en cambio
trataba de ponerle toque a ese remolino de estrés, a lo Caminero, colocaba las
pausas y los silencios donde la sinfonía lo necesitaba, trataba de arrancarle
las faltas a las rivales y así tener un tiro libre a favor y la posibilidad de
emular a Milinko Pantić.
Adelante,
nuestras dos delanteras, Vanesa y Fernanda, estaban muy lejos de ser algo como
Diego Costa o Griezmann, de hecho, estaban muy lejos de ser lo regular que
ellas habían sido durante la temporada. Permanecían muy cargadas a la banda, no
pedían la pelota, ahí había un cuadro típico de temor a fallar. Recepcionaban y
la pelota nos les quedaba a modo, siempre larga; iban por lo alto (las dos
tenían buena estatura para ir por arriba) y sus remates se perdían, intentaban
el regate pero lo anunciaban tanto que le daban a las defensas contrarias media
vida para reaccionar. Aquella dupla necesitaba que el primer tiempo terminara.
Fue
Ruth la que, luego de armar una pared y terminar con disparo contundente,
empató el juego a uno. A todo el pueblo del Atlético le regresó el alma al
cuerpo en ese momento.
El
árbitro mandó a todo el mundo al descanso y cada equipo se dirigió hasta su
banca donde ya esperaban las indicaciones, los consejos y los reproches. Yo
sentía que, a pesar de la gran carga emocional que nos jugaba en contra,
estábamos bien, desde la defensa habíamos tratado de salir jugando y con
personalidad lo habíamos logrado. Cuando el rival nos tapaba las salidas en
corto yo buscaba en el despeje a Ruth, pues como se me había educado desde muy
pequeña: la pelota debía ir siempre al diez (“la” diez en este caso).
Se les
hizo la indicación a las delanteras de que tuvieran confianza y eso fue un
conjuro pues lo que ocurrió fue…
¡Gol!
Apenas el árbitro había reanudado el juego, no pasó ni un minuto de la segunda
parte y Vane, con un tiro de fuera del área raso y pegado al palo izquierdo de
la portera, había marcado el gol que ahora nos ponía en ventaja. Vane había
sido, luego de Ruth, nuestra manera más simple de encontrar el gol durante todo
el campeonato, era una delantera que buscaba combinarse con sus compañeras,
pero que si se encontraba solitaria no temía aventurarse en eso de regatear
hasta a dos defensas si era necesario, poseía un buen tiro de media distancia y
así había encontrado el gol esa noche de superación de límites propios.
El
pueblo colchonero estalló en júbilo, mis compañeras se abrazaron de alegría,
pero entonces comenzó el asedio de nuestra portería por parte de un rival que
ahora debía matar o morir, ya no podían echarse a esperar y aprovechar el
espacio en largo. O planteaban algo importante o se morían de nada, y vaya que
nos la pusieron complicada.
La
gente dice que tuve al menos dos buenos lances, lo cierto es que a mí me
parecieron rutinarios, no me quedé con la sensación de que mi marco hubiese
estado realmente en serio peligro y el partido se iba metiendo en el embudo de
los minutos finales.
Nosotras
no podíamos encontrar el gol que nos ampliara la ventaja. Aquello iba a ser de
serie de penales por empate agónico o de triunfo nuestro por ajustado marcador.
Conforme
el tiempo se escapaba, el temor crecía cada vez más. Fue entonces que ocurrió
la jugada que realmente me heló la sangre cual magia negra de invierno.
Ellas
tenían una gran jugadora que portaba la número diez. Básicamente, durante casi
todo el juego, mis mediocampistas y defensas la habían secado, pero era de esas
de personalidad felina que esperan a su presa antes de gastar energía
inútilmente en persecución desesperada.
Así
ocurrió, en uno de esos rebotes de medio campo, a ella le cayó la pelota con
una inusitada ventaja, se llevó en regate, que pareció lo más fácil de este mundo,
a mi última defensa, no perdió el equilibrio al hacer el paso final y quedó
mano a mano conmigo.
Una
gota de sudor frío me escurrió por la mejilla cuando salí al borde de mi área
en aquel intento de achique último. Los pasos hacia la frontera entre mi territorio
de portera y el campo ignoto los realicé de manera algo torpe y apurada, no
había tiempo que perder ni espacio para regalar.
Ella
alzó la vista, las buenas jugadoras siempre lo hacen antes de definir. Se
miraba tan tranquila…
Era ya
muy tarde para intentar la finta a lo Jorge Campos y por supuesto, no me iba a
despatarrar al estilo Peter Shilton. No, a esa delantera le iba a costar
trabajo. Hice lo que mis padres futbolísticos me habían enseñado se hace en
esos casos frente al pelotón de fusilamiento: el Cristo. Planté la rodilla
izquierda sobre el suelo y doblé un poco mi pierna de ese lado hacía afuera
para cubrir la mayor cantidad de espacio posible. La rodilla derecha no tocó el
suelo, era el punto de resorte por si el intento no era por los costados sino
por encima de aquella cruz imaginaria. Mis brazos los coloqué un poco más cerca
de mi torso a diferencia de como los tiene el salvador cristiano en todos los
cristos de madera del mundo. Mis manos no tenían clavos pero puse las palmas
bien abiertas como si cada centímetro de la extensión de cada uno de mis dedos
fuera necesario en ese escorzo antes del desenlace.
La
número diez de ellas pateó con la parte interna de su pie derecho y la pelota
me pasó por un costado, apenas un poco por encima del talón de mi pie
izquierdo.
Mi vida
futbolística la miré pasar… los campos de tierra de Cuemanco, la plancha de
pavimento de los partidos en la calle, el lindo césped del Centro de
Capacitación y su escuelita de fútbol, me pareció sentir en mi lengua el rancio
resabio del caucho de las nuevas canchas sintéticas que se te mete en los
zapatos de forma molesta; por mi cabeza pasaron cada partido de aquel
campeonato y de todos los campeonatos anteriores, cada buena atajada celebrada
y cada gol en contra lamentado, observé también el rostro de aquellas
compañeras colchoneras que siempre me habían hecho sentir que yo era un regalo
del cielo para ese equipo en un mundo donde las porteras somos un bien escaso.
Y vi a
Jimmy Floyd Hasselbaink, aquel delantero holandés de color que fue Pichichi,
fallar aquel penalti que en el año 2000 significó el descenso del Atlético de
Madrid a la segunda división del fútbol español, su rictus de dolor, un gesto
que pensé yo iba a repetir…
No
quise mirar de inmediato, pero el “¡uhhh!” del público me lo anunció: la número
diez de ellas había mandado la pelota a un lado, se había fallado el gol del
partido, el gol del título, el gol del ascenso.
Puse la
mano izquierda sobre el piso y ya más tranquila me volví a mirar dónde había quedado
la pelota. Los latidos de mi corazón bajaron al punto normal. El árbitro
señalaba el saque de meta y no sabía que en realidad me señalaba a mí, de
manera personal, que: usted sigue viva y en juego.
Los
minutos posteriores fueron un trámite. Esa falla sepultó no solo a aquella
buena jugadora sino a todas sus compañeras. Nosotras seguimos en nuestra alerta
hasta que el árbitro dijo que era todo con un tremendo silbatazo.
La
bulla del campeón se hizo. Todas mis compañeras corrieron a abrazarse nuevamente.
Yo mantuve la serenidad y solo se me ocurrió caminar hasta mi colega que vivía
el infortunio, como lo hizo Kahn con Cañizares en aquella final de Champions
hace casi veinte años, ya habría tiempo para celebrar, primero había que ser
solidarias con la compañera de soledad. La otra guardameta me ofreció un tímido
“felicidades” y nos dimos la mano y un abrazo.
El
Atlético festejó, se tomaron las fotos y se elevaron al cielo los hurra
respectivos. Se obtuvo el trofeo y se recibieron todos los halagos y
felicitaciones. Es muy probable que el torneo siguiente, ya en la primera
división, nuestra realidad sea muy distinta. Estaremos peleando por no
descender, por mantener la categoría, por dar buenos partidos para no recibir
sendas goleadas; pero al final del día, este proyecto, pase lo que pase, es un
hermoso intento de hacer las cosas en el fútbol. Estoy enamorada de este
Atlético que le da cabida a muchas que en otros equipos no tendrían lugar salvo
para estar en la banca y cooperar con el pago del arbitraje, que las convierte
en protagonistas de su propia historia, de este “nunca dejes de creer” del
joven Adán y sus once demonios mujeres. Estaba… estaba escrito.
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