miércoles, 14 de noviembre de 2018

MARTES. La Unión Deportiva de Mujeres Santa Fe




El Santa Fe era el equipo al que le correspondían los días martes de nuestra existencia. Jugaba en una canchita de fútbol rápido localizada en el techo de un gimnasio de renombre en la ciudad, y había sido fundado por Chío, una de esas amazonas que ya acumulaban años de andar jugando, una de esas otras mujeres igual de enfermas por el fútbol que por alguna razón maravillosa no pueden dejar de jugar aunque las lesiones lo impidan (ella se recuperó de su rodilla y sus ligamentos rotos).
El gimnasio era un complejo de tres niveles que ofrecía a sus usuarios cientos de bandas caminadoras, canchas de pádel, vestidores y vapor, alberca olímpica y cafetería con productos light para hacer permanecer la sensación de que en todo momento, incluso comiendo un postre, se estaba cuidando la línea. El acceso era controlado rigurosamente y el último nivel de aquel edificio era el que había sido utilizado para ofrecer fútbol de azotea.

La cancha era más pequeña que lo permitido para una cancha de fútbol rápido, así que solo se jugaba cinco contra cinco. La alfombra y las tablas de madera que formaban un redondel en las esquinas hacían creíble que aquel diminuto espacio era en realidad una cancha. Una red evitaba que el balón saliera volando hacía la calle y la canchita de fútbol compartía la azotea con otra de básquet que también era enana en proporciones.
Este lugar era de los más humildes que se podían encontrar en su tipo en la ciudad. Había sitios más ostentosos y onerosos para jugar en azoteas, que ofrecían incluso un ambiente mucho más hipster y los partidos se grababan y se transmitían por internet (como si alguien viera nuestros juegos además de los usuarios mismos).
La canchita donde jugaba el Santa Fe no dejaba de tener ese sabor a fútbol transgénico, así mismo era lo más cerca que podíamos estar de cumplir la ilusión de jugar en el Teatro de los Sueños, ¡había vestidores, háganme el reverendo favor! Era la versión que la gentrificación nos ofrecía acerca del fútbol: un lugar nice en el cual, luego del partido, podías bajar a tomarte un café o una cerveza artesanal con tus amigas.
Acerca del nombre del equipo, Chío contó alguna vez que no sabía qué nombre ponerle pues era principiante en aquello de formar y llevar equipos, por ello se decantó por el nombre del lugar en que uno de sus compañeros trabajaba: el complejo financiero de Santa Fe. El lugar, era una historia llena de abuso de poder, dinero y necedad, un terreno extenso donde la oligarquía del país encontró el sitio perfecto para por fin aislarse de la clase popular que ya abarrotaba la Ciudad de México. Sobre los cerros del occidente de la metrópoli que antes habían sido minas, construyeron una sub-urbe alternativa que expresaba su deseo de un mundo ideal, es decir, sin gente humilde. Sin embargo, en cierta forma fallaron, porque sus oficinas no pudieron llenarlas de gente bien, tuvieron que reclutar a la misma clase godín de la que esperaban por fin separase para siempre.
Y los amigos de Chío trabajaban en una de esas oficinas en el complejo de Santa Fe y ella decidió ponerle así al equipo. Lo de Unión Deportiva de Mujeres es un derecho que se tomó la autora para apaciguar su pensamiento izquierdoso y su culpa por aquello de jugar en la cúpula de una plaza comercial.
El equipo se formó con otras amigas de Chío, pero a aquel batido de jugadoras talentosas le faltaba el cementante que antes era la unión y la fuerza de todo equipo de fútbol que se respetara: en el Santa Fe la integrantes no eran estudiantes de una misma escuela, no trabajaban en la misma oficina y no vivían en el mismo barrio. El sentido de identidad en el Santa Fe era complicado, salvo el gusto por el juego y la amistad que cada integrante podía tener con la fundadora del equipo, no había ninguna otra cosa que uniera emocionalmente a aquel conjunto.
También habrá quien diga que hoy en día así son casi todos los equipos amateurs, y a falta de estadísticas habría que asumir al menos que podría ser; pero el que algo sea la norma no significa de antemano que este bien o sea el mejor modo.
Chío, fundadora y capitana, era una jugadora de diez, mediocampista que lo mismo robaba balones que acomodaba pases con toda la ventaja para las delanteras, una cinco que a Cruyff le hubiese encantado tener en su Barça si alguna vez al genio de Holanda se le hubiese ocurrido formar un equipo de damas. Y esa referencia al Barcelona es el mejor halago que se le puede hacer a esta jugadora.
Sus amigas también jugaban bien.
La guardameta se llamaba Bárbara y tenía reflejos y técnica notables, una agilidad felina saltaba al paso luego de pocos minutos de juego y ya no dudabas de que ahí había una gran guardameta que sacaba de quicio a las delanteras rivales cuando salía en plan de muralla china.
En la defensa, Yara era aquella que despejaba todo lo que le llegaba, sin problemas ni riesgos, por falta de más defensoras naturales o nominales le acompañaban, ya sea Lou, una mediocampista con más características de diez, de enganche elegante, que de defensa.
El medio campo en una cancha tan pequeña como la de aquel mall era prácticamente inexistente, por lo que se podía afirmar que de la defensa se podía pasar al ataque hasta por rebote. Ergo, no se podía hablar de jugar el medio campo, un espacio minúsculo de la cancha que casi todo el resto de los equipos se saltaba, sin más, con un pelotazo.
Arriba estaban una serie de jugadoras que individualmente la rompían, pero que nunca se pudieron acomodar en lo colectivo.
Laura era la más killer de todas, rostro de muñeca que no rompe un plato pero que con un tiro letal y mucho gol, no corría tanto pues esperaba el momento justo como si de una patera negra a la caza de su presa se tratara.
Jeni era la otra jugadora en ataque, ligera de cuerpo y andar casi inocente, tenía un regate en corto muy eficiente y también sabía definir con frialdad, era la más generosa en eso del sacrificio para bajar a defender.
También, estaba Karen, alta, de cabello corto y con menos técnica que sus dos acompañantes, pero con una capacidad para alcanzar los rebotes y para el remate de cabeza que la hacían experta en los goles imposibles, a veces ni ella misma se creía las joyas de anotaciones que hacía.
En los últimos días del equipo, y ante la falta de jugadoras constantes, se había integrado Melina, una argentina de cabello rubio que jugaba también adelante, con mucho tesón y que, cada que erraba una jugada, soltaba maldiciones en las que incluía frecuentemente la expresión: la concha de tu madre.

Y poco más que eso era el Santa Fe en donde la autora encajaba en la defensa para dar algo de calma a un juego que, en esa cancha tan pequeña y bardeada, se desarrollaba a velocidades estresantes.
El resto de los equipos de la liga eran buenos, había gente capaz en todos ellos, pero además se repetía un patrón: a varias de las jugadoras de esa liga te las podías encontrar como compañeras o rivales en el resto de las ligas de fútbol de la zona. Hacen falta números para hacer una aseveración del tipo “creo que no más allá de un grupo de cien mujeres alimentábamos el desarrollo de la docena de ligas amateur de la zona sur de la Ciudad de México”, pero esa era la impresión.
Por supuesto, luego del boom mediático de la liga femenil profesional, muchas mujeres que no se habían atrevido a jugar tomaron coraje y se lanzaron a la cancha sin importar su nivel de juego; por lo tanto, no faltaban en todas las ligas equipos nuevos formados de inexpertas. Aunque eran refrescantes, este tipo de equipos también venían acompañados de las dificultades propias de la gente que por el solo hecho de intentar algo creen que ya tienen derecho a todo.
Regresando al Santa Fe, aquellas mujeres terminaron aquel primer campeonato apenas arriba de la media tabla. El talento y la capacidad no alcanzaban cuando se jugaba con una jugadora o hasta dos menos y cuando en el resto de los equipos también había calidad. Algunas veces los otros conjuntos también llegaban incompletos y la cosa se emparejaba, pero entonces aparecía la mala suerte que acompaño al Santa Fe desde su nacimiento de probeta, con goles imposibles de fallar que se fallaban, rebotes que terminaban de forma trágica dentro de nuestra portería, o pifias arbitrales que terminaban, también, dentro de nuestra portería. Sin embargo, ese devenir errante y casi gitano era la ligera amalgama de aquel conjunto al que le costaba un esfuerzo demandante hacerse manada dentro del campo.
En el Santa Fe un martes firmábamos un partido de ensueño, daba gusto vernos jugar, y al martes siguiente dábamos cátedra de errores y despistes, daba pena vernos jugar. Aquel performance de cuarenta minutos cada martes era, entre toda su incertidumbre, la manera en que se encontraba gusto y placer por hacer lo que nos encanta, por el juego que deleita, y hasta transgresor a pesar de estar encapsulado dentro de aquel centro comercial.
De esa forma, cada gol, cada pared, gambeta o jugada brava, desafiaba el orden de las cosas, nos ponía cerca del cielo y nos hacía no faltar cada martes a las jugadoras del Santa Fe. No era solo compromiso, no había ahí un masoquismo mal entendido, era que a veces las cosas salían tan hermosas en el juego del Santa Fe que valía la pena intentarlo cada martes.
Así nadie entendía a las jugadoras inconstantes, cómo era que podían permitirse perderse de aquellos intentos. Quizás era que a ellas nadie les había mostrado que el fútbol podía serlo todo o nada, y quizás nunca lloraron una eliminación de nadie en una copa del mundo, sus razones tendrán las jugadoras inconstantes del mundo.
Lo cierto es que desde el comienzo fuimos muy pocas, y aunque cada semana se decía que se buscarían más jugadoras, estás escasas veces se terminaban quedando en el equipo. Ese era el Santa Fe que se coló hasta la liguilla, fase final de aquel campeonato.
La ida de los cuartos de final la habíamos empatado y, debido a esos esfuerzos infructuosos de justicia que se han inventado en el futbol para desempatar un partido, el equipo estaba obligado a ganar el partido de vuelta ya que el rival había terminado arriba en la posición general de la tabla luego del torneo regular. ¿Qué se puede decir? Así son las liguillas, en México somos expertos en eso de inventar estos desempates, en Sudamérica lo saben por la Libertadores y en Europa por la Champions, ya sean goles de visitante, mejor posición en la tabla o terceros partidos en cancha neutral, el empate no puede prevalecer pues solo puede ganar uno.
Y estaba el Santa Fe en esa situación de equipo que no termina de encontrarse ni afuera ni adentro de la cancha.
El previo al partido había lesionadas, jugadoras agotadas (en estado de vejez explicó una), compañeras que llegarían tarde, uniforme incompleto y una de esas lluvias que no terminan nunca de caer y parece que durarán toda la maldita noche. Con la cancha mojada, con la desventaja de tener que ganar, nos presentábamos las que éramos, las que pudimos ser, pero no comenzamos tan mal, de hecho todo mejoró como por hechicería y, aunque terminamos pidiendo la hora, logramos remontar el marcador. Esa noche nos tomamos la foto del equipo, era un momento para guardar, estábamos en la siguiente ronda, la vida era buena.
Fue en la semifinal que todo el brillo alcanzó apenas para no perder por más de un gol y dejar todo para el partido de vuelta.
Las rivales eran una de esas escuadras llenas de jugadoras muy hábiles que poco saben del juego. Esto es, mujeres con mucha capacidad, habilidad y oficio, pero nulo entendimiento del valor del fútbol que practican; para este tipo equipos el campo de juego es un buen lugar para humillar a quien se deje, consideran que los árbitros siempre les marcan en contra y, entre tantos reclamos, cualquier psicólogo diagnosticaría paranoia; además, saturaran negativamente el ambiente de cada partido con mofas y reclamos dentro y fuera de la cancha. Nunca faltan equipos como esos en todas las ligas del mundo. Nadie está para juzgar estas formas, son válidas y de hecho ganan y mucho, la altanería no se sostiene con derrotas, pero quizás no saben que ganar de cualquier forma, por absoluta que sea, es perder en cierta manera junto a todas. En resumen, la marrullería, otra de esas malas costumbres en modo de copy-paste del fútbol varonil, daba a algunos equipos la falsa sensación de empoderamiento femenino.
Y el Santa Fe, cuya unión como equipo apenas estaba en cocimiento, terminó contagiado de ese ambiente pesado en la semifinal.
Nuevamente apenas justas, con las cargas de la vida diaria de cada una, la que llegaba tarde por el tráfico, la que había tenido un mal día en el trabajo, la que había pasado insomnio, la que no se sentía bien de salud, la que tenía problemas con la familia o con la pareja. En el Santa Fe hablábamos poco de nosotras mismas y de la vida de las otras; sabíamos que tal o cual era pareja de tal o cual, quizás que una vivía al norte o al sur de la ciudad, que una trabajaba hasta tarde pero quién sabe en qué tipo de empleo, éramos un rompecabezas que trataba cada martes de unirse dentro de la cancha. No teníamos un entrenador ni guía, éramos como una horda de bárbaros sin general que tenían en esa semifinal, frente de si y a la cual enfrentarse, una experimentada legión romana… y así nos fue.
Las rivales pusieron muy temprano mayor distancia y para cuando nuestro juego comenzó a nivelar las cosas ya íbamos abajo por tres tantos. No nos levantamos más, en cambio el rival aumentó su ventaja y el sueño escapó, como había escapado todas las veces anteriores en todos los planos en los que una apuesta el afecto en el juego, así dolió perder aquel partido.
Una por dentro se siente miserable pero es deber guardar las formas, porque ganar o perder es parte del juego y de hecho, las probabilidades de ganar del Santa Fe eran más un lanzamiento de dados que una certeza basada en la lógica.
Lo cierto es que nos ganaron bien, alguna de mis compañeras dejó la explicación contundente de que las rivales eran superiores en técnica y no solo en majaderías, y lo eran; pero una no podía dejar de preguntarse cuál hubiese sido el resultado si este Santa Fe aventurero hubiese salido en una de esas noches de belleza y perfección, una noche de gracia para esa manada.
Otra situación negativa de ese partido fue que la liga en ese partido puso dos árbitros y no uno, y nos cobró como si de un colegiado con gafete FIFA se tratara. Una entiende las razones de los dueños de las ligas para hacer ciertas cosas que aumenten o garanticen su tasa de ganancia, una entiende que hasta en este nivel amateur el fútbol es un negocio, pero eso no puede manchar la pelota (no pongo el versículo de la cita, pero ustedes saben quién la dijo) y los dueños de las ligas es algo que pocas veces pueden ver. Nosotras reclamamos el alza del coste a pagar, pero al final lo asumimos pues suponíamos que era mejor ganar o perder en la cancha que fuera.
Para colmo, existían los partidos por el tercer puesto, otra mala costumbre adquirida de las Copas del Mundo masculinas, que tiene su razón de ser, tanto en las copas del mundo como en las ligas amateurs más anónimas del mundo, en lo económico. Deportivamente representa la terrible posibilidad de perder dos veces o de ganar algo que nadie quiere: el tercer lugar.
El Santa Fe nos presentamos en tiempo y forma a disputar ese nefasto partido por el tercer puesto, pero el otro equipo había decidido no asistir (sensatas las rivales). La liga sabía que el otro equipo no asistiría y aun así no lo comunicó, se decidió poner un equipo sustituto de última hora para no perder en lo económico. Y ese fue el acabose de la mala suerte del Santa Fe, la infamia no fue permitida dos veces y no jugamos por el tercer puesto, decidimos abandonar la liga antes que representar la simulación. Se podrá decir que atentamos contra el fair-play y quizás; pero cuando las razones son económicas y solo eso ¿dónde queda el deportivismo? A la FIFA y a los dueños de las ligas del mundo, amateurs o profesionales, solo les interesa una cosa ante todo: mantener su beneficio económico, y ahí el fair play pierde dimensión y la rebelión contra eso cobra cierto sentido. 
Así mismo, se podrá decir que la del Santa Fe fue una grande derrota, pero importa mucho como se interpreten los hechos de un equipo de fútbol, y mucho más cuando se trata de uno de mujeres. Luego de desairar el tercer puesto, las jugadoras del Santa Fe bajamos a uno de los bares de la plaza comercial y bebimos mucha cerveza juntas, como si hubiéramos ganado, no había nada que celebrar pero nos quedamos juntas por última vez.
Luego de una hora en comunión de botanas y bebidas, bajaron al mismo bar las que nos habían derrotado en la semifinal, nos contaron que les habían cometido una seria injusticia y por ello habían perdido la final. Y claro, los equipos que siempre ganan creen que solo pueden perder por complot. Como colofón, aquel equipo insultó a la liga y despreciaron ser premiadas por el segundo puesto. Las que ganaron el campeonato, entre las que había jugadoras que yo conocía, me contaron una versión más simple de los hechos de aquella final, muy diferente a la del robo en despoblado del que las que las otras se sentían víctimas. ¿A quién creerle? Supongo que a ambas, cada quien cuenta las cosas “a cómo le va en la feria”.
Y aquel bar parecía ser sede de las que desprecian trofeos que no sean los de primer lugar, pero nosotras no nos sentíamos robadas, al contrario, nos embargaba la sensación de haber hecho lo correcto y el enojo que alguna pudiera tener ya se había diluido con la cerveza, las botanas y la charla.
Todo había sido muy rápido, lo cierto es que al menos durante esos pocos días en que duró el Santa Fe, cada una dejó en la cancha un pedazo de sí misma para aquel intento de colectivo. Aquel Santa Fe que no estuvo junto ni seis meses, no se reunirá veinte años después alrededor de un asado para recordar su paso en ese único torneo que alcanzó a jugar, tampoco se acordarán mucho de nosotras en esa liga; pero quedó ese sabor, ese sentimiento, el de caminar juntas esos meses con la vida libre como único beneficio, el de la belleza al menos durante algunos partidos, el de la rebelde unión de mujeres de Santa Fe, manada que, al día de hoy que se escriben estas líneas, todavía está en busca de un bosque en donde cazar.

*Pocos meses después, parte del Santa Fe, manteniendo el nombre, jugó un torneo en la competitiva liga del Estadio Azteca de los sábados, reforzado por Jessy Suárez, Magali Díaz, Diana Trigueros y Laura Callejas, el equipo dio algunos muy buenos partidos y marcó goles memorables. Fuimos eliminadas durante la liguilla, en serie de penales, durante el único torneo que jugamos ahí.

  Jorge Peñaloza, el Cobi , era el capitán del equipo de fútbol que representaba a Segundo Alfa en la liga local escolar de la secundaria Té...