En este
manuscrito donde se suponía que solo se iba a hablar de estrógenos y fútbol, se
cuela la narrativa de un equipo de machos. Y es que no pretendo alimentar ninguna
guerra en contra de ellos porque entiendo que el enemigo está dentro de cada
una y de cada uno, en la estructura, los roles y esa forma funesta de
despreciar la vida a la que llamamos machismo. Considero legítimo el miedo y la
rabia de muchas; las aberrantes cifras de feminicidios y violencia en contra de
las mujeres solo por ser mujeres lo validan, pero hoy prefiero que este partido
que se juega en estas páginas sea una celebración de que, al menos en la
cancha, las cosas pueden ser mejores y que desde el fútbol se puede aportar
algo a eso que llamamos equidad.
Los
equipos que se permiten tener entre sus miembros a quién sea, sea lo que sea,
mientras muestre capacidad para jugar y aporte a la camaradería, son faros en
este mundo continuamente cegado por la niebla.
Antes,
las mujeres que querían jugar fútbol debían asumir eso de jugar con hombres en
ligas masculinas pues no había opción; en cierta forma era triste y bastante
difícil; más aún, cuando dentro o fuera de la cancha aparecían los Ku klux
Klan del barrio, ¡upa, hijos de su rechingada madre, cómo
fastidiaban esos mitoteros con sus gritos, burlas, quejas e insultos al acusar
de marotas a las mujeres que se atrevían a jugar! Pero al mismo tiempo, esa
encrucijada te permitía aprender de los mejores, porque hay que admitirlo:
ellos, los hombres, habían sido los dueños casi absolutos de la pelota durante
más de una centuria, y si una quiere aprender a volar no va con los peces, va
con las aves. Hay que decirlo, las que nos curtimos en esos cielos fuimos
siempre las de mayor nivel en las ligas femeniles cuando estas comenzaron a
proliferar.
Si te
tocaba tener por maestro a uno de esos gallardos que habían logrado llegar a
eso de ser profesional en el fútbol, aquello era como saber que te estaba entrenado
un jedi certificado tipo Obi-Wan Kenobi. Creo que muchas de la vieja
guardia tuvimos ese honor. Ahora, gracias a la lucha y perseverancia de muchas,
las nuevas generaciones tienen acceso a eso y más (jedi mujeres, por
ejemplo).
Entremos
en materia, el Wolverhampton de la liga Premier de los viernes en la cancha del
Fragata de Coyoacán era un grupo de desertores. Todos ellos se habían separado
de la gran nación de Fútbol Unión, institución fundada por Fede y que tenía un
equipo de fútbol para cada día de la semana además de sesiones de
entrenamientos.
Fede,
un tipo delgado y de cabello crespo, era de esos pocos seres humanos sobre la
tierra que habían hecho válido el sueño máximo de jugar en la primera división
profesional. Carecía del carácter petulante de saberse privilegiado y en cambio
tenía el don del trato amable con la gente, de no haber sido futbolista
seguramente se hubiese dedicado con éxito a las relaciones públicas. Juro por
estos ojos que eso de que había jugado en primera división no era un mito, era
algo que podía comprobarse sobre la cancha, y lo que vi hacer a Fede en cada
partido era de otro nivel. Cómo no confiar en tanto fútbol que desbordaba en
cada partido, en cada recepción y en cada golpe perfecto a la pelota.
Entrené
bajo las órdenes de Fede durante casi un año y fue de las mejores cosas que me
pudieron pasar en la vida. Cuando me tocaba jugar en las ligas femeniles yo
volaba sobre el campo, cuando me tocaba jugar en las ligas varoniles, lo
aprendido en esos entrenamientos me ponía en situación de poder competir sin
desmeritar a mi género, al contrario que creo que siempre lo puse en alto.
Nunca fui tan prospera en mi juego, ni siquiera cuando tenía diecinueve años y
pensaba que iba a vivir por siempre.
Pero
todos los ciclos terminan y el mío en Futbol Unión terminó una noche templada
de mayo. Atribulada y con el corazón contrito, decidí marcharme y pasaron
algunos meses hasta que recibí la invitación de otros que habían salido de la
orden de Fútbol Unión para conformar un equipo de parias. Jugaríamos las noches
de los viernes. Era una invitación a sembrar sobre el rastrojo.
Algunos
de ellos habían pasado por la nación de Fútbol Unión como parte de la gran
Fiorentina de la liga del sábado, un equipo que había comenzado como el peor de
todos los equipos de la liga y que para el final de nuestro último torneo había
logrado alcanzar la calificación a la liguilla. Otros habían sido parte del
Everton de los viernes e incluso algunos habían jugado tanto en el Everton como
en la Fiorentina.
También,
muchos de ellos habían servido bajo las órdenes de Fede en la gran batalla de
Camaño, en contra de las huestes del Deportivo Achichipico.
El
campo de Camaño era un severo llano de tierra en el fondo de un valle rodeado
por mezquites y altozanos a los pies de la Sierra de Huatla. Era campo de
fútbol solo porque la cal viva de sus líneas así lo ordenaba. El río Tepalcingo
tenía un palco en uno de los costados de aquel campo y si alguna pelota caía en
sus aguas durante la época de lluvias, ya se la podía dar por perdida. Sobre
aquel acre lleno de anfractuosidades y rodeado de acequias, brazos artificiales
del río, el Deportivo Achichipico acorralaba a sus rivales que se atrevían a
retarlos. Para cualquier otro conjunto aquel campo hirsuto podría haber
representado una terrible amenaza, pero no para la compañía que ese día llevó
Fede, aquello era una aventura digna y emocionante para aquellos que se habían
presentado ahí a jugar.
El
partido aquel se jugó con una temperatura cercana a los cuarenta grados
centígrados y nosotros estábamos en el plan de visitantes y de víctimas, las
dos cosas a la vez. Al final de los noventa minutos reglamentarios, mis
compañeros perdieron una ventaja de dos goles a cero y aquello se fue al tiempo
extra con empate a dos, juego bastante parejo.
El
trámite del partido había sido terrible, los de Achichipico no eran neófitos y
algunos de ellos tenían bastante talento para el fútbol. En el alargue, el
marasmo comenzó a ser insoportable y fueron los de Achichipico los que nos
pusieron contra la pared; pero mis compañeros tuvieron el tesón para lograr
terminar aquellos treinta minutos de locura con un 4-4. Los que mirábamos ya no
éramos de palo, lo emocionante del juego nos había hecho brasas el alma.
El
local terminó llevándose la serie de penales que continuó con el tenor
dramático del resto del juego, pero nos habíamos ganado su respeto y a su vez
ellos se habían ganado el nuestro. Fue una tarde grandiosa la de aquella
batalla que terminó con los dos equipos bebiendo juntos, todo a base de cuatecomate
y caguamas al por mayor. Y varios de los legionarios de aquella gesta de Camaño
conformaban ahora el grupo de bandoleros del Wolverhampton.
Durante la primera parte de la temporada nos
fue bastante bien. Luego, pasó lo que suele pasar en casi todos los equipos
amateurs del mundo: la gente comenzó a faltar. Hubo partidos en donde jugamos
apenas con el mínimo de jugadores permitido y aun así logramos algunas
victorias… o al menos logramos preservar la dignidad de manera decente. Pero el
bache fue tan profundo que terminamos en el noveno lugar de la clasificación de
entre veinte equipos. Sin embargo, no era algo tan malo para haber sido el
primer torneo.
En la
copa fue que comenzó a suceder lo mejor, aunque no sin contratiempos, fuimos
pasando las distintas fases y para la última semana activa de diciembre nos
encontramos con que jugaríamos la final en contra del Tottenham, un equipo de
respeto en la liga.
A los
veintiún días del mes de Diciembre del año 2018, en punto de las siete y media
de la noche, sobre la grama sintética del Fragata que otrora había sido un
terraplén de barro no menos desolador que el campo de Camaño, los jugadores del
Wolver comenzaron a llegar.
Previamente,
durante las horas anteriores al juego, ya se sabía que aquello volvería a ser
un capítulo sostenido por el heroísmo
pues estábamos justos, no teníamos cambios. Solo uno de los integrantes,
Daniel, había dejado abierta la posibilidad de aparecerse esa noche si lograba
librarse del trabajo (mis bandoleros en la cancha debían soportar fuera de esta
la rutina diaria del godin citadino que se gana el pan y el fútbol con
el sudor de su frente).
En
efecto, ese viernes tenía su atmósfera de mustio final de semana con ánimos de
terminar en posada navideña con borrachera incluida, sin nada que ver con un
partido de fútbol. Pero por alguna razón, el rival, la banda del Tottenham
estaba completa, hasta podían hacer dos equipos esa noche si lo hubiesen
querido.
Nuestra
indumentaria era una camiseta en vivo color anaranjado con el escudo del lobo
del lado del corazón, los pantaloncillos en negro y las calcetas del mismo
anaranjado chillante. Mientras algunos ya peloteaban en nuestra mitad del
terreno, otros se ajustaban las calcetas, colocaban las espinilleras, los
botines o sepa dios que otros rituales previos hacían para amainar la maldita
tensión de esa espera que estaba a punto de llegar su fin.
El
alumbrado del campo descubría lo que podía. Los eucaliptos que rodeaban el
complejo no parecían morirse de frío como si parecían hacerlo nuestros pocos
acompañantes que nos apoyarían esa noche desde la grada, eran las familias o
parte de, de algunos de mis compañeros. A una el helado ambiente se le
olvidaría luego de unos minutos de juego, pero los que nos apoyaban, que eran
poco más de una decena, lo tendrían que sentir todo el tiempo que durase el
encuentro y fueron dignos en ello.
La
terna arbitral ajustó el cronómetro y llamó a los capitanes de ambas escuadras
al centro del campo para el protocolo correspondiente. De nuestra parte hubo
duda sobre quién sería el capitán. Al final, Damián fue designado como nuestro
comandante para esa noche de final. Todo estuvo listo y el central indicó que
otra versión de la guerra por las ilusiones y esperanzas debía comenzar.
Nuestros
primeros minutos fueron para desterrar la desconfianza que llevábamos dentro y
que nos abatía el alma y hasta los pulmones. Teníamos una larga noche y
debíamos encontrar el modo de salir abantes de aquel partido en el que nuestro
triunfo pendía nomás de una brizna.
Aún no
puedo explicar exactamente a qué se debió nuestro buen comienzo, pero así lo
sentimos y realmente fuimos un engramado agraciado como equipo, quizás era la
sensación de no tener nada que perder. El Tottenham, al verse superior y sentirse
superior (nos habían ganado en la liga) llevó el gasto del encuentro durante
ese principio de partido, le pusieron intensidad y fuerza; pero les sobró
rudeza y quizás eso fue lo que también encendió los motores de la arcaica nave
de deseo del Wolver.
El
aspecto de aquellos lobos sobre la cancha era el de una desbandada de
perdularios con algunos pocos agregados culturales, nada que ver con los cara
pálida del verdadero Wolverhampton de la Liga Premier de Inglaterra donde
jugaba el caballero águila Raúl Jiménez. Y nuestro juego era más parecido a
eso, a estrategias de nómadas del desierto en tiempos de hambruna. El que el
rival llegara queriendo guerrear fue lo que posiblemente más nos convino. De
haber asumido otra actitud los del Tottenham quizás se habrían llevado el
triunfo sin problemas, pero se habían atrevido a retar a aquellos viejos lobos
que eran mis compañeros, esa insolencia nos impidió despedirnos de ese torneo
como viles jamelgos.
Debo
contarles ahora de mis compañeros: En la portería estaba uno de esos agregados
culturales del equipo, era el Mae, el guardameta llegado desde el sur, de la
tierra de los volcanes y áreas naturales protegidas, la gran Costa Rica de
Keylor Navas y Gabelo Conejo. El tico era un alto y corpulento arquero de cabello
siempre bien peinado y barba de candado. Como portero no desentonaba con la
raza de los ya mencionados, si salía en una buena noche era seguro que
ganaríamos, si salía en una mala le pasaría lo que a todos los arqueros del
mundo que se equivocan, ingrata posición la de la portería.
Mae se
la pasaba todo el juego gritando y regañando a su defensa. Yo daba gracias al
cielo de siempre haber sido compañera de aquellos hombres y no su rival pues
eran literalmente unos malditos en el juego, se las sabían de todas todas y
gustaban de traer a pan rancio y meados a los delanteros rivales. Raúl era el
dueño de esa central, un tronco robusto de piel morena y corte de cabello
estilo militar, era un tipo que en el campo daba la impresión de ser un peñón
pedregoso y hostil. Era duro con los contrarios, si estos soltaban la lengua él
sacaba el hacha y desde ahí se veía a qué cuero le salían más correas. Por
arriba era casi imbatible y solamente si lo tomaban mal parado en el espacio en
largo es que realmente se volvía vulnerable, pero ese era el problema para los
rivales, sorprenderlo. Afuera el tipo era de buen corazón, en realidad aquí los
defensas los voy a describir secamente porque sobre el campo eran como planetas
agrestes donde los delanteros rivales debían ir a mendigar balones, pero fuera
siempre me parecieron grandes tipos.
El otro
central era Armando, igualmente corpulento aunque con mucha más técnica que el
resto de su defensa, lo cual nos servía para darnos mucha tranquilidad en la
salida. Una de las laterales era de otro digno habitante del Tollan, con la
calva completa y el pundonor desbordado, Morza era uno de esos guerreros que
todos quieren tener en su ejército: incansable, inmisericorde y sin vergüenza
de ir al ataque. En la otra lateral desfilaron un montón de jugadores que no se
hallaron hasta que llegó Roberto, el último de los agregados culturales del
equipo, llegado desde la tierra que a Cristóbal Colón le pareció el paraíso
terrenal, la pequeña Venecia como la llamó el mentiroso de Vespucio, y que terminaría
siendo la gran Venezuela. Su barba y su cabello largo le daban el aspecto de
ser realmente uno de aquellos piratas que se ocultaban en los rincones del
Orinoco en los tiempos de las calaveras y galeones. Roberto había dicho durante
mucho tiempo que era delantero, pero el fútbol no se atiene a lo que una le
dice, el balompié es el que te coloca en la posición donde eres más apto, y eso
le pasó a Roberto que encontró en esa visión de la lateral la paz futbolística.
La
defensa la completaba David, un auténtico barril de pólvora. Lo mismo jugaba la
central que la lateral, y en ambos puestos, por lo alambicado de su juego, se
notaba su origen de mozo educado en las inferiores de algún equipo profesional.
Pero era de mecha corta, si un rival lo molestaba David lo hacía pagar, y no lo
expulsaban por las faltas que cometía, no, lo echaban por lo que dichas
infracciones podían desencadenar después: le sacaron más tarjetas en el
campeonato por sus reclamos que por sus golpes certeros a las piernas de los
rivales. Era muy sensible a las injusticias y los árbitros no suelen ser justos
en ningún caso, y así explotaba el polvorín.
Esa
defensa mantuvo vivo al equipo durante varios partidos a lo largo del torneo.
Sí, cometían errores pues eran humanos, pero luego de cada error los vi
levantarse y seguir en la batalla cada vez.
El
mediocampo del Wolverhampton fue un cabaret durante todo el torneo, era el
sitio más inestable del equipo, por sus posiciones desfilaron multitud de
jugadores que ya hasta los nombres de la mayoría los he olvidado.
El
terrateniente de la zona era Diego, uno de esos tipos raros que le van al
Atlante a pesar de todo. Diego había sido educado azulgrana y ese carácter era
el que le ponía a cada pelota que disputaba en la contención del Wolver.
Llevaba la calva expuesta como Morza y era sin duda el de más sapiencia a la
hora de plantear un partido. Lucha, fortaleza y de vez en cuando un buen pase
es lo que aportaba Diego. Yo era la escudero de ese hombre en esa zona del
campo, corriendo a lo que él me indicara y llegando dónde él me dijera, la
infantería del equipo con tipo de Juana de Arco descalichada, y no era algo que
me desanimara, al contrario, servir para cualquier cosa en esos partidos,
aportar aunque sea un regreso a toda velocidad al menos para hacer mosca al
rival, me llenaba.
Por una
de las bandas estaba esa noche el Yayo, ya no tenía el juego rasposo de los de
más atrás (mucho menos yo lo tenía), pero su ida y vuelta por su banda era uno
de los canales más transitados del Wolver para poder ir al ataque. Era un
impredecible, lo mismo te hacía una jugada de crack que cometía una falla
imperdonable. Ese día de la final jugó uno de sus juegos más brillantes,
gracias a las estrellas que así fue.
Y esa
noche jugamos con dos delanteros, qué insolencia la nuestra. El primero más
recogido como falso nueve era Martín, un tipo alto a estilo Zlatan, y explosivo
cuando tenía la pelota. En un juego había logrado anotar la friolera de cuatro
goles prácticamente él solo… era así, a veces pasaba inadvertido y de pronto
aparecía como un fantasma. En la semifinal, la cual ganamos por uno a cero él
había hecho el único gol del partido. Era uno de los ídolos de aquel pueblo
errante wolverino.
El otro
delantero de esa noche era un caso anómalo pues era en realidad un guardavalla,
pero como Mae estaba en la puerta y su juego de pies no era el mejor, la opción
era mandar a Damián al ataque, a lo Jorge Campos. A diferencia del Brody de
Acapulco, Damían era robusto y confiaba más en su fuerza que en inventarse
filigranas. Era el poste ideal para el equipo, el tiempo que le daba al juego
reteniendo la pelota era vital para que los demás nos pudiéramos agregar al
frente de ataque. Hacía goles, algunos de factura tan notable que hacían que se
nos olvidara que era arquero.
Hay que
decirlo, nuestros delanteros eran capaces de sacar agua de las piedras cuando
la situación parecía insostenible.
Ese era
a grandes rasgos el Wolver que se plantó esa noche sobre el campo del Fragata,
bandoleros sí, pero de los mejores.
La
gente gusta de hacer comparaciones entre la edad de las cosas u animales con la
edad humana, bueno, en edad humana el Wolver ya tenía arrugas y canas, casi
todos los integrantes del equipo ya pasábamos de los treinta y no se asomaba en
el equipo ningún canterano que resultara refrescante. Por lo anterior, el juego
del Wolver era pausado y paciente, sostenido por la rutina de reducir los
espacios pues en largo cualquiera de los jovencitos hábiles de los otros
equipos podían machacarnos.
Regresando
a la final, no hubo mucho tiempo para que se apareciera el primer mal augurio
de la noche. Uno de los delanteros del otro equipo entró desbordando por el
centro, justo por enfrente de las narices de nuestra intimidante defensa. Morza
jura hasta hoy que él no tocó ni un pelo del cacique aquel que se desplomó
dentro de nuestra área como si alguien le hubiera pegado un tiro desde lejos.
Raúl lo seguía por detrás y quizás él si le puso alguna patada, vayan ustedes a
saber. El caso es que el árbitro nos marcó en contra un penalti que ellos
cambiaron por gol.
Ese
tipo de cosas afectaban profundamente el ánimo del Wolver pero luego del gol en
contra nadie se desesperó. Ni siquiera los árbitros fueron víctimas de nuestros
reclamos pues no hubo ninguno. El caso es que continuamos tan tranquilos que
pareció que nosotros les hubiésemos hecho el gol a ellos. Seguimos en tenor de
concentración total en un juego que a pesar del gol no dejó de ser ríspido y
cortado por las continuas faltas de uno y otro bando.
Alcanzamos
en el marcador antes del final de la primera parte y fue por la misma vía de
castigo que el primer gol, un penalti. Fue Damián esta vez el que cayó dentro
del área de ellos. El árbitro, el mismo que nos había castigado en primera
instancia a nosotros, le otorgó la infracción. Los rivales tampoco reclamaron
mucho.
En un
principio Damián parecía ser el que se iba a ser el encargado de hacer el tiro,
pero Martín le pidió la pelota y cobró fuerte y al palo izquierdo del
guardameta. Estábamos empatados y bien dice el dicho que caballo que alcanza
gana.
Lo
cierto es que, salvo la jugada del penal, no habíamos generado mucho peligro al
arco de los rivales y ellos tampoco al nuestro, pero así es la vida y así es
este juego tan incomprensible a veces.
El
asunto es que nos tocó la buena fortuna de irnos al frente en el marcador en un
tiro de esquina en donde Raúl, nuestro central, fue a rematar al área. El
centro fue bueno y el remate lo fue más. Uno de los defensas todavía hizo un
último esfuerzo por brincar y sacar la pelota con la cabeza pero esta lo superó
en su parábola y lo único que logró el defensor fue hacerla rebotar con más
fuerza sobre la parte superior de la red que colgaba de aquella portería. Y en
algún punto esa madeja de hilos debió haber estado rota porque la pelota brincó
fuera del marco y por un instante dio la impresión de que no había entrado, de
que había pasado por encima del larguero. Para nuestra fortuna la ilusión
óptica no engaño la vista de ninguno de los nazarenos y nadie tuvo que robarnos
nada. Era gol de Raúl y era el dos a uno, estábamos perfectos.
Durante
el descanso que nos supo a muy poco, acordamos que debíamos seguir igual, no
bajar el ritmo ni la guardia. Los rivales estaban pegando pero nosotros
también, no le íbamos a jugar al noble en esa guerra o nos llevarían por
esclavos. Incluso en mi caso, ya me habían dado una patada, el contención de
ellos, de esos golpes mala leche con la rodilla y hacia el muslo para que el
dolor te acompañe todo el resto del juego y de la semana. Ni siquiera reclamé.
Una debe aprender a callarse esas cosas y esperar mejor momento por si te las
puedes cobrar de otra forma, como un gol o una buena jugada que escosa al rival
en su orgullo; pero sin duda, si había alguien sobre ese terreno de juego en
quién se vería ridículo quejarse, esa era mi persona. Había que recordar
que yo era la invasora y no ellos.
La liga
dejaba incluso un camino para los palurdos, una salida legal para evitar la
desgracia de permitir a una mujer en la cancha, la regla decía que un equipo
podía negarse a que la mujer jugase y listo, los árbitros deberían respetar su
posición y echarme. Entonces, en teoría, los rivales me soportaban pues ninguno
aplicó jamás esa regla. Por supuesto, debo decir que gran parte, quizás un 99%
de esos hombres, me mostraron siempre su respeto y me hicieron saber que, en el
peor de los casos, mi presencia les importaba un comino.
Con el
dos a uno nos presentamos a la segunda parte. Creo que todos nos habíamos
guardado algo, no habíamos jugado al cien por ciento de nuestro esfuerzo durante
la primera mitad pensando en que no teníamos cambios y que el rival los tenía
de sobra.
A los
pocos minutos de iniciada la segunda parte, en una jugada sobre las
estribaciones del medio campo, el mismo gigante patagón de ellos que me había
dado una patada en el primer tiempo, le asestó una plancha a David a la altura
del abdomen. La pelota había estado en disputa y quizás eso no dejó en buen
juicio a los árbitros para ver aquello como fue, dejaron correr la jugada y
casi nos cascan un gol por no entender cómo es que no se había sancionado ni
falta. Pero David apuntó las placas y él mismo asestó, también a la altura del
medio campo, una patada certera a uno de los rivales como quién piala una res
en despoblado.
El diez
de ellos salió diciendo maldiciones, que éramos unos cerdos y que la chingada
madre que nos había parido a todos. Yo le recordé la patada anterior y le dije
que dejara de llorar lo que no podía defender con su juego. Para colmo de
ellos, desperdiciaron ese tiro libre a su favor con un disparo infame y me
dieron la razón.
Conforme
avanzaba la segunda parte, Mae comenzó a tener más y más participación. Para
nuestra fortuna, era de esas noches en las que hasta la fortuna lo acompañaba.
En una jugada salió un poco tarde a los pies de un rival pero alcanzó a tocar
la pelota con las patas y el delantero tuvo que quedarse con las ganas de
festejar el empate. Y cada vez nos cansábamos más más y más pero claveteamos
nuestra portería a base de esfuerzo y agallas.
A mí ya
me temblaban las piernas de tanta ida y vuelta porque lo cierto es que también
les apedreábamos el área de vez en cuando a esos del Tottenham, no solo nos
defendíamos. Pero también era verdad que a ellos se los iba comiendo la noche,
cada segundo que pasaba los acercaba más a la desgracia y esa presión los
llevaba a dar mal un pase, a errar sus disparos o medir mal los tiempos. A cada
bando se lo comían, de a poco, sus propias angustias.
Y
entonces ocurrió la jugada del partido de la que hasta el día de hoy bebo como
si fuera vino de dulces sarmientos. La pelota quedó bailando solitaria por mi
banda y corrí en dirección hacia ella con un rival a mis espaldas. Lo medí tan
bien que cuando cuchareé la redonda él quedó pagando para siempre, vilmente
engañado. El brusco cambio de dirección me puso con toda la pradera derecha
para correr y en eso confié, en el tranco largo, pero el cinco de ellos tenía
otros planes. Ni siquiera lo vi llegar. Me cargó con toda su furia y me puso el
codo casi en el pescuezo. Di un costalazo al suelo cual vaca cansada, pero la
indignación me hizo levantarme de inmediato para buscar una explicación sobre
el rostro de aquel malnacido. Y no sé bien quién lo gritó, si fue desde su
banca, él mismo o alguno de sus compañeros de campo, el caso es que se escuchó
fuerte y claro: “Este juego es para hombres”. La guerra había sido declarada
desde hacía tiempo, pero aquello era una estrategia tan deslucida y poco
honorable como ridícula.
El
árbitro amonestó al infractor y aquello no pasó de reclamos y dimes y diretes y
la debida retahíla de reproches. Tampoco hicimos mucho con ese tiro libre pero
la pelota volvió a llegar a Mae, nuestro meta, quien me puso una joya de
despeje al pie tan precisa que es injusto llamarla despeje, aquello fue un pase
en toda regla desde su área hasta la mitad del campo. Recibí la pelota
dejándola correr y me topé con el lateral de ellos que salió a cerrar. Con la bocha
en total posesión, giré hacía mi portería de nueva cuenta y de reojo vi que el
medio de ellos por esa banda me quería hacer el dos contra uno, pero venía mal
perfilado el pobre. Lo tomé a horcajadas sobre el césped y el caño fue el
chasco que cerró la noche. La pelota le rozó un poco sobre la pantorrilla
derecha al rival y eso me convino más pues la linda que todos aman quedó ahí
muerta para que yo pudiera dar el pase con mayor tranquilidad. Más de uno gritó
el ¡ole! y algunos remataron con risas.
No,
señores, este juego no es para hombres, no solo al menos, este juego es para
todos.
La pelota le quedó a Damián con un mundo de
opciones para elegir pues Martín estaba también mano a mano y con espacio. Pero
el guardavalla ingénito avanzó, se perfiló y de fuera del área sacó un tiro tan
potente y preciso como un rayo láser que pegó en el tubo de atrás de la
portería de ellos y levantó el grito de gol de nuestro pueblo. El rebote había
sido tan rápido que alguno de sus defensas juró que la pelota no había entrado.
Yo misma pensé que aquella pelota, o no había entrado o había ido tan rápido en
su viaje que por un segundo se había integrado al hiperespacio.
Como
fuera, era el tres a uno y el callejón del tiempo era cada vez más estrecho.
A pesar
de la adrenalina derramada por el tercer gol yo ya estaba exhausta y miraba
constantemente el reloj del pizarrón electrónico del campo. Y fue que la buena
estrella nos dejó otra sorpresa para los tiempos difíciles. Había llegado
Daniel, tarde pero había llegado. Él era un buen jugador, de esos que tratan
bien a la pelota y la retienen.
Fue así
que observé desde aquel parián que era nuestra banca, los minutos que quedaban
en el reloj. Todo hubiese sido menos tenso si no es porque Martín decidió
regalarle a todos los presentes un final cardiaco: perdió una pelota y en su
festinación por recuperarla cometió una falta y, por segunda vez en la noche,
los contrarios cobraron desde los once pasos. ¡Maldición!
Mae no
pudo atajar el disparo pero durante el protocolo del penalti mis compañeros
perdieron más tiempo que el que hubiera perdido cualquiera en la insulsa fila
para comprar tortillas. Cuando la pelota estuvo sobre el centro del campo para
que nosotros reanudáramos el juego, el reloj marcaba que quedaba únicamente
minuto y medio. ¿Cuán largo puede ser un minuto y medio? Tan largo como la
eternidad o lo que duran mil repúblicas y un imperio.
Ellos
todavía tuvieron una última chance para empatar aquel drama sobre nuestra
resistencia, pero su último disparo salió desviado.
Los
árbitros no añadieron mucho. Soterrado el Tottenham, algunos de sus integrantes
todavía querían camorra y armar bochinche, pero ninguno de mis compañeros se
enganchó con las provocaciones y mejor se entregaron al jolgorio. Otros nos
felicitaron por el triunfo demostrando su grandeza como guerreros que saben que
en estas batallas futboleras hay siempre otra oportunidad para tomar revancha.
Mientras
nos tomábamos la foto del recuerdo, Morza nos confió que era la primera vez que
ganaba un trofeo. El tipo llevaba millones de leguas de viaje futbolero y hasta
ese día había podido ganar algo.
Y
terminó el asunto. Ganar arregla cualquier equipo por perdido que esté, y en
cierta forma nosotros necesitábamos esa copa bruñida para permanecer en nuestro
peregrinaje errante como mercenarios en aquel templo futbolístico llamado
Fragata.
Yo me
llevé varias cosas de ese juego y de ese campeonato con el Wolverhampton, cosas
para atesorar.
Cada
uno contará historias sobre todo esto que pasó y diremos a quienes nos escuchen
que todo fue verdad, la batalla de Camaño, la deserción, y esa final que le
arrebatamos al orden de las cosas. La esperanza sigue intacta y el ánimo está
crecido, y vamos juntos, porque el fútbol es de todos, el fútbol es para todos,
para los altos, los bajos, los gordos y los delgados, para los que siguen las
reglas y para los que las rompen, para los bandoleros, para los grandes
maestros del juego y los que apenas si saben jugarlo, y sí, también es para
todas nosotras.
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