jueves, 20 de diciembre de 2018

DOMINGO. Uno, dos, tres... miau.

Foto de Sol Montelongo


Jugar… jugar es siempre una aventura, un disfrute, un salto a la libertad; por ello, aún bajo el corsé del mercado puesto, jugar al fútbol siempre tiene algo de revolucionario cuando las que juegan son mujeres. Un acto de sedición, un escupir a la cara al mandato social, jugar es rebelión. Soy consciente de que tal aseveración resulta exagerada, sino es que ridícula, en un contexto, en un país, en donde mueren asesinadas hasta cuatro mujeres al día, donde miles han desaparecido y pueden aparecer sin vida en lo profundo de las barrancas, en el fondo de los desagües, abandonadas en parajes desolados o en plena vía pública como viles despojos. Es imposible tener la cifra de cuántas son violadas o cuántas sufren violencia… En fin, hay zonas de México en donde sigue siendo una mierda ser mujer, y en ese escenario de misoginia, impunidad y violencia, esto de jugar fútbol es la cosa menos importante.
A pesar de ello, a algunas nos parece que jugar tiene algo de bueno, pertenecer a un equipo puede ampliar tu red de empatía, conoces mujeres valientes y con otras formas de ver la vida, ya no solo tienes a la familia, a las compañeras de trabajo o a las amigas de la escuela, se suman tus compañeras de equipo y cualquier cosa que sume es, quiero creer, valiosa.

Por lo anterior, este texto está dedicado a las más revolucionarias de todas, a la escuadra que nació de la revuelta, del movimiento político, del hartazgo traducido o trasformado en acción creadora, solidaria y soñadora. Su nombre era para confundir porque de Mininas adorables estas chicas no tenían ni la pinta (bueno, algunas sí). Su primer sacrilegio fue contundente: formaron un equipo solo para divertirse. Y lo peor, antes de esa experiencia, la mayoría de ellas ni conocían a la pelota, aquello era una sublevación en letra mayúscula. No eran un esfuerzo resultado de la moda, las Mininas F.C. se había formado mucho tiempo antes de la aparición de la liga profesional MX femenil. Su origen, en cambio, estaba en el movimiento juvenil opositor en contra de la elección de Peña Nieto en los comicios del año 2012 y que llevaba por nombre #Yosoy132. Eran hijas directas de la primavera y aunque el partido oficialista de la oligarquía mexicana se “robó las urnas” a punta de tortas, refrescos y tarjetas con crédito miserable para comprar en un supermercado, las Mininas prevalecieron.
El mundo competitivo del fútbol, incluso en el amateurismo más modesto, les iba a cobrar caro la factura de atreverse a jugar; pero lo cierto es que siguen hasta hoy, divirtiéndose. Ya no solo pierden, también, ahora cada vez con más frecuencia, ganan.
Se cuenta, porque no estuve ahí, que al primer partido de las Mininas asistieron varias mujeres que ya nunca más volvieron para el segundo partido, pero es entendible que esto de patear la pelota no les guste a todas. En los subsecuentes juegos fue que comenzó el interminable hilo de derrotas que suponía, de antemano, la inexperiencia.
De esos ayeres también data el nombre del equipo y se lo debe a alguna integrante amante de los gatos que no pudo pensar en otra cosa para salir al paso ante la profunda pregunta que le hizo la dueña de la liga: ¿Cómo se llamará su equipo? Solo felinos le vinieron a la mente, en este caso felinas, y además ferales. De esos primeros juegos de Mininas en estado salvaje para el fútbol quedan algunas jugadoras al día de hoy.
La dueña del arco es y sigue siendo Valeria, una de esas guardametas que no se alejan mucho de su línea de gol, ya no digamos de su área. Al ser las Mininas un equipo tan malo en sus primeros días, la portera fue la que más súbitamente recibió entrenamiento forzado de tantas veces que las rivales llegaban hasta su portería. De tantos y tantos goles recibidos, Valeria se había convertido, luego de años, en una portera confiable y sobria. Era investigadora de profesión y de humor ácido por convicción, se desconoce si el método experimental le sirvió de algo en el fútbol, pero sin duda su sentido del humor le permitió pasar, sin volverse loca, por el duro paso del aprendizaje de un nuevo deporte en frío (sin albur), después de los treinta, sin entrenamiento, sin guía, así no más como corresponde a las más valientes: te pones los guantes y que chinge a su madre, que pase lo que tenga que pasar.
Su defensa no era menos dramática. Ahí la capitana eterna del equipo se llamaba Bárbara y luego de años sigue en eso de tratar de quitarle la pelota a las delanteras rivales. Más allá de su juego, la capitana cumplía con otro papel fundamental como en cualquier otro equipo: era el pilar moral del conjunto, además era la más longeva y por su sapiencia parecía tener cien años de edad. En los peores momentos, Bárbara no soltaba insultos y maldiciones, tampoco grandes discursos, se atenía a la simpleza y a la contención de la desesperación de un grupo de mujeres que eran goleadas cada ocho días. En Bárbara confiábamos.
A su lado pasaron un sinfín de jugadoras que intentaron perseverar en aquella defensa machacada. Una de las que permaneció hasta hoy fue Naty Rod (abreviatura de Rodríguez), muchas veces la más joven del equipo y de las pocas que tenían experiencia previa en eso del fútbol por haber formado parte de una escuelita de soccer, de esas que comenzaron, de a poco, a recibir niñas.
A pesar de cualquier resultado de partido, la familia de Rod siempre estaba ahí cada vez que ella iba a jugar, eran la hinchada más devota de las Mininas, no cantaban ni alentaban como la barra brava de algún equipo argentino, pero era bueno saber que al menos alguien le era fiel a esa demencia.
Por esa defensa pasaron y pasaron jugadoras, algunas como Dulce la “Choco” Ruíz, Gaby Bonilla, Berta la llegada de Tampico, Lucero (que se rompió la tibia y peroné en una infortunada jugada), Dany Reza o Karlita Ávila (entrega y juventud). Soportaron todos los obstáculos para permanecer en el equipo bastante tiempo, dejando su nombre para la posteridad.
La media cancha de las Mininas no era mejor que su defensa, ahí también había mucho intento y pocos éxitos. La más combativa de todas era Natalia Kinsky, una estudiante universitaria de cabello larguísimo y renegado como lo era su alma, al principio robaba más dramas amorosos a la vida que pelotas a las rivales, pero con el tiempo compensó esa estadística, no por dejar de intentar en eso del amor sino porque realmente comenzó a ser muy efectiva quitando balones en esa media cancha.
En esa zona, gente como Nere, y más tarde Lucy, Alexa, Kore y Mani, le trataban de poner talento al asunto.
Nere era de las que tenía más experiencia previa jugando y por ello destacaba de inmediato, ella venía de las lejanas tierras del norte.
Cuando llegaron Kore y Mani, que eran jugadoras ya mucho más hechas de las regiones de Azcapo e Iztapalapa, el equipo tomó un potencial importante en las competencias.

Lucy Reza era hermana de Dany, la defensa, y sabía pisar la pelota además de tener sentido del ataque en un equipo que pasaba casi todo el tiempo defendiéndose.
Arriba, gente como Gema (hermana de la cancerbera Valeria), Marisol o Moni, intentaban rematar como fuse cualquier balón que les quedaba cerca a gol, cosa que sucedía poco en las Mininas.
Alessa, una menor de edad fue otra de las que pasó por la delantera minina, esa chica tenía destellos de genialidad (por ejemplo, era una de las pocas que se atrevía a soltar pases de taco), pero al ser justamente eso, destellos, ocurrían poco y pasaba casi todo el resto del tiempo de los partidos participando de la recuperación de la pelota.
En ocho años de juego las Mininas han pasado de todo: de ser siempre últimas y festejar los empates contra equipos mediocres pasaron a convertirse en protagonistas de los torneos, hasta ahora sus máximos logros son haber alcanzado una semifinal de liga y una final de copa. En todo ese trajín, fueron atentas a todas las causas; por ejemplo, en alguna ocasión vistieron todas de negro y portaron el número 43 en la espalda para apoyar la causa de los cuarenta y tres normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.
En otra ocasión fueron a jugar un partido a Cuernavaca contra un  equipo de esa ciudad y en otra oportunidad jugaron un amistoso contra el grupo de poetas subversivos de los KFGC, un colectivo que escribió para el equipo frases poéticas y futboleras que hasta el día de hoy las Mininas portan impresas en sus uniformes.
Además, las Mininas contaban con su propio fotógrafo oficial en la figura del hoy cotizado Sol Montelongo, su obra plasmada en las diversas placas futboleras cuenta de mejor manera la historia de esta escuadra minina de lo que podrían hacerlo cientos de páginas escritas como esta.
Incluso, hubo un tiempo en que las Mininas tuvieron una sucursal en el fútbol mixto y se atrevieron a jugar en otras ligas. Por su banca han pasado cantidad de entrenadores que aportaron su granito (o una playa completa) de arena al mejoramiento técnico–táctico de las jugadoras; hoy ese puesto lo ocupa Ángel, un venezolano que parece tener bien claro todo lo que el espíritu minino significa: todas juegan, todas cuentan, todas son valiosas.
Ese grupo de mujeres no se limitaba a convivir dentro del fútbol, casi siempre, luego de cada partido, lo que quedaba de esas jugadoras se reunía a degustar pizza, devorar tacos o beber altas cantidades cerveza en la casa de Nere, que por entonces vivía cerca de la cancha. Aquello representaba el domingo perfecto, las tardes eran maravillosas y se iban como agua en juegos de mesa, observando partidos importantes por la televisión o en charlas interminables acerca de cómo solucionar los problemas del mundo o la crisis amorosa de la minina en turno. La que escribe, debe confesar que aquellas fueron algunas de las tardes más estupendas de su existencia.
Hoy podría contarles acerca de uno de los últimos partidos de las Mininas, aquel que jugaron contra la Naranja Mecánica (escuadra en dónde la que escribe es portera). Ese juego lo íbamos ganando por cuatro a cero y las Mininas nos lo empataron a cuatro. Un partido de locos. Pero no…
Solo diré que cuando conté lo sucedido a una jugadora de otro equipo, esta me dijo que yo debía estar muy molesta por lo sucedido, pero lo cierto es que no podía ocultar que aquella remontada en nuestra contra me daba cierta alegría. Y es que, antes de abandonarlas y convertirme en mercenaria de las canchas, yo alguna vez había defendido los colores mininos (que irónicamente son el vino y negro de la puta loba de Roma que amamantó a Rómulo y Remo) y el partido que se cuenta aquí data justamente de esos tiempos antiguos, del juego en contra de las reclusas del penal de Santa Marta.
Fue en el medio del verano del año 2016, un sábado. Nos quedamos de ver en las oficinas de la Secretaría de Seguridad Pública cerca del metro San Antonio Abad en punto de las nueve de la mañana. De ahí, nos llevarían, en vehículos de la dependencia, hasta el interior del penal que se localizaba en la popular y ruda alcaldía de Iztapalapa. Se nos habían dictado reglas muy estrictas para poder ingresar al penal como llevar una identificación, llegar ya cambiadas y no introducir una larga lista de artículos prohibidos que sería ocioso repetir aquí.
Por lo complicado del horario (las Mininas siempre jugaban en domingo) varios de los iconos de la escuadra no estarían, empezando por Valeria, la portera. Tampoco estarían Bárbara, la capitana, ni jugadoras valiosas como Nere, Alexa, Gaby o Moni. Ante esas ausencias yo ocuparía la portería y Miriam, otra exjugadora de las Mininas para ese entonces, se haría cargo de la defensa. A pesar de nuestros avíos el cuadro era apenas justo para un partido de fútbol siete y lo integraban: Naty Rod, Natalia Kinsky, Lucy Reza, la joven Alessa y Gemma Luna.
No puedo contar aquí los detalles acerca de cómo accedimos al penal por obvias razones, pero si les diré que, cada que pasábamos un punto de control y una reja nueva se abría emitiendo el chirrido de sus corroídos goznes, nuestro nerviosismo crecía.
Habíamos sido invitadas por una persona que se dedicaba a promover este tipo de eventos para las reclusas, pero a pesar de ser invitadas se nos trató con la misma dureza que a cualquier visitante, o quizás un poco menos. El organizador nos confesó que la mayor parte de los equipos que eran convidados a jugar denegaban la invitación, los prejuicios eran enormes y conseguir escuadras para jugar era difícil. Alguna fuerza sobrenatural lo había llevado hasta las Mininas que, por su carácter fundacional, no podía caer en tales miedos y desprecios; las Mininas jamás se habrían negado a jugar ese partido.
Lo que vimos y sentimos ya estando dentro no tenía referentes en nuestra vida (por fortuna). Olviden el ambiente romántico de las películas de Hollywood, ahí dentro nadie vestía prendas naranjas ni te hacía pensar que eras Piper Chapman. Aquello era la rasposa e hiriente realidad de una sobrepoblada cárcel del tercer mundo. Las miradas de las presas hacia nosotras durante nuestro desfile por los pasillos eran diferentes en cada caso particular, a veces indiferencia, a veces  curiosidad y otras de aparente conmiseración. De algunas sentí sus pupilas como cuchillos, como ojos de lobas a las que les acababas de mear el territorio.
El murmullo, los sonidos de ese lugar eran también algo que amedrentaba: la jeringonza de las presas que nos cruzamos por esos pasillos y que era interrumpida abruptamente por las órdenes de las custodias. Sobre este caminar, Natty Rod, me compartió su testimonio:

Al caminar por los pasillos nos guiaron hasta el patio donde sería el juego, parecía como si la mayoría ya supiera que íbamos a ir, todas las mininas traíamos el uniforme puesto y mis oídos percibieron chiflidos, gritos y algunas palabras, pero todo se sentía como una bienvenida a su mundo, un mundo muy alejado al de la mayoría de nosotras las Mininas.

Dos guardias nos escoltaron hasta el lugar donde se encontraba la cancha y ya nunca se nos separaron.
El espacio colindaba con un deteriorado edificio de cuatro niveles. Los muros de esa construcción eran grises y algunos agujeros encajados y pequeños hacían las veces de ventanas incrementando la sensación de encierro. De esos agujeros colgaban cordeles y de esas cuerdas pendían prendas íntimas y casuales de todo tipo, era el tendedero de ayates improvisado más atiborrado del mundo. Esas ropas le daban algo de vida al gris de esas paredes, pero tan solo mirabas lo que tenías delante de ti, la desolación te regresaba a la película en blanco y negro que representaba esa cárcel: un deprimente patio en forma de triángulo, de unos cien metros de largo, se extendía delante de la fachada del edificio, estaba limitado por dos rejas separadas por algunos metros y coronadas, ambas, por un alambre de púas con puntas más agudas que las de un agave. Tan solo de ver ese acero se te espantaba cualquier idea de brincar esa cerca y, de hecho, ni siquiera recuperar los balones que se iban hasta la zona que había entre las rejas era aliciente suficiente para intentarlo. ¡Ni los zanates se animaban a posar sus patas sobre esos alambres!
Entre las rejas crecían algunos mezquites y yerbas, detrás había un muro alto y también gris que evitaba tener contacto visual con el paisaje que rodeaba el complejo. Solo la cabeza roma de dos cerros cercanos, las crestas de algunos árboles y las puntas más altas de algunos postes que sostenían cables de luz,  sobresalían a la vista sobre esas tapias.
En la parte interior del patio había dos especies de kioscos construidos en concreto y estructura de hierro, con columnas poco rollizas pintadas de blanco y su techo en azul celeste, con mesas y asientos de mampostería; aquellos kioscos eran la única sombra en esa ausencia de cualquier tipo de árbol. Uno de esos pabellones era ocupado ya por el equipo local contra el que jugaríamos. El otro, el que nos correspondía, estaba vacío. Y entre donde nos acomodamos y las rejas estaba trazada de manera irregular la cancha con cal viva, era un poco más estrecha hacia la parte externa que daba hacia el vértice último de aquel delta. El terreno solo tenía prado en las esquinas y, como en todos los potreros que se respeten, ese césped era grueso y arisco como la tierra seca y rica en grava sobre la que crecía, aquello era un páramo aún más triste y pedregoso que el cerro de Luvina.
Las porterías eran de tubo pero se miraban tan viejas que te parecía que con cualquier pelotazo se venían abajo. La corrosión les escurría y de ellas colgaban, cual madeja de tela de araña, las no menos vetustas redes.
Cuando nosotras llegamos, las rivales ya hacían ejercicios de calentamiento. El color amarillo chillante de su indumentaria contrastaba con la expresión rígida de su semblante: ahí había una serie de mujeres que vivirían lo mejor de su semana pero que ni aunque fuera de esa forma podían mostrarse vulnerables en ese ambiente que te podía tragar si exponías la más mínima señal de debilidad. Por supuesto que eran amables y se reían entre ellas, pero solo entre ellas, cuando nos miraban el talante les cambiaba y sabías que te habías ido a meter a la boca del lobo.
Por si fuera poco, a un costado del campo había una cincuentena de reclusas que solo iban a mirar el juego. Por ser día de visita, algunas personas de fuera podrían ver jugar a las que quizás eran sus hijas, hermanas, madres o amigas. Eran una barra brava más intimidante que la Doce de Boca, los Borrachos del Tablón de River o los fascistas del Estrella Roja de Belgrado; esas mujeres presas que pretendían ser espectadoras eran cosa seria y cualquier macho hooligan habría pasado por un gatito entre ellas…
Curiosamente, había algunos niños en aquel patio, en un comienzo pensamos que eran parte del contingente de visita de ese día, pero una de las custodias que nos escoltaban nos aclaró que, de hecho, algunos de esos niños vivían en el penal, que las madres podían tenerlos dentro del complejo hasta cumplir seis años, edad en la que sí o sí debían abandonar los infantes el reclusorio.
Les preguntamos si no tenían agua pues nuestra sed era magna, pero nos dijeron que solo era posible conseguir agua comprándola, que había tienditas dentro del penal y que todo se tenía que comprar; nada era gratis, ser reclusa salía caro.
Preguntar sobre los motivos por los que ellas estaban ahí me parecía una falta completa de respeto, pero la plática en algún punto se fue por ese sendero y la percepción de ellas era que la cárcel estaba llena de gente inocente o que se habían enganchado al delito por amor a algún macho criminal, siempre como cómplices, mulas o mensajeras.  
Y nosotras, gatitas urbanas clase-medieras, burguesas, hijas de papi y universitarias, simplemente estábamos con la sangre congelada sobre ese patio, petrificadas en medio de nuestro paroxismo por el intimidante escenario, mejor nos hubiera sido obedecer los prejuicios que espantaban y alejaban a casi todos los demás equipos de esta ciudad de ir a jugar a ese lugar.
Con la boca seca y el estómago vacío (no se nos había permitido pasar botellas de agua ni ningún alimento ni tampoco buscar las dichosas tienditas) me acerqué hasta nuestra mitad de campo que nos correspondía y comencé a hacer jueguito con la pelota (esa si nos la habían dejado pasar); realizar eso es algo que siempre me había funcionado en esas duras condiciones de visitante en el infierno, hacerle saber al contrario que al menos había un equipo cualificado del otro lado y que la tarde sería larga, nada de paseos.
Luego acomodé al resto de las Mininas para hacer un rondo. Naty y Kinsky me hicieron saber que sus músculos los sentían tensos y trémulos, como si ya hubieran jugado diez partidos ese día, les expliqué que era el alto nivel de tensión… ¡teníamos que relajarnos!
No sé bien cómo lo logramos, pero supongo que el alambrado de púas ayudó para que ninguna de nosotras saliera de ahí corriendo. Hasta los zanates con sus plumas azabaches parecían reírse de nosotras.
Eran ya pasadas las doce del día y, para colmo, a manera de bóveda nos cubría un celaje que auguraba un calor y sequedad de polvareda texcocana, aquello tenía todas las ganas de ser una viva sucursal del abismo.
Me puse los guantes y, por primera vez en mi vida, se me escapó una oración al cielo pidiendo piedad por mi propio pellejo. Cuando terminé la plegaría bajé la vista para atisbar el suelo color alazán lleno de grava y supe que yo y mis rodillas la pasaríamos muy mal la próxima hora. Y fue así que comenzó el partido más importante en la historia de las Mininas, la madre de todas las batallas en la cancha más difícil del mundo.
El asunto de hacer jueguito con la pelota antes del comienzo del partido sirvió un poco para desanimar el ánimo guerrero del equipo contrario, salieron a esperar y a ver qué tenían enfrente en vez de ser embravecidas. Esos minutos de mutuo reconocimiento nos sirvieron de mucho para la larga marcha que nos esperaba sin tener un solo cambio; ellas, por el contrario, podían formar hasta dos equipos sin problemas. Además eran técnicamente buenas jugadoras, no eran principiantes y estaban cortadas con la tijera con la que te corta el fútbol de barrio y de barro. Eran ordenadas, fuertes y buenas jugadoras. A dos de ellas, delanteras fuertes, les gustaba desbordar y lo hacían de maravilla. Y nosotras, ¡ay Dios, nosotras…!
 No podíamos mantener la pelota ni un solo segundo en nuestra posesión entre todo ese desasosiego. Kinsky tan solo recuperaba el esférico lo lanzaba a cualquier parte, Naty y Miriam no tenían tiempo para pensar, todo eran despejes a la desesperada y al mundo mundial. Gemma corría de un lado para otro como gallina sin cabeza, Alessa ni la tocaba y Lucy, nuestra esperanza de gol y de buen juego, ya había sido detectada por las rivales como la única capaz de crear peligro y le marcaban con furia entre dos o más jugadoras. En ese escenario tan devastador la única estrategia posible era ser héroes de nuestra propia suerte, eso y… hacer tiempo.
Cada que la pelota se iba desviada de mi marco yo misma iba a recogerla de entre el herbazal de los rincones lejanos de aquel patio y tardaba lo más que podía en regresar. En una de esas caminatas noté que desde las hendiduras que hacían de ventanas del edificio había muchas más reclusas que miraban el juego y apoyaban a sus compañeras. Quizás desde uno de esos agujeros nos miraba alguna de las presas famosas del penal. El árbitro, traído también de fuera, desde el mundo libre, me apuraba en mis recorridos. Yo le decía que sí, que no volvería a pasar, pero pasaba siempre la siguiente vez.
Debí haber sacado dos o tres pelotas de gol que ocasionaron el alarido de la gente. De a poco, la tribuna que nos era tan hostil se nos comenzó a volver afín mientras manteníamos el cero a cero de manera milagrosa, a base de adrenalina y voluntad.
Para cuando ya se habían cumplido diez minutos del primer tiempo, una de mis rodillas ya sangraba y mi buzo de portera ya estaba lleno de polvo, pero los mano a mano los había ganado, me había lanzado espectacularmente a la derecha en al menos uno de sus tiros y mis compañeras comenzaron a mejorar junto conmigo.
Naty se convirtió en una especie de segunda guardameta cuando les arrebató un gol cantado en una jugada en la que yo ya había sido superada y ya solo les quedaba festejar. La minina metió la pierna quién sabe cómo para sacar esa pelota de gol y nuestra confianza se fue al cielo, pensé: “Dios está con nosotras y no nos van a ganar nunca”.
Miriam era una correcaminos efectiva que les destruía las esperanzas a las rivales, Lucy empezó a pisarla y retener la bola, Alessa comenzó a tocarla y a desbordar por la banda derecha, y Gemma comenzó a ganar los rebotes por arriba e incluso tuvo un remate a portería que no fue gol por muy poco.
Era nuestro mejor momento, pensé que de alguna forma podíamos salir de ese frenesí con la victoria. Pero entonces ocurrió el primer gol de ellas, un rebote, falta de decisión de mi parte y a cobrar. ¡Todos sus anteriores embates habían sido producto de su gran talento, potencia y colectividad, pero el primer gol había nacido de un cicatero rebote!, así es este juego.
Faltaba muy poco para terminar el primer tiempo y supe que aquello había sido una estocada mortal. A base de gritos, traté de animar a mis compañeras, la peor desgracia era que ellas pensarán que ahí había terminado nuestra resistencia, lo cierto es que apenas comenzaba.
No recuerdo ya quién me tocó la pelota hasta mi área, por regla no la podía tomar con las manos, pero intenté el tiro desde ahí, lejano e improbable. La pelota surcó el cielo de esa cárcel que parecía imposible que fuese el mismo cielo del resto de la Ciudad de México, alta… muy alta. La portero de ellas se fue haciendo hacía atrás… más atrás. La pelota se estrelló en el travesaño de la portería de ellas y picó fuera. El público gritó de emoción. Gemma tomó el rebote y tuvo su segunda oportunidad frente al marco pero la portera de ellas regresó e hizo una salvada prolífica. Dios ya no estaba con nosotras, nos había olvidado. Naty Rod lo expresó en los siguientes términos:

Nosotras, las mininas, unas privilegiadas que estamos acostumbradas a jugar en canchas que casi parecen alfombras no pudimos contra una cancha con relieves e irregular.

El árbitro pitó el final del primer tiempo. Regresamos con la boca llena de polvo a nuestro templete y nos encontramos con que nuestras custodias, que luego supimos eran también presas y no guardias del penal (era parte de los “empleos” a los que ellas podían acceder dentro de la prisión), nos ofrecieron una caja llena de botellas con agua, cortesía de las prerrogativas de su investidura. Casi lloramos por el lindo gesto, aquel abismo ya no lo era tanto y cuando los árbitros se acercaron a felicitarnos y darnos consejos tácticos ya no nos sentíamos solas.
En esa situación en donde la sed se saciaba, descansando a horcajadas sobre los asientos de concreto de nuestro pabellón, la ecuanimidad comenzó a llegarnos a la cabeza. Alzábamos la vista hacia donde quedaban las rivales y ya no nos parecían un pelotón conminatorio que quería fusilarnos. El medio tiempo comenzó a regresarnos a la naturaleza de lo que se suponía estábamos haciendo: jugando.
Miriam me previno entonces que ella no se sentía bien de su rodilla, era una vieja esguince que arrastraba hacía tiempo. Yo le pedí que aguantara lo más que pudiera, pero ella me dijo con toda honestidad que muy probablemente tendríamos que hacer el cambio entre portera y jugadora de campo.
La segunda parte fue mucho más relajada en su comienzo tanto para ellas como para nosotras, hubo más fútbol, pases y paredes en aquel tramo del partido. Lucy seguía siendo nuestro referente y mis despejes siempre la buscaban. Las demás siguieron en la disputa de la pelota con la dignidad de, ya no de mininas, de leonas. Las observé desde mi marco y pensé que pertenecía al mejor equipo del mundo, aquellas mujeres me merecían todo mi respeto por los siglos de los siglos.
Pero es que también delante nuestro había otro conjunto que se moría en la raya en cada jugada, el cuadro del penal de Santa Marta era el oponente más plausible que las Mininas habíamos enfrentado y esta no es una hipérbole gratuita, en realidad es algo que sigo creyendo al día de hoy que escribo estas líneas.

Cuando cayó el segundo gol ya no fue una losa tan pesada. El tercero fue la consecuencia lógica del desgaste y el cansancio, estábamos condenadas, pero no había en ese equipo minino ninguna intensión de claudicar.
Entonces, Miriam me pidió los guantes, había llegado la hora. Ahíta de su rodilla lacerada, Miriam se desprendió del jersey vino, ese que hasta el día de hoy me sirve de bandera en los días tristes. Yo me quité el suéter de guardameta y lo intercambié con ella. Por un momento nuestras piltrafas quedaron expuestas al ojo de todas. El resto de las reclusas nos miraron con reprobación, luego nos explicarían que aquello estaba prohibido, ni siquiera en esa situación ninguna persona dentro de ese penal podía quedar con el torso desnudo.
Terminé como jugadora de campo ese juego y no hice mucho, apenas un regate y un tiro libre que la portera de ellas volvió a sacar de manera milagrosa.
Y el árbitro finalizó el encuentro. Para nosotras fue un alivio. El lomo y las ancas me dolían como si fuera yo una mula de arriero, sentí un derrame interno de todas las emociones acumuladas. Una sensación del “deber cumplido” me recorrió el espinazo, pero era curioso, era una emoción que jamás me había ocurrido en una derrota y mucho menos en una por tres a cero.
Las reclusas y familiares que miraban aplaudieron, algunos agitaban pañuelos, y fue entonces que lo vimos, la otra cara de ese lugar, el rostro familiar, el de personas como todas, que por alguna circunstancia de la vida habían terminado dentro de ese lugar pero que eran, se los juro, como una. 
Cuando finalizaba un partido en la liga donde las Mininas juegan, ningún equipo iba a saludar al otro. Las Mininas fueron las que rompieron ese hermetismo e introdujeron esta forma de dejar en la cancha lo que ahí había ocurrido. Al finalizar el partido dentro del penal femenil de Santa Marta, esa tarde de sábado, saludamos a cada una de las jugadoras de ese equipo que nos había ganado bien, a esas mujeres que tan difícil nos habían hecho aquellos cincuenta minutos de partido, y fue como saludar a mujeres libres. Todo el pundonor y seriedad en cada pelota disputada ahora contrastaba con la sonrisa que te ofrecían esas hembras guerreras.
Los familiares de ellas tremolaban los pendones de su escuadra y las felicitaban alegremente. Ellas alardearon diciendo que nos había ido bien pues sus dos mejores jugadoras no habían podido estar presentes en el juego pues habían sido castigadas (cosas de estar en la cárcel). A pesar de ello, yo no me sentía zaherida, al contrario, una sensación de orgullo se me había metido en el ánimo.
Naty Rod lo expresó de mejor forma:

Por desgracia no recuerdo el nombre del equipo, pero nos demostraron que cuando en verdad se tiene ganas de jugar futbol no hay pretextos… sólo recuerdo que ellas ganaron, ganaron mi respeto y ganaron que alguien ajeno supiera y viera como es una parte de la realidad en la cárcel… Espero que todas ellas sigan jugando futbol donde quiera que estén y que tampoco se olviden de ese día.
Tener un choque de realidades es tener la oportunidad de jugar futbol dentro de la cárcel de mujeres de Santa Martha. No sabía que esperar, pero sabía que iba a ser un día que jamás podía olvidar.

Y en efecto, las participantes nunca olvidamos aquel juego, aún lo recordamos, aunque no hay fotos que documenten nuestra visita pues solo las autoridades tomaron algunas fotografías de los dos equipos en comunión y no había forma de que nos las compartieran. Las fotos se las quedaron ellas, adentro, pero el recuerdo nos lo quedamos todas.

Salir fue más tardado que entrar.
El hambre era ya grave y algunas se aventuraron a las calles de ese barrio de Iztapalapa para buscar algo que comer. Tuvieron éxito y comimos algunas chatarras sobre las escaleras de aquel penal.
Cerca de las cuatro de la tarde, los mismos que nos habían traído nos regresaron en el mismo vehículo. Regresar a las calles de esa ciudad con su cielo plomizo tenía un sabor diferente. ¿Así sabe la libertad, o al menos el no estar físicamente encerrada? ¿A eso sabía?
Contamos oralmente nuestra aventura a las otras mininas que no habían podido asistir a aquel maravilloso juego, prometimos repetir alguna otra ocasión el asunto e ir más preparadas, pero lo cierto es que ya no hubo la oportunidad.
Agradezco a la escuadra minina, a las que fueron y a las que no fueron a ese partido, todo lo que son y siguen siendo; pido a los dioses del estadio que ese oasis que viste de vino siga jugando por muchos años más, y es que hay equipos que son más que eso, que son más que un club, más que una acción revolucionaria y subversiva, son… la familia que una se hace. Uno, dos, tres… miau.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

SÁBADO. Cuéntame una de piratas y doctoras.




El juego es medicina para el alma. A la gente que ha perdido las ganas de vivir deberían de prescribirles jugar cualquier cosa, pero si es fútbol mejor. No solo por su simpleza, casi tan primitiva que por ese solo hecho parecería un remedio natural, sino porque, cuando es bien jugado, el fútbol alegra la vida.
Hay equipos que juegan maravillosamente, algunos alcanzan ese nivel de elevación, casi espiritual, porque lo practican, trabajan y entrenan. Lo anterior es un buen método, pero también se puede lograr la armonía al juntar talento, como cuando juntas buenos músicos para que toquen juntos, y esto último es lo que eran las Buitras Negras, un pequeño montón de buenas jugadoras que se reunían cada sábado en la liga de fútbol siete de la alcaldía de la Benito Juárez.
La cancha de la alcaldía era una como tantas de la nueva epidemia del fútbol de dinero como último fin, que se instalaron durante la década que corre mientras se escribe este libro. Nada extraordinaria por sí misma; enclavada sí en un lugar que tenía ya varios años de ser un centro del deporte de esa zona de la ciudad: el deportivo de la Benito Juárez, con sus múltiples canchas de básquetbol, voleibol y su alberca techada. Antes de su construcción, el sitio de la cancha ya era sede de ceremonias futboleras al estilo callejero: al ser una topografía plana recubierta de cemento, el lugar era perfecto para armar las populares retas futboleras de la juventud de aquellos ayeres. Quizás por ello, el destino quiso que ese espacio, que bien podía haber servido para cualquier otra cosa, fuese una cancha de esas de pasto sintético.
Como toda liga, la de esa cancha comenzó siendo solo para hombres (mercado seguro al cual apostar) y solo se pensó en las mujeres hasta que estas lo pidieron. Una en especial, María José, conocida más por MaJo y capitana ya desde entonces de las Buitras Negras, se detuvo un día a contemplar la cancha y se dio valor para entrar a la pequeña oficina improvisada con muros y techo de lámina, para preguntar si no había una liga femenil. La administradora de la liga le contestó que no (no podía ser de otro modo), pero le pidió que dejara sus datos por si alguna vez la divina providencia se apiadaba de las mujeres futbolistas de la zona y, por puritito milagro, se juntaban cuatro equipos más, además de las Buitras Negras, para conformar una liga femenil. El milagro, como todos los buenos milagros, tardó en cuajar casi un año, y el anuncio se dio: las chicas tendrían liga.
Las Buitras Negras eran buitras por alma mater. Eran egresadas de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional que en su emblema detenta un cóndor que es el rey de los buitres (y tal vez de todas las aves), razón por la cual, los equipos deportivos representativos de esa facultad llevan el nombre del carroñero. Fue en ese lapso donde muchas de las jugadoras del equipo pulieron sus habilidades futbolísticas además de las del bisturí.
Las Buitras eran negras, ya no por el color de las plumas de las aves, sino por una fusión extraña con piratas del juego cuya única paga era la vida libre: las bucaneras del Perla Negra, equipo fundado por egresadas del colegio salesiano Don Bosco.
¿Cómo es que esas médicos y esas piratas terminaron navegando juntas? Resultó que los equipos representativos de ambas instituciones habían tenido en algún momento al mismo entrenador, el maestro Rafa. Y por ese nexo fue que todas ellas se conocieron en algún momento. La vida quiso que las que jugaban bien se juntaran, así funciona el universo.
Sin embargo, aquella mezcla no era armoniosa solamente por la capacidad individual de cada una de las integrantes del equipo; MaJo lo explicaba de manera  clara: aquello funcionaba porque además eran amigas. Y claro, se nota cuando los que juegan son amigos y no solamente compañeros en la cancha (preguntarle a Luis Suárez y a Messi), es una energía que suele traducirse sobre la cancha. Así, aquella hermandad no solo se reunía semana a semana para el partido respectivo, se juntaban para muchas otras cosas: desayunos, cenas, fiestas, posadas, borracheras, aquelarres u orgías.
Al momento en que me ofrecieron navegar en esa nave pirata tripulada por doctoras, ya casi todas las marineras del Perla Negra, que poseían un juego exquisito, se habían bajado del barco (quizás en alguna playa paradisiaca de sexo y amor), la única que quedaba era Ruth, de quién ya se ha escrito en este libro.
El equipo para entonces ya había sido dos veces campeón de la liga de la alcaldía Benito Juárez, pero la última final la habían perdido debido a que su guardameta de entonces también había abandonado la nave. Así pues, la expectación era que el equipo saliera nuevamente campeón y recuperara el brillo de otros viajes.
El derrotero por la liga fue de un mar en calma con pocas borrascas. Desde el primer juego me fue evidente de que no había nada que enseñarles a esas mujeres acerca del juego o de la vida, aquellas doctoras, y la pirata que quedaba, sabían navegar en aguas tormentosas. Yo solo llegué a cumplir la tarea que se me había encomendado y gustaba del viaje.
Más o menos, la tripulación de las Buitras Negras era esta:
MaJo jugaba la defensa y como toda capitana de barco se la pasaba dictando disposiciones y asignando tareas, aún durante los juegos ella organizaba las cosas y mantenía la atención de todas en el objetivo del campeonato. Varias veces me dijo, más con sus expresivos ojos que con sus palabras, lo importante que era ganar el torneo, poner las cuentas claras con equipos como el Shakhtar, el Botafogo y las Acalizas; era imposible negarle alguna cosa a aquella capitana, y yo, que soy de una mente muy influenciable, hice mía esa necesidad de conseguir el triunfo.
MaJo, también daba el grito de ánimo para no dejar caer al equipo cuando el mar se ponía picado; además, mantenía las cábalas vivas, porque de nada sirve jugar bien si todo el tiempo se tiene mala suerte.
Para apuntalar la defensa, las Buitras se habían hecho de los servicios de la más selecta de las defensoras de los siete mares, Sussy. Esa chica de piel morena y cabello corto era una auténtica joya: siempre bien ubicada, técnica pulcra, pases justos, buen juego aéreo, temple de hielo y si le daba la gana podía salir de su zona a regatear rivales. Cuando no tenía la pelota y el mar estaba en calma, su postura con la espalda bien recta y la mirada atenta, te daban una confianza infinita de que por su zona ninguna delantera contraría podría pasar nunca. Como cancerbera, para mí, era una enorme tranquilidad tener a Sussy en el campo, una autentica bendición. 
Aline era la otra central, había estado fuera casi toda la temporada por una fractura en su brazo. Ella representaba la bravura en ese conjunto que a veces se pasaba de preciosista, no tenía absolutamente nada de piedad para con las delanteras rivales a las que solía traer a pan y agua. Si había que dar un pase preciso lo hacía, pero casi siempre optaba por no correr riesgos y despejar la pelota lejos de nuestro campo. Su labor la tenía muy clara: las rivales no pasarán.
Ocasionalmente, Jimena ocupaba un lugar en la defensa. Ella era otra de esas jugadoras muy correctas y seguras en casi cualquier tarea dentro del campo de juego, era un eslabón siempre confiable en el juego de pases y pases que las Buitras solían desarrollar. La forma en como colocaba el cuerpo y golpeaba la pelota demostraban los años y años de práctica del fútbol a lado de gente que evidentemente sabía jugarlo; decía haber aprendido aquello en la calle y se notaba ese sabor a asfalto y concreto en su desempeño. Siendo mediocampista, casi siempre por alguna de las bandas, explotaba su gran golpeo de pelota para anotar goles hermosos de media distancia.
La media cancha era lo mejor de esta marinería, para empezar ahí estaba Ruth, su buen golpeo con ambas piernas, su carácter de filibustera y su técnica acabada; además, nadie sabía leer un partido como ella lo hacía y, por si faltara algo, si la cosa se ponía seria y peliaguda, tanto que las cábalas no bastaban, Ruth anotaba y asunto resuelto. Desde la toldilla de esa nave, Ruth bebía ron al tiempo que tomaba el timón guiando el barco de las Buitras Negras hacia nuevos rumbos cada partido.
Su compañera en ese mediocampo era otra pieza fina del buen juego llamada Adriana, curtida en las artes marciales la chica tenía un ida y vuelta constante, un gran regate, mucha potencia y un carácter de carbón encendido en anafre perfecto para asar carne (o nopalitos para los vegetarianos); es decir, lo suficientemente caliente para ponerle intensidad a su juego, pero controlado para no perder la cabeza en faltas, reclamaciones o altercados que la pudieran llevar a la lamentable vergüenza de la tarjeta roja como, contaba ella misma, solía ocurrirle en sus primeros partidos.
Mención especial merece la “Señora”, que era otra de las jugadoras fundadoras de la escuadra, pero por una lesión se había tenido que alejar de las canchas, aun así acompañó al equipo en varios juegos desde afuera o desde la banca. Las Buitras siempre me decían que la Señora tenía magia en los pies y que su lesión había sido una tragedia para el equipo, por ello la mantenían dentro de la tripulación como elemento místico.
La media la completaba la Potra, refuerzo que también había llegado en la misma temporada que yo. Ella era más aquietada y elegante para jugar, de esas que driblan en una baldosa a baja velocidad y que no tienen duda de hacer goles si hay que hacerlos.
La delantera de las Buitras, por su parte, era un coctel de variedades, si esas ofensivas salían en su día podían empacharse de tantos y tantos goles que hacían, pero si no les daba la gana una podía verles fallas realmente descomunales.
Keren era la que mayor registro goleador tenía en esa escuadra. Una de esas delanteras que saben dónde estar para anotar, rápida y certera en su definición. Su cuerpo era ligero y su cabello abundante y rebelde, tanto que a veces, durante los juegos, sostenía batallas más acaloradas para atar su cabello que con las defensas rivales; era muy hábil para sacar las faltas a las contrarias y obtener así buenas oportunidades en tiros de castigo que podían hacer válidos Ruth o Adriana.
Carla (así, con “C”), era la que comúnmente hacía de poste y rematadora, siempre con una sonrisa en el rostro, no importaba la situación, Carla parecía siempre estar de buen humor. También llevaba el cabello corto aunque eso sí, con estilo; iba bien por arriba y se las arreglaba para lograr a veces remates imposibles.
La terna goleadora la completaba Miriam Pulido, una de esas almas raras en el fútbol femenil que ante la necesidad y la belleza de una jugada prefieren lo segundo, quizás para mostrarnos a todas lo horrendas que suelen ser las jugadas necesarias; vamos que hasta escorpiones intentaba. También era de complexión delgada y no parecía tener mucha potencia ni fuerza, pero para suplir eso estaban su imaginación, su inteligencia y sus jugadas de fantasía.
Ser arquera de las Buitras a veces era realmente aburrido, había sábados en que mi única función era la de recogepelotas. Pero eso tiene su chiste dentro, porque la confianza y la derrota son hermanas y una debía estar atenta a cualquier ataque que pudieran lograr armar las diferentes rivales. Siempre lista, al final, el objetivo estaba claro y si por mi culpa ese barco encallaba no me lo hubiera podido perdonar jamás.
Ese fue el equipo que en todo el campeonato perdió solo dos partidos. El primero porque yo no estaba aún y tuvieron que improvisar bajo los tres palos (sin albur), y el segundo porque aunque muy buenas, este equipo también pecaba de no siempre ser constante en todas sus responsabilidades futbolísticas; así, una vez se les ocurrió faltar a medio equipo un sábado y jugando con dos jugadoras menos se había cuajado la más terrible de las derrotas: un seis a cero, conmigo en el arco y para que vean que una portera medianamente buena no hace equipo completo. Las perpetradoras de aquella humillación a las Buitras había venido de parte de las Panteras de Laura Callejas, Jessy Suárez y Natalia Kinsky, un equipo que iba a ser protagonista en la fase final de la liga. Aquello fue una llamada de atención muy a tiempo como dirían los comentaristas de la televisión deportiva.
Debido a esos dos resultados negativos el equipo no pudo detentar la primera posición del campeonato. Aunque empatamos en puntos con el Acaliza, nuestra diferencia de goles no era tan buena como la de ellas y por eso terminamos detrás.

Además, las Acaliza se llevaron el campeón goleador, el mejor ataque y la mejor defensa. En la última jornada nos enfrentamos para decidir el liderato de la competencia y teníamos que golearlas para aspirar a ser primeras. Les ganamos pero solo por cuatro a dos. A pesar del desaguisado que significó ser segundas en casi todos los rubros, a mí me quedó claro que, aunque eran buenas jugadoras, ordenadas, capaces y que podían tácticamente cambiar de acuerdo al rival, no nos iban a poder ganar si es que nos tocaba enfrentarnos con ellas en las fases finales. Simplemente me parecía que la ecuación era clara: orden contra orden gana el que tenga más talento.
Las Buitras casi nunca se ocupaban de la táctica. Ponían un parado inicial, pero jugaban guiadas por instinto. Sin embargo, sabían averiguar cuál era su mejor posición dentro del campo. Si algo hacía corto circuito, alguna lo notaba y daba un grito, una indicación o lo expresaba al medio tiempo y santo remedio. Las Buitras jugaban por naturaleza y en esa naturaleza había un orden implícito que no requería de algún director técnico para implementarlo; siguiendo con el ejemplo de los músicos, cuando las Buitras se juntaban ellas hacían música para bailar.
Por esas cosas chocarreras de las ligas de futbol, a la fase final entrarían dieciséis equipos de veinte (háganme ustedes el reverendo favor), un solo partido a eliminación directa. En resumen, parecía que el torneo regular y la fase final eran dos torneos diferentes, que las diecinueve semanas anteriores solo habían servido para acomodar a los equipos del uno al dieciséis; es decir, un desperdicio de tiempo que premiaba a los equipos más malos.
En fin, tuvimos que atenernos y el primer escaño fue justamente el equipo que había terminado en la posición número quince, para completar el cuadro negativo, ellas solo eran cinco chicas esa mañana y las apabullamos con un 14-0. Solo hicimos lo que marcaban los cánones: el respeto al rival se muestra dando lo mejor de una, nada de lujos, tonterías o piedad. Una que ha estado del otro lado, en medio del dolor de ser goleada, sabe que eso es justamente lo que se aprecia del rival, que quiera hacerte más goles.
A la siguiente semana el rival en turno era uno entusiasta y más sólido, realmente dieron un buen partido. Esa vez ganamos por seis a dos.
Para las semifinales quedaban las Acalizas, el Botafogo (aquellas que nos habían ganado el primer partido de la temporada), y las Panteras de Laura Callejas que habían eliminado a Shakhtar, gran favorito de esa llave, además de nosotras. Las Acalizas derrotaron con mucho trabajo y discutidas decisiones arbitrales a las Panteras, en tanto que nosotras logramos cobrar revancha con un cinco a cero que dejó las cosas claras contra el buen juego del Botafogo.
Como ya he dicho, las ligas son necias en eso de perpetuar los partidos por el tercer puesto y el Botafogo logró ganar la de bronce a costa de las Panteras. Terminado ese duelo, llegó la hora de la final, la de las Acalizas contra las Buitras.
A las once horas con treinta minutos, en una mañana de sábado con cierta bruma decembrina, los dos equipos ya estaban en el campo colonizando cada una su mitad de la cancha.
En las tribunas que rodeaban al complejo, los respectivos familiares, amigos y curiosos comenzaban a acomodarse para observar aquello. A pesar del día soleado el ambiente era gélido para el sensible criterio de los habitantes de la cuenca de México. Las hojas de los encinos que rodeaban la cancha ni se movían, no había viento. Esos encinos tiraban sobre una mitad del campo una sombra debajo de la cual el frío se sentía con más intensidad. También, bajo el resguardo de la negrura de esos árboles, estaban colocadas una hilera de bancas de metal para los espectadores. En la cabecera norte había dos pequeñas gradas techadas de lona, sobre el sobrante de esa lona que colgaba hacía afuera se leían las palabras “local” en una y “visitante” en la otra. El conjunto de aquella mañana era triunfal hasta en los ojos de los curiosos que no entendían la razón de tanta gente reunida alrededor de la canchita de fútbol.
La terna arbitral, que vestían esa mañana de azul celeste, iba con calma. Por el contrario, en las jugadoras podía leerse la tensión del momento.
La gente de la liga solicitó a los dos equipos improvisar un protocolo de inicio de partido en el cuál las jugadoras entrarían formadas y saludarían a la afición desde el centro del campo. Luego un apretón de manos a los árbitros y finalmente a cada una de las rivales. El acto no tomó más de cinco minutos y, aunque quizás desde afuera se vio bonito, solo acumuló más tensión en las jugadoras.
Las Acaliza llevaban una camiseta a rayas verticales rojas y blancas con pantaloncillos en negro y calcetas del mismo tono.
Nosotras vestíamos alguna camiseta versión tercera del uniforme del Real Madrid en color morado.
Yo llevaba, como guardameta, la misma camiseta que había portado en toda la liguilla, la de local de River Plate, con el short en negro y las calcetas en rojo. Durante la liguilla, a orden expresa de MaJo, las camisetas no las habíamos podido meter a la lavadora ni lavar a mano para que no perdieran su “poder ganador”, como si el sudor apestoso del sobaco de cada una sirviera para tal propósito cósmico. Sin embargo, la veda de limpieza estaba levantada para el día de la final, supongo que por cuestión de imagen: no sería agradable que el día en que más fotos se tomaran todas llevásemos camisetas asquerosas y hediondas.
       Las Buitras se pararon como siempre, dos defensas, dos medias y dos delanteras, porque los buenos equipos se pueden dar el lujo de jugar con dos o tres delanteras si así lo prefieren. En cambio, las Acalizas optaron por la inteligencia y se acomodaron sólidas abajo y con solo una delantera, la cual, hay que decirlo, era una muy buena jugadora, campeona goleadora, de composición ligera y rápida en movimientos.
En el resto del deportivo se desarrollaban otras actividades, pero sin duda la mayor parte de la gente rodeaba la cancha de futbol siete. Algunos sentados, otros de pie, todos portaban algún suéter para protegerse del fresco. Solo se escuchaban los murmullos de lo que comentaban entre ellos y alguna risa socarrona rompía ese siseo. Las jugadoras que habían representado el partido por el tercer lugar se habían quedado a ver el juego y esperaban su culminación para participar en la ceremonia de premiación que estaba programada para el final de nuestro juego.
El partido comenzó pero las Buitras no asistieron a su compromiso por la gran final, en su lugar había ahí una variedad considerable del miedo a perder. Estaba prohibido arriesgar y ese no era el espíritu de aquel equipo. Eso le convino a las Acalizas que en ese desorden encontraron la forma de anular a las más talentosas de las Buitras y se las ingeniaron para ser peligrosas a base de pelotazos y balonazos al área buscando un error nuestro en el juego aéreo.
Aun así, la primera acción de peligro fue un espectacular disparo de Jimena que tomó de volea cerca del medio campo… la pelota fue como un proyectil a gran velocidad a estrellarse contra el larguero y pico, por muy poco, fuera de la zona de gol. Aquel disparo a lo Oliver Atom no fue suficiente para incorporar confianza y tranquilidad a las galenas que siguieron tiesas en el campo, apostando por la fuerza antes que por el toque de la pelota. Además, los pocos disparos a gol que luego de ese drama se intentaron fueron contenidos por la portera de ellas que demostró ser de muy buena cepa.
Fueron las propias Buitras las que les pusieron en bandeja de plata las oportunidades más claras de anotar a las Acalizas, que tampoco estaban precisas y calmadas en el campo. En realidad, completaban menos pases que nosotras, pero sin duda se abrigaban más en ese vórtice de confusión que las Buitras.
Al querer salir jugando con MaJo, ella intentó regresarme la pelota pero lo hizo mal y se lo entregó a la rival, por fortuna salí a achicar a tiempo y la delantera me estrelló el balón en las espinilleras, aquello había estado muy cerca.
MaJo no es de esas que sepan salir jugando así que asumí el error como mío. Luego intenté salir jugando con Sussy pues ella nunca falla, era la seguridad andando y resultó que ella también, ese día, falló. La pelota la dejó muy corta y la delantera nuevamente me exigió, esta vez tuve que arrojarme en lance urgente sobre la pelota para impedir el primer gol. Cuando Aline también hizo un error similar era claro que ese no era nuestro día para salir jugando y entonces Sussy dio la orden: ¡Rompe todo!
Y así lo hice, cada despeje era un albur, una salida a la “viva México”, a ver quién la agarraba en ese mar lleno de compañeras y contrarias. A veces Ruth lograba prevalecer, pero le costaba un mundo controlar la pelota y darse vuelta entre dos contrarias. A veces las contrarias le ganaban la pelota, pero como he dicho, tampoco andaban finas y la perdían a las primeras de cambio.
Jimena estaba perdida, Carla no agarraba ni una sola pelota, cada esfuerzo de Adriana era infructuoso y, para colmo, nuestra banca estaba mermada.
Miriam se había fracturado un hueso cuyo nombre jamás se me logró grabar en la memoria, y eso hizo que se perdiera casi toda la temporada, no podía jugar la final pero esa mañana se presentó junto a nosotras como apoyo moral y técnico, a todas nos alegraba esa lealtad para con las Buitras. Miriam daba indicaciones generales, pero se concentraba especialmente en Jimena, que era su pareja, y era exigente con ella: “¡Jime, deja de estar hablando y juega!”, se le escuchó gritar desde la banca, por dar un ejemplo.
Por otro lado, la Potra, la flamante refuerzo de esa temporada, había sido expulsada en la semifinal por doble tarjeta amarilla, una de esas tarjetas por una falta que nunca cometió y otra por una incorrección; es decir, por tonterías estaba esa mañana en la banca, con su uniforme puesto pero impedida para jugar por la sanción disciplinaria.
Keren, por su parte, llevaba arrastrando una lesión en la rodilla que le había impedido seguir compitiendo por el título de goleo individual del campeonato; para la final ella si podía jugar si era necesario, pero llevaba puesta sobre su rodilla lastimada una rodillera tan grande que aquello parecía una prótesis en lugar de otra cosa.
En resumen, esa mañana nuestra banca no era la mejor y se sumó que Aline había llegado tarde (sí, hay gente que llega tarde a una final, aunque ustedes no lo crean).
En esa banca nuestras fieles compañeras impedidas de participar en el campo, jugaban su propio partido de nervios. Al límite del colapso nuestras habitantes del banquillo espetaban gritos e indicaciones apresuradas y a una desde adentro esas cosas le servían, a veces no logras entender lo que te gritan, pero escuchar ese barullo te dice que hay alguien ahí que está contigo.
Y en ese mar lleno de peligros encontramos la apertura del marcador. Dicen que hubo una mano de una de nuestras jugadoras, no fue sancionada por el árbitro que dejó correr la jugada, la pelota todavía la tenían las de Acaliza, pero Carla fue a presionar al medio campo de ellas y consiguió robar la redonda, acto seguido puso un pase para dejar sola a Adriana con la portería de frente. Adriana miró, tiró y cobró, a otra cosa, el gol era nuestro. Aquello fue el uno a cero y no faltaba mucho para que el primer tiempo terminara.
Las Acalizas reclamaron furiosas la injusticia de la supuesta mano no marcada. El árbitro, con justa razón, se refugió en su criterio, y yo desde el marco me tranquilicé un poco, cualquier ventaja en esas circunstancias era bienvenida.
 El resto de la primera parte siguió siendo dominada por el esfuerzo, la garra y la reyerta. Mucho amontonamiento en la media cancha cuando nosotras atacábamos. En cambio, cuando las Acalizas requerían atacar, se saltaban esa zona de tráfico pesado con pelotazos directos al área que Lorena, su delantera, trataba de bajar. Lo mejor que nos pudo pasar fue el final del primer tiempo.
El sudor ya escurría por los semblantes de mis compañeras que parecían haber jugado por horas, años o hasta milenios. La piel untuosa reflejaba el descontento de esa primera parte horrenda y casi falta por completo de buen fútbol. Miriam lo hizo notar, MaJo señalaba una serie interminable de errores. Un viejo de casta humilde que siempre veía los juegos de esa liga sabatina, nos gritaba desde afuera que nuestra media cancha no existía; vaya descubrimiento, no había que ser un experto para saber lo que ocurría, las Buitras, que tan bien jugaban, habían sido asaltadas por el nerviosismo.
Cada una opinaba acerca de lo que se estaba haciendo mal y Ruth apuntó hacía lo que desde ese momento se podía mejorar.
Por otro lado, aquel medio tiempo debió haber sido muy duro para las Acalizas, saber que habían hecho bien su estrategia, pero que por una falla del árbitro estaban, a pesar de todo, abajo en el marcador. Sin embargo, tenían el juego todavía en las manos, el desenlace estaba del lado de que quien le “echara más ganas” y tuviera un “poquito de suerte”.
  El segundo tiempo comenzó y, aunque mejoramos un poco, aquello siguió en horrendo tenor para nosotras. Logramos llevar la pelota hasta más allá del medio campo, cerca del área de ellas y eso dejó un poco de más espacio entre la última línea y nuestra portería. Era una falsa sensación de tranquilidad. Las Acalizas no cesaron en eso del pelotazo, pero entre más amplio fue el espacio para moverse aquello fue más difícil para su delantera que no pudo acometer alguna jugada de peligro en varios minutos.
Hubo solo un pequeño momento en el juego en que las Buitras regresaron de entre los muertos, dejaron de carroñar y se pusieron a cazar a la presa. Salí jugando con Sussy, tocamos la pelota lateralmente, luego arriba, al medio campo donde tampoco la perdieron, pase y pase, pin, pin, y todo terminó en un buen disparo. La siguiente jugada fue otra similar, con menos transición, la pelota le cayó a Jimena que estaba recargada ligeramente sobre la banda izquierda de nosotras y disparó un rayo raso y al poste de la portera que se le terminó yendo la pelota por entre el brazo y el torso. Era el dos a cero y la sensación de hacer bien las cosas me regresó al cuerpo. Ganar por uno a cero con ese gol surgido de una jugada dudosa hubiese sido lo mismo que perder; por eso, ahora con el dos a cero ya no había lugar para las suspicacias.
Acaliza se abrió completamente al riesgo, no podían morirse de nada y empujaron con ímpetu el juego hasta nuestro medio campo. Su gente las impulsaba en ese último y desesperado esfuerzo. Tuvieron algunas jugadas claras que pasaron cerca, pero que no terminaban en gol.
Pero entonces, Adriana perdió la pelota un poco más adelante del medio campo en un dos contra uno que le hicieron las rivales y Jimena salió a cortar la jugada, pero lo hizo tan mal que con un simple toque hacía el centro del campo donde estaba otra de sus compañeras, la jugadora de las Acaliza que había recuperado previamente la pelota, la dejó pagando para siempre.
La jugadora de Acaliza que recibió la pelota la regresó de primera intensión en una hermosa pared que dejó sola a la que le había dado el pase; esta última se plantó frente a mí, pero en vez de aceptar el desafío del uno contra uno, se decantó por un pase hacia el costado donde me pareció que MaJo tenía todas las de ganar pues iba marcando por dentro a la posible receptora.
MaJo jura, al día de hoy, que esa jugadora a la que marcaba le hizo falta y que de esa forma le ganó la pelota en el borde de nuestra área. Alcancé a detener con el cuerpo su primer tentativa pero el rechace le quedó a la otra jugadora que en un principio no había aceptado el reto de tener un mano a mano con la portera pero que había acompañado la jugada, y en la segunda oportunidad que le dio el destino a las Acalizas no fallaron y cambiaron nuestro error por su gol. Aquello nuevamente apestaba.
Animadas por el empate, por su público, por la adrenalina y por la situación de que solo les hacía falta un miserable gol, las Acalizas se lanzaron con furia contra nuestra portería.
Desde la banca, nuestras compañeras nos pedían tranquilidad, y aquello era como pedir agua en el medio del desierto, simplemente no había.
Luego de dos lances para sacar dos remates de la delantera de ellas comencé mentalmente a prepárame para la definición por penales, porque aquello parecía solo cuestión de tiempo, ellas lo iban a empatar. La sangre se me comenzó a helar, quedaban no más de cinco minutos para el final.
En el graderío el apoyo de las Acalizas había crecido al punto de la locura, celebraban hasta los tiros de esquina en su favor. Ellas comenzaban su camino hacia la heroicidad y nosotras no articulábamos más de tres pases seguidos; así, la orden fue nuevamente: ¡rompan todo!
En esa tormenta, en ese mar picado, fue que apareció la última de las piratas, la dueña del Perla Negra, nuestra Anne Bonny. Un saque de banda a nuestro favor. Ellas que no pudieron despejar. La pelota, huérfana de dueña, se alargó unos metros sobre el límite del área de ellas hasta que se acercó, mansa y rebotando ligeramente, hasta donde Ruth estaba. Ella le dio un toque sutil pero la pelota le botó un poco más alto de lo esperado, se elevó a una altura que no quedó de otra… Ruth se inventó una media tijera, a lo Manuel Negrete, para no perder más tiempo y aquel remate fue seco y directo contra la red. Había sido una hermosa ejecución, una genialidad para tiempos de vacas flacas, había sido el tres a uno que volvía marcar de forma justa las diferencias.
Aquel fue un golpe tremendo del cual las Acaliza ya no se pudieron levantar. Incluso su gente no supo cómo regresar el ánimo a sus jugadoras.  No habría definición por penales.
Es más, las Buitras tuvieron unos minutos para regresar al buen juego y en una combinación de pases encontraron a Carla sola junto a la línea de gol para simplemente cobrar. Ella, como si le molestaran los goles fáciles, echó la pelota por encima del travesaño, cosa que de haberse intentado de esa forma resultaba mucho más complicada que ponerla dentro de la portería. El grito de toda la gente fue de lamentación seguido por las risas de incredulidad que son obvias en estos casos que parecen imposibles. A Carla se le pusieron los cachetes como para tostar chiles, pero la sonrisa que juega fútbol no perdió el ánimo ni la vergüenza y pocos minutos después volvió a fallar otra acción similar, así nomás, como quien no quiere la cosa.
Entre el regreso de las Buitras, el carnaval de Carla y la desaparición de las Acaliza del campo, el resto del tiempo se fue y el árbitro dio por terminado el segundo tiempo, el partido y el campeonato. Las médicos pasaron de forma inmediata al festejo, como si hubieran encontrado la cura para todas las enfermedades del mundo o, más imposible aún, como si le hubieran encontrado la solución a todos los problemas del sector público de salud.
Las finales son extrañas, rara vez resultan en buenos partidos, pero es que hay que ganar hasta los partidos más feos. Las Buitras se traicionaron un poco al abandonar lo que habían sido durante todo el campeonato en esa final, y poco faltó para que lo pagarán muy caro. De las victorias suele aprenderse poco, pero este triunfo dejó en ellas la sensación de que había errores que no podían volver a cometer. Para mí el asunto fue la comprobación de la ecuación: cuando el desorden se enfrenta contra otro desorden (porque eso fue la final), gana quien tiene más talento.
Esa noche las Buitras celebraron, a su manera, ese campeonato. Estuvieron juntas, como su capitana lo había explicado, un equipo que no solo está unido dentro del campo sino en todo momento. Y en esa leperocracia sexodiversa y comunal está garantizada la hermandad si es que alguna vez los trofeos dejan de llegar, porque las Buitras son así, buenas para la salud. Aquí somos las Buitras Negras y nos gusta el buen fútbol.

  Jorge Peñaloza, el Cobi , era el capitán del equipo de fútbol que representaba a Segundo Alfa en la liga local escolar de la secundaria Té...