El
juego es medicina para el alma. A la gente que ha perdido las ganas de vivir
deberían de prescribirles jugar cualquier cosa, pero si es fútbol mejor. No
solo por su simpleza, casi tan primitiva que por ese solo hecho parecería un
remedio natural, sino porque, cuando es bien jugado, el fútbol alegra la vida.
Hay
equipos que juegan maravillosamente, algunos alcanzan ese nivel de elevación,
casi espiritual, porque lo practican, trabajan y entrenan. Lo anterior es un
buen método, pero también se puede lograr la armonía al juntar talento, como
cuando juntas buenos músicos para que toquen juntos, y esto último es lo que
eran las Buitras Negras, un pequeño montón de buenas jugadoras que se reunían
cada sábado en la liga de fútbol siete de la alcaldía de la Benito Juárez.
La
cancha de la alcaldía era una como tantas de la nueva epidemia del fútbol de
dinero como último fin, que se instalaron durante la década que corre mientras
se escribe este libro. Nada extraordinaria por sí misma; enclavada sí en un
lugar que tenía ya varios años de ser un centro del deporte de esa zona de la
ciudad: el deportivo de la Benito Juárez, con sus múltiples canchas de
básquetbol, voleibol y su alberca techada. Antes de su construcción, el sitio
de la cancha ya era sede de ceremonias futboleras al estilo callejero: al ser
una topografía plana recubierta de cemento, el lugar era perfecto para armar
las populares retas futboleras de la juventud de aquellos ayeres. Quizás por
ello, el destino quiso que ese espacio, que bien podía haber servido para
cualquier otra cosa, fuese una cancha de esas de pasto sintético.
Como
toda liga, la de esa cancha comenzó siendo solo para hombres (mercado seguro al
cual apostar) y solo se pensó en las mujeres hasta que estas lo pidieron. Una
en especial, María José, conocida más por MaJo y capitana ya desde entonces de
las Buitras Negras, se detuvo un día a contemplar la cancha y se dio valor para
entrar a la pequeña oficina improvisada con muros y techo de lámina, para
preguntar si no había una liga femenil. La administradora de la liga le
contestó que no (no podía ser de otro modo), pero le pidió que dejara sus datos
por si alguna vez la divina providencia se apiadaba de las mujeres futbolistas
de la zona y, por puritito milagro, se juntaban cuatro equipos más, además de
las Buitras Negras, para conformar una liga femenil. El milagro, como todos los
buenos milagros, tardó en cuajar casi un año, y el anuncio se dio: las chicas
tendrían liga.
Las
Buitras Negras eran buitras por alma mater. Eran egresadas de la Facultad de
Medicina de la Universidad Nacional que en su emblema detenta un cóndor que es
el rey de los buitres (y tal vez de todas las aves), razón por la cual, los
equipos deportivos representativos de esa facultad llevan el nombre del
carroñero. Fue en ese lapso donde muchas de las jugadoras del equipo pulieron
sus habilidades futbolísticas además de las del bisturí.
Las Buitras
eran negras, ya no por el color de las plumas de las aves, sino por una fusión
extraña con piratas del juego cuya única paga era la vida libre: las bucaneras
del Perla Negra, equipo fundado por egresadas del colegio salesiano Don Bosco.
¿Cómo
es que esas médicos y esas piratas terminaron navegando juntas? Resultó que los
equipos representativos de ambas instituciones habían tenido en algún momento
al mismo entrenador, el maestro Rafa. Y por ese nexo fue que todas ellas se
conocieron en algún momento. La vida quiso que las que jugaban bien se
juntaran, así funciona el universo.
Sin
embargo, aquella mezcla no era armoniosa solamente por la capacidad individual
de cada una de las integrantes del equipo; MaJo lo explicaba de manera clara: aquello funcionaba porque además eran
amigas. Y claro, se nota cuando los que juegan son amigos y no solamente
compañeros en la cancha (preguntarle a Luis Suárez y a Messi), es una energía
que suele traducirse sobre la cancha. Así, aquella hermandad no solo se reunía semana
a semana para el partido respectivo, se juntaban para muchas otras cosas:
desayunos, cenas, fiestas, posadas, borracheras, aquelarres u orgías.
Al
momento en que me ofrecieron navegar en esa nave pirata tripulada por doctoras,
ya casi todas las marineras del Perla Negra, que poseían un juego exquisito, se
habían bajado del barco (quizás en alguna playa paradisiaca de sexo y amor), la
única que quedaba era Ruth, de quién ya se ha escrito en este libro.
El
equipo para entonces ya había sido dos veces campeón de la liga de la alcaldía
Benito Juárez, pero la última final la habían perdido debido a que su
guardameta de entonces también había abandonado la nave. Así pues, la
expectación era que el equipo saliera nuevamente campeón y recuperara el brillo
de otros viajes.
El
derrotero por la liga fue de un mar en calma con pocas borrascas. Desde el
primer juego me fue evidente de que no había nada que enseñarles a esas mujeres
acerca del juego o de la vida, aquellas doctoras, y la pirata que quedaba,
sabían navegar en aguas tormentosas. Yo solo llegué a cumplir la tarea que se
me había encomendado y gustaba del viaje.
Más o
menos, la tripulación de las Buitras Negras era esta:
MaJo
jugaba la defensa y como toda capitana de barco se la pasaba dictando
disposiciones y asignando tareas, aún durante los juegos ella organizaba las
cosas y mantenía la atención de todas en el objetivo del campeonato. Varias
veces me dijo, más con sus expresivos ojos que con sus palabras, lo importante
que era ganar el torneo, poner las cuentas claras con equipos como el Shakhtar,
el Botafogo y las Acalizas; era imposible negarle alguna cosa a aquella
capitana, y yo, que soy de una mente muy influenciable, hice mía esa necesidad
de conseguir el triunfo.
MaJo,
también daba el grito de ánimo para no dejar caer al equipo cuando el mar se
ponía picado; además, mantenía las cábalas vivas, porque de nada sirve jugar
bien si todo el tiempo se tiene mala suerte.
Para
apuntalar la defensa, las Buitras se habían hecho de los servicios de la más selecta
de las defensoras de los siete mares, Sussy. Esa chica de piel morena y cabello
corto era una auténtica joya: siempre bien ubicada, técnica pulcra, pases
justos, buen juego aéreo, temple de hielo y si le daba la gana podía salir de
su zona a regatear rivales. Cuando no tenía la pelota y el mar estaba en calma,
su postura con la espalda bien recta y la mirada atenta, te daban una confianza
infinita de que por su zona ninguna delantera contraría podría pasar nunca.
Como cancerbera, para mí, era una enorme tranquilidad tener a Sussy en el
campo, una autentica bendición.
Aline
era la otra central, había estado fuera casi toda la temporada por una fractura
en su brazo. Ella representaba la bravura en ese conjunto que a veces se pasaba
de preciosista, no tenía absolutamente nada de piedad para con las delanteras
rivales a las que solía traer a pan y agua. Si había que dar un pase preciso lo
hacía, pero casi siempre optaba por no correr riesgos y despejar la pelota
lejos de nuestro campo. Su labor la tenía muy clara: las rivales no pasarán.
Ocasionalmente,
Jimena ocupaba un lugar en la defensa. Ella era otra de esas jugadoras muy
correctas y seguras en casi cualquier tarea dentro del campo de juego, era un
eslabón siempre confiable en el juego de pases y pases que las Buitras solían
desarrollar. La forma en como colocaba el cuerpo y golpeaba la pelota
demostraban los años y años de práctica del fútbol a lado de gente que
evidentemente sabía jugarlo; decía haber aprendido aquello en la calle y se
notaba ese sabor a asfalto y concreto en su desempeño. Siendo mediocampista,
casi siempre por alguna de las bandas, explotaba su gran golpeo de pelota para
anotar goles hermosos de media distancia.
La
media cancha era lo mejor de esta marinería, para empezar ahí estaba Ruth, su
buen golpeo con ambas piernas, su carácter de filibustera y su técnica acabada;
además, nadie sabía leer un partido como ella lo hacía y, por si faltara algo,
si la cosa se ponía seria y peliaguda, tanto que las cábalas no bastaban, Ruth
anotaba y asunto resuelto. Desde la toldilla de esa nave, Ruth bebía ron al
tiempo que tomaba el timón guiando el barco de las Buitras Negras hacia nuevos
rumbos cada partido.
Su
compañera en ese mediocampo era otra pieza fina del buen juego llamada Adriana,
curtida en las artes marciales la chica tenía un ida y vuelta constante, un
gran regate, mucha potencia y un carácter de carbón encendido en anafre
perfecto para asar carne (o nopalitos para los vegetarianos); es decir, lo
suficientemente caliente para ponerle intensidad a su juego, pero controlado
para no perder la cabeza en faltas, reclamaciones o altercados que la pudieran
llevar a la lamentable vergüenza de la tarjeta roja como, contaba ella misma,
solía ocurrirle en sus primeros partidos.
Mención
especial merece la “Señora”, que era otra de las jugadoras fundadoras de la
escuadra, pero por una lesión se había tenido que alejar de las canchas, aun
así acompañó al equipo en varios juegos desde afuera o desde la banca. Las Buitras
siempre me decían que la Señora tenía magia en los pies y que su lesión había
sido una tragedia para el equipo, por ello la mantenían dentro de la
tripulación como elemento místico.
La
media la completaba la Potra, refuerzo que también había llegado en la misma
temporada que yo. Ella era más aquietada y elegante para jugar, de esas que
driblan en una baldosa a baja velocidad y que no tienen duda de hacer goles si
hay que hacerlos.
La
delantera de las Buitras, por su parte, era un coctel de variedades, si esas
ofensivas salían en su día podían empacharse de tantos y tantos goles que
hacían, pero si no les daba la gana una podía verles fallas realmente
descomunales.
Keren
era la que mayor registro goleador tenía en esa escuadra. Una de esas
delanteras que saben dónde estar para anotar, rápida y certera en su
definición. Su cuerpo era ligero y su cabello abundante y rebelde, tanto que a
veces, durante los juegos, sostenía batallas más acaloradas para atar su
cabello que con las defensas rivales; era muy hábil para sacar las faltas a las
contrarias y obtener así buenas oportunidades en tiros de castigo que podían
hacer válidos Ruth o Adriana.
Carla
(así, con “C”), era la que comúnmente hacía de poste y rematadora, siempre con
una sonrisa en el rostro, no importaba la situación, Carla parecía siempre
estar de buen humor. También llevaba el cabello corto aunque eso sí, con
estilo; iba bien por arriba y se las arreglaba para lograr a veces remates
imposibles.
La
terna goleadora la completaba Miriam Pulido, una de esas almas raras en el
fútbol femenil que ante la necesidad y la belleza de una jugada prefieren lo
segundo, quizás para mostrarnos a todas lo horrendas que suelen ser las jugadas
necesarias; vamos que hasta escorpiones intentaba. También era de complexión
delgada y no parecía tener mucha potencia ni fuerza, pero para suplir eso
estaban su imaginación, su inteligencia y sus jugadas de fantasía.
Ser
arquera de las Buitras a veces era realmente aburrido, había sábados en que mi
única función era la de recogepelotas. Pero eso tiene su chiste dentro, porque
la confianza y la derrota son hermanas y una debía estar atenta a cualquier
ataque que pudieran lograr armar las diferentes rivales. Siempre lista, al
final, el objetivo estaba claro y si por mi culpa ese barco encallaba no me lo
hubiera podido perdonar jamás.
Ese fue
el equipo que en todo el campeonato perdió solo dos partidos. El primero porque
yo no estaba aún y tuvieron que improvisar bajo los tres palos (sin albur), y
el segundo porque aunque muy buenas, este equipo también pecaba de no siempre
ser constante en todas sus responsabilidades futbolísticas; así, una vez se les
ocurrió faltar a medio equipo un sábado y jugando con dos jugadoras menos se
había cuajado la más terrible de las derrotas: un seis a cero, conmigo en el
arco y para que vean que una portera medianamente buena no hace equipo
completo. Las perpetradoras de aquella humillación a las Buitras había venido
de parte de las Panteras de Laura Callejas, Jessy Suárez y Natalia Kinsky, un
equipo que iba a ser protagonista en la fase final de la liga. Aquello fue una
llamada de atención muy a tiempo como dirían los comentaristas de la televisión
deportiva.
Debido
a esos dos resultados negativos el equipo no pudo detentar la primera posición
del campeonato. Aunque empatamos en puntos con el Acaliza, nuestra diferencia
de goles no era tan buena como la de ellas y por eso terminamos detrás.
Además,
las Acaliza se llevaron el campeón goleador, el mejor ataque y la mejor
defensa. En la última jornada nos enfrentamos para decidir el liderato de la
competencia y teníamos que golearlas para aspirar a ser primeras. Les ganamos
pero solo por cuatro a dos. A pesar del desaguisado que significó ser segundas
en casi todos los rubros, a mí me quedó claro que, aunque eran buenas
jugadoras, ordenadas, capaces y que podían tácticamente cambiar de acuerdo al
rival, no nos iban a poder ganar si es que nos tocaba enfrentarnos con ellas en
las fases finales. Simplemente me parecía que la ecuación era clara: orden
contra orden gana el que tenga más talento.
Las
Buitras casi nunca se ocupaban de la táctica. Ponían un parado inicial, pero
jugaban guiadas por instinto. Sin embargo, sabían averiguar cuál era su mejor
posición dentro del campo. Si algo hacía corto circuito, alguna lo notaba y
daba un grito, una indicación o lo expresaba al medio tiempo y santo remedio.
Las Buitras jugaban por naturaleza y en esa naturaleza había un orden implícito
que no requería de algún director técnico para implementarlo; siguiendo con el
ejemplo de los músicos, cuando las Buitras se juntaban ellas hacían música para
bailar.
Por
esas cosas chocarreras de las ligas de futbol, a la fase final entrarían
dieciséis equipos de veinte (háganme ustedes el reverendo favor), un solo
partido a eliminación directa. En resumen, parecía que el torneo regular y la
fase final eran dos torneos diferentes, que las diecinueve semanas anteriores
solo habían servido para acomodar a los equipos del uno al dieciséis; es decir,
un desperdicio de tiempo que premiaba a los equipos más malos.
En fin,
tuvimos que atenernos y el primer escaño fue justamente el equipo que había
terminado en la posición número quince, para completar el cuadro negativo,
ellas solo eran cinco chicas esa mañana y las apabullamos con un 14-0. Solo
hicimos lo que marcaban los cánones: el respeto al rival se muestra dando lo
mejor de una, nada de lujos, tonterías o piedad. Una que ha estado del otro
lado, en medio del dolor de ser goleada, sabe que eso es justamente lo que se
aprecia del rival, que quiera hacerte más goles.
A la
siguiente semana el rival en turno era uno entusiasta y más sólido, realmente
dieron un buen partido. Esa vez ganamos por seis a dos.
Para
las semifinales quedaban las Acalizas, el Botafogo (aquellas que nos habían
ganado el primer partido de la temporada), y las Panteras de Laura Callejas que
habían eliminado a Shakhtar, gran favorito de esa llave, además de nosotras.
Las Acalizas derrotaron con mucho trabajo y discutidas decisiones arbitrales a
las Panteras, en tanto que nosotras logramos cobrar revancha con un cinco a
cero que dejó las cosas claras contra el buen juego del Botafogo.
Como ya
he dicho, las ligas son necias en eso de perpetuar los partidos por el tercer
puesto y el Botafogo logró ganar la de bronce a costa de las Panteras.
Terminado ese duelo, llegó la hora de la final, la de las Acalizas contra las
Buitras.
A las
once horas con treinta minutos, en una mañana de sábado con cierta bruma
decembrina, los dos equipos ya estaban en el campo colonizando cada una su
mitad de la cancha.
En las
tribunas que rodeaban al complejo, los respectivos familiares, amigos y
curiosos comenzaban a acomodarse para observar aquello. A pesar del día soleado
el ambiente era gélido para el sensible criterio de los habitantes de la cuenca
de México. Las hojas de los encinos que rodeaban la cancha ni se movían, no
había viento. Esos encinos tiraban sobre una mitad del campo una sombra debajo
de la cual el frío se sentía con más intensidad. También, bajo el resguardo de
la negrura de esos árboles, estaban colocadas una hilera de bancas de metal
para los espectadores. En la cabecera norte había dos pequeñas gradas techadas
de lona, sobre el sobrante de esa lona que colgaba hacía afuera se leían las
palabras “local” en una y “visitante” en la otra. El conjunto de aquella mañana
era triunfal hasta en los ojos de los curiosos que no entendían la razón de
tanta gente reunida alrededor de la canchita de fútbol.
La
terna arbitral, que vestían esa mañana de azul celeste, iba con calma. Por el
contrario, en las jugadoras podía leerse la tensión del momento.
La
gente de la liga solicitó a los dos equipos improvisar un protocolo de inicio
de partido en el cuál las jugadoras entrarían formadas y saludarían a la
afición desde el centro del campo. Luego un apretón de manos a los árbitros y
finalmente a cada una de las rivales. El acto no tomó más de cinco minutos y,
aunque quizás desde afuera se vio bonito, solo acumuló más tensión en las
jugadoras.
Las
Acaliza llevaban una camiseta a rayas verticales rojas y blancas con
pantaloncillos en negro y calcetas del mismo tono.
Nosotras
vestíamos alguna camiseta versión tercera del uniforme del Real Madrid en color
morado.
Yo
llevaba, como guardameta, la misma camiseta que había portado en toda la
liguilla, la de local de River Plate, con el short en negro y las calcetas en
rojo. Durante la liguilla, a orden expresa de MaJo, las camisetas no las
habíamos podido meter a la lavadora ni lavar a mano para que no perdieran su
“poder ganador”, como si el sudor apestoso del sobaco de cada una sirviera para
tal propósito cósmico. Sin embargo, la veda de limpieza estaba levantada para
el día de la final, supongo que por cuestión de imagen: no sería agradable que
el día en que más fotos se tomaran todas llevásemos camisetas asquerosas y
hediondas.
Las Buitras se pararon como siempre, dos
defensas, dos medias y dos delanteras, porque los buenos equipos se pueden dar
el lujo de jugar con dos o tres delanteras si así lo prefieren. En cambio, las
Acalizas optaron por la inteligencia y se acomodaron sólidas abajo y con solo
una delantera, la cual, hay que decirlo, era una muy buena jugadora, campeona
goleadora, de composición ligera y rápida en movimientos.
En el
resto del deportivo se desarrollaban otras actividades, pero sin duda la mayor
parte de la gente rodeaba la cancha de futbol siete. Algunos sentados, otros de
pie, todos portaban algún suéter para protegerse del fresco. Solo se escuchaban
los murmullos de lo que comentaban entre ellos y alguna risa socarrona rompía
ese siseo. Las jugadoras que habían representado el partido por el tercer lugar
se habían quedado a ver el juego y esperaban su culminación para participar en
la ceremonia de premiación que estaba programada para el final de nuestro
juego.
El
partido comenzó pero las Buitras no asistieron a su compromiso por la gran
final, en su lugar había ahí una variedad considerable del miedo a perder.
Estaba prohibido arriesgar y ese no era el espíritu de aquel equipo. Eso le
convino a las Acalizas que en ese desorden encontraron la forma de anular a las
más talentosas de las Buitras y se las ingeniaron para ser peligrosas a base de
pelotazos y balonazos al área buscando un error nuestro en el juego aéreo.
Aun
así, la primera acción de peligro fue un espectacular disparo de Jimena que
tomó de volea cerca del medio campo… la pelota fue como un proyectil a gran
velocidad a estrellarse contra el larguero y pico, por muy poco, fuera de la
zona de gol. Aquel disparo a lo Oliver Atom no fue suficiente para incorporar
confianza y tranquilidad a las galenas que siguieron tiesas en el campo,
apostando por la fuerza antes que por el toque de la pelota. Además, los pocos
disparos a gol que luego de ese drama se intentaron fueron contenidos por la
portera de ellas que demostró ser de muy buena cepa.
Fueron
las propias Buitras las que les pusieron en bandeja de plata las oportunidades
más claras de anotar a las Acalizas, que tampoco estaban precisas y calmadas en
el campo. En realidad, completaban menos pases que nosotras, pero sin duda se abrigaban
más en ese vórtice de confusión que las Buitras.
Al
querer salir jugando con MaJo, ella intentó regresarme la pelota pero lo hizo
mal y se lo entregó a la rival, por fortuna salí a achicar a tiempo y la
delantera me estrelló el balón en las espinilleras, aquello había estado muy
cerca.
MaJo no
es de esas que sepan salir jugando así que asumí el error como mío. Luego
intenté salir jugando con Sussy pues ella nunca falla, era la seguridad andando
y resultó que ella también, ese día, falló. La pelota la dejó muy corta y la
delantera nuevamente me exigió, esta vez tuve que arrojarme en lance urgente
sobre la pelota para impedir el primer gol. Cuando Aline también hizo un error
similar era claro que ese no era nuestro día para salir jugando y entonces
Sussy dio la orden: ¡Rompe todo!
Y así
lo hice, cada despeje era un albur, una salida a la “viva México”, a ver quién
la agarraba en ese mar lleno de compañeras y contrarias. A veces Ruth lograba
prevalecer, pero le costaba un mundo controlar la pelota y darse vuelta entre
dos contrarias. A veces las contrarias le ganaban la pelota, pero como he
dicho, tampoco andaban finas y la perdían a las primeras de cambio.
Jimena
estaba perdida, Carla no agarraba ni una sola pelota, cada esfuerzo de Adriana
era infructuoso y, para colmo, nuestra banca estaba mermada.
Miriam
se había fracturado un hueso cuyo nombre jamás se me logró grabar en la
memoria, y eso hizo que se perdiera casi toda la temporada, no podía jugar la final
pero esa mañana se presentó junto a nosotras como apoyo moral y técnico, a
todas nos alegraba esa lealtad para con las Buitras. Miriam daba indicaciones
generales, pero se concentraba especialmente en Jimena, que era su pareja, y
era exigente con ella: “¡Jime, deja de estar hablando y juega!”, se le escuchó
gritar desde la banca, por dar un ejemplo.
Por
otro lado, la Potra, la flamante refuerzo de esa temporada, había sido
expulsada en la semifinal por doble tarjeta amarilla, una de esas tarjetas por
una falta que nunca cometió y otra por una incorrección; es decir, por
tonterías estaba esa mañana en la banca, con su uniforme puesto pero impedida
para jugar por la sanción disciplinaria.
Keren,
por su parte, llevaba arrastrando una lesión en la rodilla que le había
impedido seguir compitiendo por el título de goleo individual del campeonato;
para la final ella si podía jugar si era necesario, pero llevaba puesta sobre
su rodilla lastimada una rodillera tan grande que aquello parecía una prótesis
en lugar de otra cosa.
En
resumen, esa mañana nuestra banca no era la mejor y se sumó que Aline había
llegado tarde (sí, hay gente que llega tarde a una final, aunque ustedes no lo
crean).
En esa
banca nuestras fieles compañeras impedidas de participar en el campo, jugaban
su propio partido de nervios. Al límite del colapso nuestras habitantes del
banquillo espetaban gritos e indicaciones apresuradas y a una desde adentro
esas cosas le servían, a veces no logras entender lo que te gritan, pero
escuchar ese barullo te dice que hay alguien ahí que está contigo.
Y en
ese mar lleno de peligros encontramos la apertura del marcador. Dicen que hubo
una mano de una de nuestras jugadoras, no fue sancionada por el árbitro que
dejó correr la jugada, la pelota todavía la tenían las de Acaliza, pero Carla
fue a presionar al medio campo de ellas y consiguió robar la redonda, acto
seguido puso un pase para dejar sola a Adriana con la portería de frente.
Adriana miró, tiró y cobró, a otra cosa, el gol era nuestro. Aquello fue el uno
a cero y no faltaba mucho para que el primer tiempo terminara.
Las
Acalizas reclamaron furiosas la injusticia de la supuesta mano no marcada. El
árbitro, con justa razón, se refugió en su criterio, y yo desde el marco me
tranquilicé un poco, cualquier ventaja en esas circunstancias era bienvenida.
El resto de la primera parte siguió siendo
dominada por el esfuerzo, la garra y la reyerta. Mucho amontonamiento en la
media cancha cuando nosotras atacábamos. En cambio, cuando las Acalizas
requerían atacar, se saltaban esa zona de tráfico pesado con pelotazos directos
al área que Lorena, su delantera, trataba de bajar. Lo mejor que nos pudo pasar
fue el final del primer tiempo.
El
sudor ya escurría por los semblantes de mis compañeras que parecían haber
jugado por horas, años o hasta milenios. La piel untuosa reflejaba el
descontento de esa primera parte horrenda y casi falta por completo de buen
fútbol. Miriam lo hizo notar, MaJo señalaba una serie interminable de errores.
Un viejo de casta humilde que siempre veía los juegos de esa liga sabatina, nos
gritaba desde afuera que nuestra media cancha no existía; vaya descubrimiento,
no había que ser un experto para saber lo que ocurría, las Buitras, que tan
bien jugaban, habían sido asaltadas por el nerviosismo.
Cada
una opinaba acerca de lo que se estaba haciendo mal y Ruth apuntó hacía lo que
desde ese momento se podía mejorar.
Por
otro lado, aquel medio tiempo debió haber sido muy duro para las Acalizas,
saber que habían hecho bien su estrategia, pero que por una falla del árbitro
estaban, a pesar de todo, abajo en el marcador. Sin embargo, tenían el juego
todavía en las manos, el desenlace estaba del lado de que quien le “echara más
ganas” y tuviera un “poquito de suerte”.
El segundo tiempo comenzó y, aunque mejoramos
un poco, aquello siguió en horrendo tenor para nosotras. Logramos llevar la
pelota hasta más allá del medio campo, cerca del área de ellas y eso dejó un
poco de más espacio entre la última línea y nuestra portería. Era una falsa
sensación de tranquilidad. Las Acalizas no cesaron en eso del pelotazo, pero
entre más amplio fue el espacio para moverse aquello fue más difícil para su
delantera que no pudo acometer alguna jugada de peligro en varios minutos.
Hubo
solo un pequeño momento en el juego en que las Buitras regresaron de entre los
muertos, dejaron de carroñar y se pusieron a cazar a la presa. Salí jugando con
Sussy, tocamos la pelota lateralmente, luego arriba, al medio campo donde
tampoco la perdieron, pase y pase, pin, pin, y todo terminó en un buen disparo.
La siguiente jugada fue otra similar, con menos transición, la pelota le cayó a
Jimena que estaba recargada ligeramente sobre la banda izquierda de nosotras y
disparó un rayo raso y al poste de la portera que se le terminó yendo la pelota
por entre el brazo y el torso. Era el dos a cero y la sensación de hacer bien
las cosas me regresó al cuerpo. Ganar por uno a cero con ese gol surgido de una
jugada dudosa hubiese sido lo mismo que perder; por eso, ahora con el dos a
cero ya no había lugar para las suspicacias.
Acaliza
se abrió completamente al riesgo, no podían morirse de nada y empujaron con
ímpetu el juego hasta nuestro medio campo. Su gente las impulsaba en ese último
y desesperado esfuerzo. Tuvieron algunas jugadas claras que pasaron cerca, pero
que no terminaban en gol.
Pero
entonces, Adriana perdió la pelota un poco más adelante del medio campo en un
dos contra uno que le hicieron las rivales y Jimena salió a cortar la jugada,
pero lo hizo tan mal que con un simple toque hacía el centro del campo donde
estaba otra de sus compañeras, la jugadora de las Acaliza que había recuperado
previamente la pelota, la dejó pagando para siempre.
La
jugadora de Acaliza que recibió la pelota la regresó de primera intensión en
una hermosa pared que dejó sola a la que le había dado el pase; esta última se
plantó frente a mí, pero en vez de aceptar el desafío del uno contra uno, se
decantó por un pase hacia el costado donde me pareció que MaJo tenía todas las
de ganar pues iba marcando por dentro a la posible receptora.
MaJo
jura, al día de hoy, que esa jugadora a la que marcaba le hizo falta y que de
esa forma le ganó la pelota en el borde de nuestra área. Alcancé a detener con
el cuerpo su primer tentativa pero el rechace le quedó a la otra jugadora que
en un principio no había aceptado el reto de tener un mano a mano con la
portera pero que había acompañado la jugada, y en la segunda oportunidad que le
dio el destino a las Acalizas no fallaron y cambiaron nuestro error por su gol.
Aquello nuevamente apestaba.
Animadas
por el empate, por su público, por la adrenalina y por la situación de que solo
les hacía falta un miserable gol, las Acalizas se lanzaron con furia contra
nuestra portería.
Desde
la banca, nuestras compañeras nos pedían tranquilidad, y aquello era como pedir
agua en el medio del desierto, simplemente no había.
Luego
de dos lances para sacar dos remates de la delantera de ellas comencé
mentalmente a prepárame para la definición por penales, porque aquello parecía
solo cuestión de tiempo, ellas lo iban a empatar. La sangre se me comenzó a
helar, quedaban no más de cinco minutos para el final.
En el
graderío el apoyo de las Acalizas había crecido al punto de la locura,
celebraban hasta los tiros de esquina en su favor. Ellas comenzaban su camino
hacia la heroicidad y nosotras no articulábamos más de tres pases seguidos;
así, la orden fue nuevamente: ¡rompan todo!
En esa
tormenta, en ese mar picado, fue que apareció la última de las piratas, la
dueña del Perla Negra, nuestra Anne Bonny. Un saque de banda a nuestro favor.
Ellas que no pudieron despejar. La pelota, huérfana de dueña, se alargó unos
metros sobre el límite del área de ellas hasta que se acercó, mansa y rebotando
ligeramente, hasta donde Ruth estaba. Ella le dio un toque sutil pero la pelota
le botó un poco más alto de lo esperado, se elevó a una altura que no quedó de
otra… Ruth se inventó una media tijera, a lo Manuel Negrete, para no perder más
tiempo y aquel remate fue seco y directo contra la red. Había sido una hermosa
ejecución, una genialidad para tiempos de vacas flacas, había sido el tres a
uno que volvía marcar de forma justa las diferencias.
Aquel
fue un golpe tremendo del cual las Acaliza ya no se pudieron levantar. Incluso
su gente no supo cómo regresar el ánimo a sus jugadoras. No habría definición por penales.
Es más,
las Buitras tuvieron unos minutos para regresar al buen juego y en una
combinación de pases encontraron a Carla sola junto a la línea de gol para
simplemente cobrar. Ella, como si le molestaran los goles fáciles, echó la
pelota por encima del travesaño, cosa que de haberse intentado de esa forma
resultaba mucho más complicada que ponerla dentro de la portería. El grito de
toda la gente fue de lamentación seguido por las risas de incredulidad que son
obvias en estos casos que parecen imposibles. A Carla se le pusieron los
cachetes como para tostar chiles, pero la sonrisa que juega fútbol no perdió el
ánimo ni la vergüenza y pocos minutos después volvió a fallar otra acción
similar, así nomás, como quien no quiere la cosa.
Entre
el regreso de las Buitras, el carnaval de Carla y la desaparición de las
Acaliza del campo, el resto del tiempo se fue y el árbitro dio por terminado el
segundo tiempo, el partido y el campeonato. Las médicos pasaron de forma inmediata
al festejo, como si hubieran encontrado la cura para todas las enfermedades del
mundo o, más imposible aún, como si le hubieran encontrado la solución a todos
los problemas del sector público de salud.
Las
finales son extrañas, rara vez resultan en buenos partidos, pero es que hay que
ganar hasta los partidos más feos. Las Buitras se traicionaron un poco al
abandonar lo que habían sido durante todo el campeonato en esa final, y poco
faltó para que lo pagarán muy caro. De las victorias suele aprenderse poco,
pero este triunfo dejó en ellas la sensación de que había errores que no podían
volver a cometer. Para mí el asunto fue la comprobación de la ecuación: cuando
el desorden se enfrenta contra otro desorden (porque eso fue la final), gana
quien tiene más talento.
Esa
noche las Buitras celebraron, a su manera, ese campeonato. Estuvieron juntas,
como su capitana lo había explicado, un equipo que no solo está unido dentro
del campo sino en todo momento. Y en esa leperocracia sexodiversa y comunal
está garantizada la hermandad si es que alguna vez los trofeos dejan de llegar,
porque las Buitras son así, buenas para la salud. Aquí somos las Buitras Negras
y nos gusta el buen fútbol.
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