jueves, 20 de diciembre de 2018

DOMINGO. Uno, dos, tres... miau.

Foto de Sol Montelongo


Jugar… jugar es siempre una aventura, un disfrute, un salto a la libertad; por ello, aún bajo el corsé del mercado puesto, jugar al fútbol siempre tiene algo de revolucionario cuando las que juegan son mujeres. Un acto de sedición, un escupir a la cara al mandato social, jugar es rebelión. Soy consciente de que tal aseveración resulta exagerada, sino es que ridícula, en un contexto, en un país, en donde mueren asesinadas hasta cuatro mujeres al día, donde miles han desaparecido y pueden aparecer sin vida en lo profundo de las barrancas, en el fondo de los desagües, abandonadas en parajes desolados o en plena vía pública como viles despojos. Es imposible tener la cifra de cuántas son violadas o cuántas sufren violencia… En fin, hay zonas de México en donde sigue siendo una mierda ser mujer, y en ese escenario de misoginia, impunidad y violencia, esto de jugar fútbol es la cosa menos importante.
A pesar de ello, a algunas nos parece que jugar tiene algo de bueno, pertenecer a un equipo puede ampliar tu red de empatía, conoces mujeres valientes y con otras formas de ver la vida, ya no solo tienes a la familia, a las compañeras de trabajo o a las amigas de la escuela, se suman tus compañeras de equipo y cualquier cosa que sume es, quiero creer, valiosa.

Por lo anterior, este texto está dedicado a las más revolucionarias de todas, a la escuadra que nació de la revuelta, del movimiento político, del hartazgo traducido o trasformado en acción creadora, solidaria y soñadora. Su nombre era para confundir porque de Mininas adorables estas chicas no tenían ni la pinta (bueno, algunas sí). Su primer sacrilegio fue contundente: formaron un equipo solo para divertirse. Y lo peor, antes de esa experiencia, la mayoría de ellas ni conocían a la pelota, aquello era una sublevación en letra mayúscula. No eran un esfuerzo resultado de la moda, las Mininas F.C. se había formado mucho tiempo antes de la aparición de la liga profesional MX femenil. Su origen, en cambio, estaba en el movimiento juvenil opositor en contra de la elección de Peña Nieto en los comicios del año 2012 y que llevaba por nombre #Yosoy132. Eran hijas directas de la primavera y aunque el partido oficialista de la oligarquía mexicana se “robó las urnas” a punta de tortas, refrescos y tarjetas con crédito miserable para comprar en un supermercado, las Mininas prevalecieron.
El mundo competitivo del fútbol, incluso en el amateurismo más modesto, les iba a cobrar caro la factura de atreverse a jugar; pero lo cierto es que siguen hasta hoy, divirtiéndose. Ya no solo pierden, también, ahora cada vez con más frecuencia, ganan.
Se cuenta, porque no estuve ahí, que al primer partido de las Mininas asistieron varias mujeres que ya nunca más volvieron para el segundo partido, pero es entendible que esto de patear la pelota no les guste a todas. En los subsecuentes juegos fue que comenzó el interminable hilo de derrotas que suponía, de antemano, la inexperiencia.
De esos ayeres también data el nombre del equipo y se lo debe a alguna integrante amante de los gatos que no pudo pensar en otra cosa para salir al paso ante la profunda pregunta que le hizo la dueña de la liga: ¿Cómo se llamará su equipo? Solo felinos le vinieron a la mente, en este caso felinas, y además ferales. De esos primeros juegos de Mininas en estado salvaje para el fútbol quedan algunas jugadoras al día de hoy.
La dueña del arco es y sigue siendo Valeria, una de esas guardametas que no se alejan mucho de su línea de gol, ya no digamos de su área. Al ser las Mininas un equipo tan malo en sus primeros días, la portera fue la que más súbitamente recibió entrenamiento forzado de tantas veces que las rivales llegaban hasta su portería. De tantos y tantos goles recibidos, Valeria se había convertido, luego de años, en una portera confiable y sobria. Era investigadora de profesión y de humor ácido por convicción, se desconoce si el método experimental le sirvió de algo en el fútbol, pero sin duda su sentido del humor le permitió pasar, sin volverse loca, por el duro paso del aprendizaje de un nuevo deporte en frío (sin albur), después de los treinta, sin entrenamiento, sin guía, así no más como corresponde a las más valientes: te pones los guantes y que chinge a su madre, que pase lo que tenga que pasar.
Su defensa no era menos dramática. Ahí la capitana eterna del equipo se llamaba Bárbara y luego de años sigue en eso de tratar de quitarle la pelota a las delanteras rivales. Más allá de su juego, la capitana cumplía con otro papel fundamental como en cualquier otro equipo: era el pilar moral del conjunto, además era la más longeva y por su sapiencia parecía tener cien años de edad. En los peores momentos, Bárbara no soltaba insultos y maldiciones, tampoco grandes discursos, se atenía a la simpleza y a la contención de la desesperación de un grupo de mujeres que eran goleadas cada ocho días. En Bárbara confiábamos.
A su lado pasaron un sinfín de jugadoras que intentaron perseverar en aquella defensa machacada. Una de las que permaneció hasta hoy fue Naty Rod (abreviatura de Rodríguez), muchas veces la más joven del equipo y de las pocas que tenían experiencia previa en eso del fútbol por haber formado parte de una escuelita de soccer, de esas que comenzaron, de a poco, a recibir niñas.
A pesar de cualquier resultado de partido, la familia de Rod siempre estaba ahí cada vez que ella iba a jugar, eran la hinchada más devota de las Mininas, no cantaban ni alentaban como la barra brava de algún equipo argentino, pero era bueno saber que al menos alguien le era fiel a esa demencia.
Por esa defensa pasaron y pasaron jugadoras, algunas como Dulce la “Choco” Ruíz, Gaby Bonilla, Berta la llegada de Tampico, Lucero (que se rompió la tibia y peroné en una infortunada jugada), Dany Reza o Karlita Ávila (entrega y juventud). Soportaron todos los obstáculos para permanecer en el equipo bastante tiempo, dejando su nombre para la posteridad.
La media cancha de las Mininas no era mejor que su defensa, ahí también había mucho intento y pocos éxitos. La más combativa de todas era Natalia Kinsky, una estudiante universitaria de cabello larguísimo y renegado como lo era su alma, al principio robaba más dramas amorosos a la vida que pelotas a las rivales, pero con el tiempo compensó esa estadística, no por dejar de intentar en eso del amor sino porque realmente comenzó a ser muy efectiva quitando balones en esa media cancha.
En esa zona, gente como Nere, y más tarde Lucy, Alexa, Kore y Mani, le trataban de poner talento al asunto.
Nere era de las que tenía más experiencia previa jugando y por ello destacaba de inmediato, ella venía de las lejanas tierras del norte.
Cuando llegaron Kore y Mani, que eran jugadoras ya mucho más hechas de las regiones de Azcapo e Iztapalapa, el equipo tomó un potencial importante en las competencias.

Lucy Reza era hermana de Dany, la defensa, y sabía pisar la pelota además de tener sentido del ataque en un equipo que pasaba casi todo el tiempo defendiéndose.
Arriba, gente como Gema (hermana de la cancerbera Valeria), Marisol o Moni, intentaban rematar como fuse cualquier balón que les quedaba cerca a gol, cosa que sucedía poco en las Mininas.
Alessa, una menor de edad fue otra de las que pasó por la delantera minina, esa chica tenía destellos de genialidad (por ejemplo, era una de las pocas que se atrevía a soltar pases de taco), pero al ser justamente eso, destellos, ocurrían poco y pasaba casi todo el resto del tiempo de los partidos participando de la recuperación de la pelota.
En ocho años de juego las Mininas han pasado de todo: de ser siempre últimas y festejar los empates contra equipos mediocres pasaron a convertirse en protagonistas de los torneos, hasta ahora sus máximos logros son haber alcanzado una semifinal de liga y una final de copa. En todo ese trajín, fueron atentas a todas las causas; por ejemplo, en alguna ocasión vistieron todas de negro y portaron el número 43 en la espalda para apoyar la causa de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
En otra ocasión fueron a jugar un partido a Cuernavaca contra un  equipo de esa ciudad y en otra oportunidad jugaron un amistoso contra el grupo de poetas subversivos de los KFGC, un colectivo que escribió para el equipo frases poéticas y futboleras que hasta el día de hoy las Mininas portan impresas en sus uniformes.
Además, las Mininas contaban con su propio fotógrafo oficial en la figura del hoy cotizado Sol Montelongo, su obra plasmada en las diversas placas futboleras cuenta de mejor manera la historia de esta escuadra minina de lo que podrían hacerlo cientos de páginas escritas como esta.
Incluso, hubo un tiempo en que las Mininas tuvieron una sucursal en el fútbol mixto y se atrevieron a jugar en otras ligas. Por su banca han pasado cantidad de entrenadores que aportaron su granito (o una playa completa) de arena al mejoramiento técnico–táctico de las jugadoras; hoy ese puesto lo ocupa Ángel, un venezolano que parece tener bien claro todo lo que el espíritu minino significa: todas juegan, todas cuentan, todas son valiosas.
Ese grupo de mujeres no se limitaba a convivir dentro del fútbol, casi siempre, luego de cada partido, lo que quedaba de esas jugadoras se reunía a degustar pizza, devorar tacos o beber altas cantidades cerveza en la casa de Nere, que por entonces vivía cerca de la cancha. Aquello representaba el domingo perfecto, las tardes eran maravillosas y se iban como agua en juegos de mesa, observando partidos importantes por la televisión o en charlas interminables acerca de cómo solucionar los problemas del mundo o la crisis amorosa de la minina en turno. La que escribe, debe confesar que aquellas fueron algunas de las tardes más estupendas de su existencia.
Hoy podría contarles acerca de uno de los últimos partidos de las Mininas, aquel que jugaron contra la Naranja Mecánica (escuadra en dónde la que escribe es portera). Ese juego lo íbamos ganando por cuatro a cero y las Mininas nos lo empataron a cuatro. Un partido de locos. Pero no…
Solo diré que cuando conté lo sucedido a una jugadora de otro equipo, esta me dijo que yo debía estar muy molesta por lo sucedido, pero lo cierto es que no podía ocultar que aquella remontada en nuestra contra me daba cierta alegría. Y es que, antes de abandonarlas y convertirme en mercenaria de las canchas, yo alguna vez había defendido los colores mininos (que irónicamente son el vino y negro de la puta loba de Roma que amamantó a Rómulo y Remo) y el partido que se cuenta aquí data justamente de esos tiempos antiguos, del juego en contra de las reclusas del penal de Santa Marta.
Fue en el medio del verano del año 2016, un sábado. Nos quedamos de ver en las oficinas de la Secretaría de Seguridad Pública cerca del metro San Antonio Abad en punto de las nueve de la mañana. De ahí, nos llevarían, en vehículos de la dependencia, hasta el interior del penal que se localizaba en la popular y ruda alcaldía de Iztapalapa. Se nos habían dictado reglas muy estrictas para poder ingresar al penal como llevar una identificación, llegar ya cambiadas y no introducir una larga lista de artículos prohibidos que sería ocioso repetir aquí.
Por lo complicado del horario (las Mininas siempre jugaban en domingo) varios de los iconos de la escuadra no estarían, empezando por Valeria, la portera. Tampoco estarían Bárbara, la capitana, ni jugadoras valiosas como Nere, Alexa, Gaby o Moni. Ante esas ausencias yo ocuparía la portería y Miriam, otra exjugadora de las Mininas para ese entonces, se haría cargo de la defensa. A pesar de nuestros avíos el cuadro era apenas justo para un partido de fútbol siete y lo integraban: Naty Rod, Natalia Kinsky, Lucy Reza, la joven Alessa y Gemma Luna.
No puedo contar aquí los detalles acerca de cómo accedimos al penal por obvias razones, pero si les diré que, cada que pasábamos un punto de control y una reja nueva se abría emitiendo el chirrido de sus corroídos goznes, nuestro nerviosismo crecía.
Habíamos sido invitadas por una persona que se dedicaba a promover este tipo de eventos para las reclusas, pero a pesar de ser invitadas se nos trató con la misma dureza que a cualquier visitante, o quizás un poco menos. El organizador nos confesó que la mayor parte de los equipos que eran convidados a jugar denegaban la invitación, los prejuicios eran enormes y conseguir escuadras para jugar era difícil. Alguna fuerza sobrenatural lo había llevado hasta las Mininas que, por su carácter fundacional, no podía caer en tales miedos y desprecios; las Mininas jamás se habrían negado a jugar ese partido.
Lo que vimos y sentimos ya estando dentro no tenía referentes en nuestra vida (por fortuna). Olviden el ambiente romántico de las películas de Hollywood, ahí dentro nadie vestía prendas naranjas ni te hacía pensar que eras Piper Chapman. Aquello era la rasposa e hiriente realidad de una sobrepoblada cárcel del tercer mundo. Las miradas de las presas hacia nosotras durante nuestro desfile por los pasillos eran diferentes en cada caso particular, a veces indiferencia, a veces  curiosidad y otras de aparente conmiseración. De algunas sentí sus pupilas como cuchillos, como ojos de lobas a las que les acababas de mear el territorio.
El murmullo, los sonidos de ese lugar eran también algo que amedrentaba: la jeringonza de las presas que nos cruzamos por esos pasillos y que era interrumpida abruptamente por las órdenes de las custodias. Sobre este caminar, Natty Rod, me compartió su testimonio:

Al caminar por los pasillos nos guiaron hasta el patio donde sería el juego, parecía como si la mayoría ya supiera que íbamos a ir, todas las mininas traíamos el uniforme puesto y mis oídos percibieron chiflidos, gritos y algunas palabras, pero todo se sentía como una bienvenida a su mundo, un mundo muy alejado al de la mayoría de nosotras las Mininas.

Dos guardias nos escoltaron hasta el lugar donde se encontraba la cancha y ya nunca se nos separaron.
El espacio colindaba con un deteriorado edificio de cuatro niveles. Los muros de esa construcción eran grises y algunos agujeros encajados y pequeños hacían las veces de ventanas incrementando la sensación de encierro. De esos agujeros colgaban cordeles y de esas cuerdas pendían prendas íntimas y casuales de todo tipo, era el tendedero de ayates improvisado más atiborrado del mundo. Esas ropas le daban algo de vida al gris de esas paredes, pero tan solo mirabas lo que tenías delante de ti, la desolación te regresaba a la película en blanco y negro que representaba esa cárcel: un deprimente patio en forma de triángulo, de unos cien metros de largo, se extendía delante de la fachada del edificio, estaba limitado por dos rejas separadas por algunos metros y coronadas, ambas, por un alambre de púas con puntas más agudas que las de un agave. Tan solo de ver ese acero se te espantaba cualquier idea de brincar esa cerca y, de hecho, ni siquiera recuperar los balones que se iban hasta la zona que había entre las rejas era aliciente suficiente para intentarlo. ¡Ni los zanates se animaban a posar sus patas sobre esos alambres!
Entre las rejas crecían algunos mezquites y yerbas, detrás había un muro alto y también gris que evitaba tener contacto visual con el paisaje que rodeaba el complejo. Solo la cabeza roma de dos cerros cercanos, las crestas de algunos árboles y las puntas más altas de algunos postes que sostenían cables de luz,  sobresalían a la vista sobre esas tapias.
En la parte interior del patio había dos especies de kioscos construidos en concreto y estructura de hierro, con columnas poco rollizas pintadas de blanco y su techo en azul celeste, con mesas y asientos de mampostería; aquellos kioscos eran la única sombra en esa ausencia de cualquier tipo de árbol. Uno de esos pabellones era ocupado ya por el equipo local contra el que jugaríamos. El otro, el que nos correspondía, estaba vacío. Y entre donde nos acomodamos y las rejas estaba trazada de manera irregular la cancha con cal viva, era un poco más estrecha hacia la parte externa que daba hacia el vértice último de aquel delta. El terreno solo tenía prado en las esquinas y, como en todos los potreros que se respeten, ese césped era grueso y arisco como la tierra seca y rica en grava sobre la que crecía, aquello era un páramo aún más triste y pedregoso que el cerro de Luvina.
Las porterías eran de tubo pero se miraban tan viejas que te parecía que con cualquier pelotazo se venían abajo. La corrosión les escurría y de ellas colgaban, cual madeja de tela de araña, las no menos vetustas redes.
Cuando nosotras llegamos, las rivales ya hacían ejercicios de calentamiento. El color amarillo chillante de su indumentaria contrastaba con la expresión rígida de su semblante: ahí había una serie de mujeres que vivirían lo mejor de su semana pero que ni aunque fuera de esa forma podían mostrarse vulnerables en ese ambiente que te podía tragar si exponías la más mínima señal de debilidad. Por supuesto que eran amables y se reían entre ellas, pero solo entre ellas, cuando nos miraban el talante les cambiaba y sabías que te habías ido a meter a la boca del lobo.
Por si fuera poco, a un costado del campo había una cincuentena de reclusas que solo iban a mirar el juego. Por ser día de visita, algunas personas de fuera podrían ver jugar a las que quizás eran sus hijas, hermanas, madres o amigas. Eran una barra brava más intimidante que la Doce de Boca, los Borrachos del Tablón de River o los fascistas del Estrella Roja de Belgrado; esas mujeres presas que pretendían ser espectadoras eran cosa seria y cualquier macho hooligan habría pasado por un gatito entre ellas…
Curiosamente, había algunos niños en aquel patio, en un comienzo pensamos que eran parte del contingente de visita de ese día, pero una de las custodias que nos escoltaban nos aclaró que, de hecho, algunos de esos niños vivían en el penal, que las madres podían tenerlos dentro del complejo hasta cumplir seis años, edad en la que sí o sí debían abandonar los infantes el reclusorio.
Les preguntamos si no tenían agua pues nuestra sed era magna, pero nos dijeron que solo era posible conseguir agua comprándola, que había tienditas dentro del penal y que todo se tenía que comprar; nada era gratis, ser reclusa salía caro.
Preguntar sobre los motivos por los que ellas estaban ahí me parecía una falta completa de respeto, pero la plática en algún punto se fue por ese sendero y la percepción de ellas era que la cárcel estaba llena de gente inocente o que se habían enganchado al delito por amor a algún macho criminal, siempre como cómplices, mulas o mensajeras.  
Y nosotras, gatitas urbanas clase-medieras, burguesas, hijas de papi y universitarias, simplemente estábamos con la sangre congelada sobre ese patio, petrificadas en medio de nuestro paroxismo por el intimidante escenario, mejor nos hubiera sido obedecer los prejuicios que espantaban y alejaban a casi todos los demás equipos de esta ciudad de ir a jugar a ese lugar.
Con la boca seca y el estómago vacío (no se nos había permitido pasar botellas de agua ni ningún alimento ni tampoco buscar las dichosas tienditas) me acerqué hasta nuestra mitad de campo que nos correspondía y comencé a hacer jueguito con la pelota (esa si nos la habían dejado pasar); realizar eso es algo que siempre me había funcionado en esas duras condiciones de visitante en el infierno, hacerle saber al contrario que al menos había un equipo cualificado del otro lado y que la tarde sería larga, nada de paseos.
Luego acomodé al resto de las Mininas para hacer un rondo. Naty y Kinsky me hicieron saber que sus músculos los sentían tensos y trémulos, como si ya hubieran jugado diez partidos ese día, les expliqué que era el alto nivel de tensión… ¡teníamos que relajarnos!
No sé bien cómo lo logramos, pero supongo que el alambrado de púas ayudó para que ninguna de nosotras saliera de ahí corriendo. Hasta los zanates con sus plumas azabaches parecían reírse de nosotras.
Eran ya pasadas las doce del día y, para colmo, a manera de bóveda nos cubría un celaje que auguraba un calor y sequedad de polvareda texcocana, aquello tenía todas las ganas de ser una viva sucursal del abismo.
Me puse los guantes y, por primera vez en mi vida, se me escapó una oración al cielo pidiendo piedad por mi propio pellejo. Cuando terminé la plegaría bajé la vista para atisbar el suelo color alazán lleno de grava y supe que yo y mis rodillas la pasaríamos muy mal la próxima hora. Y fue así que comenzó el partido más importante en la historia de las Mininas, la madre de todas las batallas en la cancha más difícil del mundo.
El asunto de hacer jueguito con la pelota antes del comienzo del partido sirvió un poco para desanimar el ánimo guerrero del equipo contrario, salieron a esperar y a ver qué tenían enfrente en vez de ser embravecidas. Esos minutos de mutuo reconocimiento nos sirvieron de mucho para la larga marcha que nos esperaba sin tener un solo cambio; ellas, por el contrario, podían formar hasta dos equipos sin problemas. Además eran técnicamente buenas jugadoras, no eran principiantes y estaban cortadas con la tijera con la que te corta el fútbol de barrio y de barro. Eran ordenadas, fuertes y buenas jugadoras. A dos de ellas, delanteras fuertes, les gustaba desbordar y lo hacían de maravilla. Y nosotras, ¡ay Dios, nosotras…!
 No podíamos mantener la pelota ni un solo segundo en nuestra posesión entre todo ese desasosiego. Kinsky tan solo recuperaba el esférico lo lanzaba a cualquier parte, Naty y Miriam no tenían tiempo para pensar, todo eran despejes a la desesperada y al mundo mundial. Gemma corría de un lado para otro como gallina sin cabeza, Alessa ni la tocaba y Lucy, nuestra esperanza de gol y de buen juego, ya había sido detectada por las rivales como la única capaz de crear peligro y le marcaban con furia entre dos o más jugadoras. En ese escenario tan devastador la única estrategia posible era ser héroes de nuestra propia suerte, eso y… hacer tiempo.
Cada que la pelota se iba desviada de mi marco yo misma iba a recogerla de entre el herbazal de los rincones lejanos de aquel patio y tardaba lo más que podía en regresar. En una de esas caminatas noté que desde las hendiduras que hacían de ventanas del edificio había muchas más reclusas que miraban el juego y apoyaban a sus compañeras. Quizás desde uno de esos agujeros nos miraba alguna de las presas famosas del penal. El árbitro, traído también de fuera, desde el mundo libre, me apuraba en mis recorridos. Yo le decía que sí, que no volvería a pasar, pero pasaba siempre la siguiente vez.
Debí haber sacado dos o tres pelotas de gol que ocasionaron el alarido de la gente. De a poco, la tribuna que nos era tan hostil se nos comenzó a volver afín mientras manteníamos el cero a cero de manera milagrosa, a base de adrenalina y voluntad.
Para cuando ya se habían cumplido diez minutos del primer tiempo, una de mis rodillas ya sangraba y mi buzo de portera ya estaba lleno de polvo, pero los mano a mano los había ganado, me había lanzado espectacularmente a la derecha en al menos uno de sus tiros y mis compañeras comenzaron a mejorar junto conmigo.
Naty se convirtió en una especie de segunda guardameta cuando les arrebató un gol cantado en una jugada en la que yo ya había sido superada y ya solo les quedaba festejar. La minina metió la pierna quién sabe cómo para sacar esa pelota de gol y nuestra confianza se fue al cielo, pensé: “Dios está con nosotras y no nos van a ganar nunca”.
Miriam era una correcaminos efectiva que les destruía las esperanzas a las rivales, Lucy empezó a pisarla y retener la bola, Alessa comenzó a tocarla y a desbordar por la banda derecha, y Gemma comenzó a ganar los rebotes por arriba e incluso tuvo un remate a portería que no fue gol por muy poco.
Era nuestro mejor momento, pensé que de alguna forma podíamos salir de ese frenesí con la victoria. Pero entonces ocurrió el primer gol de ellas, un rebote, falta de decisión de mi parte y a cobrar. ¡Todos sus anteriores embates habían sido producto de su gran talento, potencia y colectividad, pero el primer gol había nacido de un cicatero rebote!, así es este juego.
Faltaba muy poco para terminar el primer tiempo y supe que aquello había sido una estocada mortal. A base de gritos, traté de animar a mis compañeras, la peor desgracia era que ellas pensarán que ahí había terminado nuestra resistencia, lo cierto es que apenas comenzaba.
No recuerdo ya quién me tocó la pelota hasta mi área, por regla no la podía tomar con las manos, pero intenté el tiro desde ahí, lejano e improbable. La pelota surcó el cielo de esa cárcel que parecía imposible que fuese el mismo cielo del resto de la Ciudad de México, alta… muy alta. La portero de ellas se fue haciendo hacía atrás… más atrás. La pelota se estrelló en el travesaño de la portería de ellas y picó fuera. El público gritó de emoción. Gemma tomó el rebote y tuvo su segunda oportunidad frente al marco pero la portera de ellas regresó e hizo una salvada prolífica. Dios ya no estaba con nosotras, nos había olvidado. Naty Rod lo expresó en los siguientes términos:

Nosotras, las mininas, unas privilegiadas que estamos acostumbradas a jugar en canchas que casi parecen alfombras no pudimos contra una cancha con relieves e irregular.

El árbitro pitó el final del primer tiempo. Regresamos con la boca llena de polvo a nuestro templete y nos encontramos con que nuestras custodias, que luego supimos eran también presas y no guardias del penal (era parte de los “empleos” a los que ellas podían acceder dentro de la prisión), nos ofrecieron una caja llena de botellas con agua, cortesía de las prerrogativas de su investidura. Casi lloramos por el lindo gesto, aquel abismo ya no lo era tanto y cuando los árbitros se acercaron a felicitarnos y darnos consejos tácticos ya no nos sentíamos solas.
En esa situación en donde la sed se saciaba, descansando a horcajadas sobre los asientos de concreto de nuestro pabellón, la ecuanimidad comenzó a llegarnos a la cabeza. Alzábamos la vista hacia donde quedaban las rivales y ya no nos parecían un pelotón conminatorio que quería fusilarnos. El medio tiempo comenzó a regresarnos a la naturaleza de lo que se suponía estábamos haciendo: jugando.
Miriam me previno entonces que ella no se sentía bien de su rodilla, era una vieja esguince que arrastraba hacía tiempo. Yo le pedí que aguantara lo más que pudiera, pero ella me dijo con toda honestidad que muy probablemente tendríamos que hacer el cambio entre portera y jugadora de campo.
La segunda parte fue mucho más relajada en su comienzo tanto para ellas como para nosotras, hubo más fútbol, pases y paredes en aquel tramo del partido. Lucy seguía siendo nuestro referente y mis despejes siempre la buscaban. Las demás siguieron en la disputa de la pelota con la dignidad de, ya no de mininas, de leonas. Las observé desde mi marco y pensé que pertenecía al mejor equipo del mundo, aquellas mujeres me merecían todo mi respeto por los siglos de los siglos.
Pero es que también delante nuestro había otro conjunto que se moría en la raya en cada jugada, el cuadro del penal de Santa Marta era el oponente más plausible que las Mininas habíamos enfrentado y esta no es una hipérbole gratuita, en realidad es algo que sigo creyendo al día de hoy que escribo estas líneas.

Cuando cayó el segundo gol ya no fue una losa tan pesada. El tercero fue la consecuencia lógica del desgaste y el cansancio, estábamos condenadas, pero no había en ese equipo minino ninguna intensión de claudicar.
Entonces, Miriam me pidió los guantes, había llegado la hora. Ahíta de su rodilla lacerada, Miriam se desprendió del jersey vino, ese que hasta el día de hoy me sirve de bandera en los días tristes. Yo me quité el suéter de guardameta y lo intercambié con ella. Por un momento nuestras piltrafas quedaron expuestas al ojo de todas. El resto de las reclusas nos miraron con reprobación, luego nos explicarían que aquello estaba prohibido, ni siquiera en esa situación ninguna persona dentro de ese penal podía quedar con el torso desnudo.
Terminé como jugadora de campo ese juego y no hice mucho, apenas un regate y un tiro libre que la portera de ellas volvió a sacar de manera milagrosa.
Y el árbitro finalizó el encuentro. Para nosotras fue un alivio. El lomo y las ancas me dolían como si fuera yo una mula de arriero, sentí un derrame interno de todas las emociones acumuladas. Una sensación del “deber cumplido” me recorrió el espinazo, pero era curioso, era una emoción que jamás me había ocurrido en una derrota y mucho menos en una por tres a cero.
Las reclusas y familiares que miraban aplaudieron, algunos agitaban pañuelos, y fue entonces que lo vimos, la otra cara de ese lugar, el rostro familiar, el de personas como todas, que por alguna circunstancia de la vida habían terminado dentro de ese lugar pero que eran, se los juro, como una. 
Cuando finalizaba un partido en la liga donde las Mininas juegan, ningún equipo iba a saludar al otro. Las Mininas fueron las que rompieron ese hermetismo e introdujeron esta forma de dejar en la cancha lo que ahí había ocurrido. Al finalizar el partido dentro del penal femenil de Santa Marta, esa tarde de sábado, saludamos a cada una de las jugadoras de ese equipo que nos había ganado bien, a esas mujeres que tan difícil nos habían hecho aquellos cincuenta minutos de partido, y fue como saludar a mujeres libres. Todo el pundonor y seriedad en cada pelota disputada ahora contrastaba con la sonrisa que te ofrecían esas hembras guerreras.
Los familiares de ellas tremolaban los pendones de su escuadra y las felicitaban alegremente. Ellas alardearon diciendo que nos había ido bien pues sus dos mejores jugadoras no habían podido estar presentes en el juego pues habían sido castigadas (cosas de estar en la cárcel). A pesar de ello, yo no me sentía zaherida, al contrario, una sensación de orgullo se me había metido en el ánimo.
Naty Rod lo expresó de mejor forma:

Por desgracia no recuerdo el nombre del equipo, pero nos demostraron que cuando en verdad se tiene ganas de jugar futbol no hay pretextos… sólo recuerdo que ellas ganaron, ganaron mi respeto y ganaron que alguien ajeno supiera y viera como es una parte de la realidad en la cárcel… Espero que todas ellas sigan jugando futbol donde quiera que estén y que tampoco se olviden de ese día.
Tener un choque de realidades es tener la oportunidad de jugar futbol dentro de la cárcel de mujeres de Santa Martha. No sabía que esperar, pero sabía que iba a ser un día que jamás podía olvidar.

Y en efecto, las participantes nunca olvidamos aquel juego, aún lo recordamos, aunque no hay fotos que documenten nuestra visita pues solo las autoridades tomaron algunas fotografías de los dos equipos en comunión y no había forma de que nos las compartieran. Las fotos se las quedaron ellas, adentro, pero el recuerdo nos lo quedamos todas.

Salir fue más tardado que entrar.
El hambre era ya grave y algunas se aventuraron a las calles de ese barrio de Iztapalapa para buscar algo que comer. Tuvieron éxito y comimos algunas chatarras sobre las escaleras de aquel penal.
Cerca de las cuatro de la tarde, los mismos que nos habían traído nos regresaron en el mismo vehículo. Regresar a las calles de esa ciudad con su cielo plomizo tenía un sabor diferente. ¿Así sabe la libertad, o al menos el no estar físicamente encerrada? ¿A eso sabía?
Contamos oralmente nuestra aventura a las otras mininas que no habían podido asistir a aquel maravilloso juego, prometimos repetir alguna otra ocasión el asunto e ir más preparadas, pero lo cierto es que ya no hubo la oportunidad.
Agradezco a la escuadra minina, a las que fueron y a las que no fueron a ese partido, todo lo que son y siguen siendo; pido a los dioses del estadio que ese oasis que viste de vino siga jugando por muchos años más, y es que hay equipos que son más que eso, que son más que un club, más que una acción revolucionaria y subversiva, son… la familia que una se hace. Uno, dos, tres… miau.

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