sábado, 23 de febrero de 2019

JUEVES La caída del ballet azul




Perder así es ganar… la frase se la escuché a los aficionados del Alavés, un club de fútbol español al que se le debe la mitad del partido de final más grandioso del siglo XXI: la final por la copa de la UEFA del año 2001.
Esa noche de campeonato, el Liverpool inglés, a quienes les debemos la otra mitad y que fue el rival del equipo vasco esa noche, se llevó la copa… pero el Alavés se llevó la eternidad. Y es que forzó la definición hasta el último minuto de los tiempos extras, luego de alcanzar un empate a cuatro tantos en un partido de locura y taquicardia, todo con dos hombres menos debido a sendas expulsiones durante el transcurso del juego.
Una cree que tales episodios no suceden más; pero a nosotros, el modesto y amateur Blues de la canchita de fútbol cinco de Tranviarios, nos tocó una de esas veces en que “perder así es ganar”.
Los jueves por las noches se jugaba fútbol cinco mixto, hombres y mujeres, en la canchita de Tranviarios, lugar que ya he descrito en estas páginas (Capítulo 1). El torneo era de un nivel considerable y nos logramos mantener en el primer lugar general desde el inicio del campeonato. Lo cierto es que éramos un buen conjunto, los hombres sabían y las damas otro tanto, nadie desentonaba en aquella compañía.
El futuro del fútbol es ser mixto, pero hoy en día, la modalidad amateur es apenas un esbozo de la potencia que tiene esta forma de ser, una forma donde todxs jugamos juntxs. Si partimos de que en el fútbol, la diferencia de juego no es natural sino de formación, ser mujer u hombre llegará a importan tan poco como que si una es alta o baja, derecha o zurda, gorda o flaca, lenta o rápida, fuerte o enclenque… si una juega, si una sabe jugar, el cuerpo vale madres.
En realidad, las ligas amateur de esta ciudad, se inventaron el fútbol mixto como una forma exótica del producto: no solo coges con tus amigxs, ahora también puedes jugar fútbol con ellxs. Y el modelo resultó de perlas para una época urbana de liberación femenina.
Ese boom de mercado sirvió de fundamento para el éxito de la liga de fútbol mixto de Tranviarios.
En el campeonato de esa canchita había equipos notables, combinaciones de todas variedades entre jugadoras y jugadores. Las reglas obligaban a que la mujer era únicamente la que podía marcar gol (sí, vaya tomada de pelo de equidad), lo que obligaba a los hombres a funcionar como asistidores o anotar goles solo de remate con la cabeza. Por otro lado, durante el primer tiempo la guardameta debía ser mujer y en la segunda parte debía ocupar el puesto un varón. La proporción de jugadoras siempre debía ser mayor que la de hombres: tres jugadoras y dos jugadores.
Estas reglas convertían a los hombres en cirujanos del juego, obligados a jugar sin cometer falta a las mujeres, no solo por reglamento sino por la condena social que ello implicaba. A las mujeres goleadoras les iba bastante bien en la feria, en esta modalidad debían estar siempre en movimiento, buscando el espacio y quedar libres de marca.
Las estrategias que cada equipo elegía determinaban en gran medida su éxito o fracaso, pero en casi todos los casos siempre escuchabas el grito de: “¡al hombre no, a la mujer!” respecto a quién se debía de seguir y marcar. Tal situación dejaba abiertas distintas variantes,  pero presentaba una falla enorme si resultaba que te faltaba, por la razón que fuera, algún jugador sobre el campo. En esos casos, actuar de esa forma, solo ocupándose de marcar a las mujeres, convertía el asunto en un suicidio colectivo.
En nuestro caso la ventaja era que los Blues contaban con jugadores hombres muy hábiles en el acarreo, el regate y el pasar la pelota, y con mujeres de buena técnica y sin aprensión para ir a disputar y competir cada balón con sus pares hombres.
Yo ocupaba la custodia del marco en aquella aventura y debo decir que aprendí bastante cubriendo la portería de ese mítico ballet azul que eran los Blues. Era una danza bastante digna de ver el funcionamiento de ese equipo, sin duda el calificativo no le quedaba grande, no demeritaba  a la leyenda del Millonarios de Alfredo Di Stefano, el original ballet azul.
En la semifinal vencimos a Princess, un escollo complicado que logramos descifrar a base de no fallar goles. Y en la final tuvimos la fortuna de repetir en contra de la Juve de Rafa, el dueño de la liga. Los de Rafa habían sido segundos durante el campeonato, siguiendo nuestros pasos muy de cerca, pero al final no les dimos muchas oportunidades de alcanzarnos; y cuando se las dimos, ellos fallaron, vaya a saber Dios el por qué.
Ocurrió que durante la semifinal, en el partido de la Juve, el árbitro expulsó a Rafa, y eso suponía que para la final no podría estar presente. El mejor jugador de la Juve quedaba anulado desde una semana antes del duelo final. Sin embargo, no había razones para fiarse pues el otro jugador de ellos, de nombre Gil, era otro viejo y cascado lobo de mar, tan bueno como Rafa o mejor. Por si fuera poco, su escolta de mujeres era también de nivel muy respetable, encabezada por la goleadora Keren y completada por pistoleras del más alto calibre.
En resumen, la Juve no era segundo o primero por cuestiones políticas o de conveniencia (cosa que podría pensarse por ser Rafa dueño de la liga), mucho menos por casualidad, si estaban en los primeros puestos era porque futbolísticamente eran un trabuco, un plantel que en un día normal imponía sus condiciones a los rivales y los hacía sufrir.
Pero el día de la final no fue un día normal. Para empezar, el partido sería demasiado tarde, en punto de las 10:20 de la noche marcaba el rol de juegos. Aquello era para sonámbulos.
En segundo lugar, ese horario tan extremo me permitió acompañar al equipo Once Caldas de fútbol siete de la Fragata, equipo de la nación de Fútbol Unión, de la cual también he escrito en este libro (Los bandoleros del Wolverhampton). Esa noche yo no tenía planes de jugar con Once Caldas, pero resultó que para la hora de inicio de su juego apenas eran cinco jugadores en un compromiso de fútbol siete. No los podía abandonar, así que jugué y ganamos con un hombre menos todo el partido. Fue una victoria lograda en base a cubrir con esfuerzo físico el espacio que dejó vacío la falta de un integrante, así que la consecuencia obvia fue que yo terminé empapada en sudor.
Luego del juego tuve tiempo para cambiarme de ropa pero no para tomar una ducha ni tampoco alimento. Volé sobre mi bicicleta desde de Coyoacán hasta los límites de los linderos de Iztapalapa que es donde se encontraba la canchita de Tranviarios. Mi prisa obtuvo como recompensa que el partido de la final se había retrasado, comenzaría hasta las diez y cuarenta minutos de la noche. Aquello ya no era de sonámbulos, era de lechuzas.
 Cuando llegué al campo ya estaban ahí todos mis compañeros y compañeras, además de algunos de sus familiares y amigos. Yo no había invitado a mi mamá por el horario tan tarde.
Saludé a cada uno de ellos y de ellas y no noté nerviosismo, la confianza existía. Éramos un buen equipo, éramos el ballet azul, no había porque dudar. Uno a una fueron calzándose los botines, ajustando las cintas de los mismos y, de a poco, las remeras azules con el logo Puma de la Universidad Nacional comenzaron a aparecer, esa era nuestra piel azul.
El árbitro, que era una mujer, nada más adecuado para el fútbol mixto que los árbitros también se mezclen, finalizó el partido anterior al nuestro y llegó el momento en que podíamos entrar a la cancha.
No se sentía frío, no tanto como en el mes de enero anterior. La luna era brillante pero no alcanzaba su disco para ser llena. La calle a la que daba la cancha estaba muy tranquila, apenas uno que otro trolebús retardado rompía la ausencia de tráfico en esa calle serena. Las gradas del otro lado del campo estaban colmas, la Juve también traía su buen conjunto de seguidores y el equipo ganador del juego anterior se había quedado a ver el juego; el siseo de la gente era expectante.
Tan solo pisé el campo fui a saludar, en ritual sincero, al arco que defendería, esa estructura de tres piezas me confiaba la vida cada juego. Luego unos movimientos de calentamiento y listo, se podía venir lo que fuera.
Les, la capitana del equipo nos llamó al centro del campo, ahí dio una tímida arenga; nos faltaba práctica en eso de ponernos sentimentales a la hora buena, ya queríamos que comenzara el partido para poder echar para siempre ese nervio de estar frente a un desafío mayúsculo.
Los primeros minutos comenzó a brillar el ballet como en todo el camino de la temporada. Javi, nuestro mejor jugador tomaba la pelota y la acarreaba, quitándose a los rivales como si fueran conos, hasta el medio campo del contrario. Él era alto como una percha, rostro de facciones angulosas y movimientos plásticos en el juego, recordaba un poco al gran Román Riquelme por lo tanto que pisaba la pelota y salía siempre a un lado o al otro sin parecer apremiado. Javi no siempre estaba entonado, a veces perdía la cabeza y se ponía discutir con Les, la capitana.
Les era nuestra goleadora. Durante el campeonato se había pintado la friolera de hacer nada más y nada menos que cincuenta y dos goles, buscaba con ahínco desmarcase y quedar de frente al marco, solo le bastaba un segundo para matar al rival. Ella era de extracción buitrera (Una de piratas y doctoras), y tenía por sobrenombre la potra debido a las zancadas que daba al recorrer los campos de juego con la pelota en los pies, en efecto era ligera y rápida no solo con los pies sino también con la cabeza.
Cuando Les se ponía a discutir con Javi y viceversa, acerca de si no eran buenos los pases del uno o los desmarques de la otra, el ballet colapsaba, se tornaba verde y se echaba a perder. El resto del equipo casi siempre nos limitábamos a mirar aquella verborrea durante los juegos con la confianza de que cada uno de esos dos seres se dedicarían a jugar y se retomaría la danza futbolística.
El Moco era de estatura similar, en físico y en juego, a Javi. Era el compañero que escudaba el pasodoble con la pelota de Javi y quien le servía de apoyo al príncipe si es que este se metía en problemas por llenarse tanto de pelota. El estilo del Moco era más fácil, práctico y cuando regateaba era más versátil y veloz.
Más retrasada estaba nuestra mejor jugadora, Adriana, una joya de futbolista que podía competir sin ningún problema con cualquiera de los hombres de la liga; ella lograba, no solo robarles balones, sino también regatearlos y dejarlos tumbados en el suelo con sus recortes. También era buitrera y siempre que las cosas estaban mal sabías algo: había que darle la pelota a Adriana.
Ese era el ballet azul de aquella primera parte que anotó primero en la final. Obvio fue gol de Les, un remate raso y colocado al palo derecho de la guardameta rival que poco pudo hacer.
La tribuna blusera estalló en júbilo, parecía que todo estaba en camino pues nos sentíamos bien y las cosas nos estaban saliendo mejor que al rival, pero era apenas el comienzo del juego, ni cinco minutos habían pasado cuando ocurrió la carcajada del destino, la caída del ballet azul.
Sí la Juve había perdido a su capitán en la semifinal, el ballet azul lo iba a perder en los primeros minutos de la gran final a causa de una de esas tonterías que los hombres son expertos para inventarse. La árbitro marcó una falta de Javi a la altura del medio campo, Javi reclamó que no había sido falta y por ese arrebato se llevó la amarilla de parte de la colegiada. A pesar de estar pintado de amarillo nuestro jugador no se calló la boca y la árbitro le sacó doble amarilla en menos de un minuto. Javi salió del campo y cruzó la reja que dividía la cancha del mundo normal entre gritos y furia. Les y otros le gritábamos que ya terminara con los oprobios pero eso solo alargaba la lista de reproches.
Cuando vi la tarjeta roja me tiré al suelo de espaldas, ya ni siquiera me ocupé de colocar alguna barrera para el tiro libre que se cobraría. Me pasó por la cabeza que estaría este día escribiendo sobre cómo nos habían metido más de diez goles en una final, porque si en fútbol once es posible funcionar con uno menos sobre el campo, en fútbol siete eso se vuelve mucho más difícil, y en fútbol cinco es imposible, simplemente imposible. Yo conocía historias en donde un equipo había sido destrozado por veintidós a cero jugando con uno menos en fútbol cinco. Los pobres había aguantado bien al principio luego de la pérdida, pero conforme avanzó el tiempo se comenzaron a cansar y el rosario de goles comenzó a ser lapidario. La mirada de los jugadores del equipo al que le faltaba un integrante eran como de fantasmas vagando por este mundo sin poder evitar aquella humillación.
Y yo pensaba que eso nos esperaba; incluso, en algún partido de las Balas Perdidas (Los lunes de las Balas Perdidas) yo me salí del campo cuando éramos una menos (por lesión de Ruth y de que ya que no teníamos cambios) y el marcador estaba apenas 12 a 1 con más de diez minutos por jugarse… había sido una pesadilla, una opresión que los jugadores de campo apenas sienten, pero que los porteros sabemos muy bien que el trauma dura para siempre, pregunten sino a Memo Ochoa luego de los siete goles chilenos.
La Juve no había hecho nada con su tiro libre, pero sabían ahora que todo era cuestión de tiempo.
La expulsión nos golpeó duro a todos los blues, a mi particularmente me hizo perder toda esperanza e ilusión; también hizo que casi se me escurriera una pelota fácil, la alcancé apenas besó la línea de gol como una lágrima de tristeza contenida. Les me exigió con un grito que tuviera más atención, el grito sirvió, si nos iban a humillar al menos opondríamos resistencia.
En ese lapso logré arrebatar a la Juve algunos goles que parecían ya cantados y en una de esas pelotas que logré robarle a la suerte, miré a lo lejos y vi que la portera de ellos estaba muy fuera de su arco… pero muy afuera, lo intenté y la pelota se metió a su portería luego de dibujar una parábola inmensa por los aires. Nuestra gente gritó el gol como si valiera mucho, pero yo seguía trágica, pensé que era un gol miserable, el más inservible de los goles de la historia, uno que apenas haría decir que las cosas habían quedado diez a dos, quince a dos o veinte a dos, vaya júbilo inútil.
De ahí el partido comenzó a meterse en la lógica, nada de heroísmo, fue como quitarle un dulce a un bebé: antes de terminar la primera parte la Juve ya había empatado el marcador casi sin esfuerzo.
Regresamos a la banca sin aliento, sin ánimo y con la mirada abajo. Yo no tenía palabras, nadie tenía palabras… o al menos eso creímos. El comienzo de la épica de esa noche nació de la que menos hubiéramos pensado, Rubí, la rubia, ella había comenzado en la banca y durante la temporada se había mostrado como una jugadora cumplidora en su tarea del medio campo, nunca arriesgaba de más ni se desatendía por las jugadas vistosas, cuando le tocaba estar frente al arco para marcar lo hacía sin muchos problemas pero a veces se le notaba nerviosa cuando no tenía opciones claras para descargar el juego. Comenzó a decirnos a todos que eso que pasaba era lo que teníamos, todo lo que teníamos, un hombre menos y todo un segundo tiempo por delante, que esa era la situación y que había que afrontarla. No recuerdo si fue ella u otra de nosotras la que remató diciendo que entre las cosas que nos quedaban estábamos nosotros mismos, nos teníamos el uno al otro.
Entonces se comenzó a plantear la estrategia para la segunda parte y fue cuando intervine, no soy de las que da arengas, no soy buena con la palabra hablada, pero me parecía capital comunicar que…
“Si jugamos marcando solo a las mujeres ellos se van a venir encima y la tendrán muy fácil. Tenemos que jugar el resto del partido como si fuera fútbol, sin pensar en si es hombre o mujer, ir a disputar cada pelota como si fuera la última, tenemos que hacer ese desgaste. Aún si comienza a caer el primero, el segundo y todos los goles de ellos uno tras otro, nosotros tenemos que seguir corriendo, seguir peleando porque ellos hoy se pueden llevar el resultado, pero nunca podrán llevarse nuestra dignidad.”
Y así salimos al segundo tiempo. Les me pidió que jugara en el campo, apuntalando la defensa, y es que los porteros para la segunda parte tenían que ser hombres de manera obligatoria, así que hubo que salir a cazar liebres al prado verde y sintético.
Me coloqué la remera de la UNAM, ese azul que llevó tan dentro del corazón, y pasé a formar parte de la coreografía de ese medio campo blusero que ya no tenía nada de arte ni de ritmo de sinfonía, al contrario, se trataba de defender cada pulgada de nuestro medio campo, de evitar la caída de todo un reino. Fue ahí que comenzó nuestra propia versión de las Termopilas.
Gil comenzó de portero de la Juve y aprovechó su buen juego para orquestar la ofensiva de esa versión mixeada y mexicana de la Vecchia Signora; su compañero hombre, un chico con menos técnica que él del cual desconozco su nombre, se quedaría como defensa y las tres mujeres, entre las que estaba su goleadora Keren (sí, también buitrera), llevarían el peso de ese ataque que se vislumbraba a bombardeo aéreo sobre ciudad entregada.
En nuestro caso, Moco ocuparía la portería y en eso no era el mejor, pero no había opción. El resto debíamos jugar a reducir los espacios, a marcar y estar atentas, cada una cuidando una zona del campo como si fuera la última zona habitable y futbolera del planeta. La primera línea la marcábamos Adriana y yo. Ella llevaba la batuta, con sus voces indicaba la dirección de la defensa y con su retención de balón nos daba oxígeno. Aquí ya no podía desenvolverse la mística de jugar a uno o dos toques, al ser uno menos teníamos que optar por esperar el desmarque fatigoso de las compañeras si es que se sentían con la confianza de ir al frente, cosa que pasó poco, muy poco.

Por su parte, Rubí, marcaba a la última jugadora de esa delantera que buscaba nuestra caída. Aquello parecía más un rondo que un partido. Yo corría de un lado a otro, de un lado al otro, trataba de evitar que Gil entrara a nuestra área, sabía que eso era clave, si el tipo se metía hasta la cocina nos iba a tomar por el mango.
Y todas corríamos, de un lado a otro, como perros persiguiendo la pelota.
Para contrarrestar el efecto psicológico negativo que significa correr detrás de una pelota debido al toque del adversario, yo me puse la pintura en la mente de un entrenamiento, finalmente me habían preparado para eso: las rutinas de ejercicio físico evitarían que me faltara el aire, el pensar en que yo los cazaba a ellos y no ellos a mí, me mantenía efectiva y entusiasta en esa labor horrible y dolorosa… un error, un maldito error de ellos era todo lo hacía falta. Y ocurrió.
La pelota fue recuperada por Moco y se animó a salir del área hasta poco antes del medio campo, la sorpresa del robo de pelota ocasionó una descoordinación entre los dos hombres de la Juve que se suponía debían atender el poco trabajo defensivo que hubiera para recuperar la de gajos, y fue ese pequeño momento el que aproveché para pedirle la pelota al Moco en un sencillo pase lateral… fue como si él me leyera la mente, también lo había visto, todo el mundo lo había visto, el pequeño rincón, la mínima posibilidad. Moco me cedió la pelota, un poco abierta; pero era suficiente, le pegué con toda la voluntad de que el milagro ocurriera, con el empeine de mi bota derecha abajo para que la trayectoria en arco fuera suficiente en tiempo y distancia. Para cuando golpeé la pelota, Gil ya se había dado cuenta de la trampa, comenzó a correr hacía su portería desguarnecida. Y la pelota viajó sobre él y su carrera, por encima él y la lógica, sobre el destino. La pelota se fue a incrustar a las redes con Gil volando como karateca en un último intento por alcanzar la bola con la punta del pie de su pierna derecha. Era el tres a dos y un jugador había entrado en nuestras filas: el tiempo. Ese gol fue agua en el desierto y fue el que realmente puso las cosas en términos realistas, de que lo imposible podía pasar.
Inmediatamente después del gol en contra, la Juve hizo un cambio de posición: Gil salió al campo y el chico del cuál no sé su nombre se calzó los guantes de portero. Y se los juro por la madre del reino blusero que ese guardameta no volvió a salir lejos de su área, la consigna fue que no podían volver a recibir un gol de larga distancia. Al menos les habíamos robado un momento de duda a los que siempre habían estado seguros de sí mismos.
La defensa fue más obtusa de nuestra parte luego de la minúscula ventaja conseguida, al punto de que la histeria nos ganaba a los que estábamos dentro y fuera del campo. Aquel rectángulo de caucho negro y plástico verde era una sucursal del manicomio y el apremio de la Juve no encontró gracia debido a los benditos postes, los muy benditos palos de la portería de Moco. Primero el travesaño y luego el pilote izquierdo protagonizaron los milagros, hoy las astillas de esos troncos se venderían como reliquias religiosas en el reino de los Blues sino fuera por el desenlace que luego tuvo esta historia. Además, Moco descubrió al portero que llevaba dentro, achicó en al menos tres ocasiones y tapó sendos goles que ya parecían inminentes; vamos, hasta un lance gatuno sobre su costado derecho le salió como si llevará décadas siendo portero.
 Y todas corríamos, de un lado a otro, como niños asustados tratando de evitar que algún moustro de pesadilla entrara a través de la puerta del armario, o del medio campo de ellos que en ese momento eran la misma cosa.

De un lado al otro, de un lado al otro.
Para esa parte de la maldita puesta en escena ya había entrado Karlita al campo (No dejes de creer). Su aporte fue refrescante y motivada por la inocencia se atrevió a ir más al frente y pedir la pelota en posición ofensiva. Esa decisión de su parte atrasó durante un instante la línea de ataque de la Juve.
No sé quién tiró un pelotazo al frente, pero Adriana lo tomó y yo desde la retaguardia y observé que Karlita se quedó a cuidar su marca y le reclamé “¡Karlita, ve al frente, tú estás fresca!”. Ella me explicó que valía mejor atender su marca y en parte tenía razón, a Dios yo le había pedido menos en toda mi vida que lo que realmente le pedía a Karlita en ese momento, que en pocas y honestas palabras era, ve y resuelve esto con una corrida al área, con algún remate, con lo que sea pero amplia el maldito marcador para nosotros... a Dios le he pedido menos.
La segunda porción del segundo tiempo fue pragmática. La Juve empató y casi de inmediato se puso al frente en el marcador dejando cinco minutos de pradera ignota.
Luego del empate mantuvimos el ánimo. Las murallas aún estaban de pie. Pero cuando anotaron el tanto de su ventaja fue como el boulevard de los sueños rotos. Un quejido se me escapó al llevar la pelota nuevamente hasta el centro del campo para reanudar el juego.
Lo cierto es que no hubo reacción aguerrida inmediata de nuestra parte. Considero que quizás eso tranquilizó el vendaval joventino, y los hizo pensar que ya estaban del otro lado. De hecho, ellos tuvieron en ese lapso la oportunidad de matarnos, descuartizar nuestros cuerpos y colocar sobre estacas nuestros pedazos distribuidos en cada una de las esquinas del campo. Sucedió que Gil logró penetrar hasta el área nuestra por un costado, desde esa zona puso un pase en diagonal hacia Keren. Yo estiré mi pierna lo más que pude pero no alcancé a bloquear la trayectoria del balón. Moco también quedó anulado cuidando un primer poste que no era el objetivo de aquel misil.
En mediana carrera, por el costado contrario, entró Keren, solo tenía que empujarla y todo terminaría. No respiré. Supongo que tampoco nadie pudo sostener la respiración en ese momento. Y ocurrió que la pelota le pasó entre las piernas a Keren y se coló al fondo del arco sin que ella la tocara. La regla indicaba que solo las mujeres podían hacer gol, así que aquella pelota de Gil que encontró las redes tuvo por destino el miserable saque de puerta. No contó como gol aquel gol. Keren pidió disculpas a Gil, a la Juve y al mundo.
Increíblemente vivos, o más bien moribundos, nos metimos en los últimos dos minutos de partido. Mis maestros me habían enseñado que los sitios se resuelven sosteniendo un marcador apretado hasta los últimos instantes del encuentro, y en ese suspiro que restaba correspondía en intento final de romper el sitio en una estrategia de matar o morir, cara o sol, la victoria o la derrota. Así, la resistencia blusera había llegado al momento heroico de quemar las naves. Rompimos las posiciones defensivas y nos lanzamos al ataque en desbandada. Ellos por su parte, empezaron a pedir la hora… ¡a pedir la hora!
Un intento de pase al frente de Adriana. Un rechace de la defensa y la pelota que no llega a nadie. Adriana que insiste con lo último de sus fuerzas, con lo postrimero de su fe, en un pase poco probable, pero sí alguien puede lograr ese pase es justamente ella. La pelota que supera a la defensa que me cubría por el centro, ya cerca del área de la Juve. Apesta a peligro. El esférico me llega botando y no puedo matarle la altura por mi mala recepción. La defensa, que ya recuperó tiempo y terreno, ya viene a despejar la pelota para siempre. Lo que me salió del alma fue lo que llaman el recurso de la inglesita, jalar la pelota con el talón o la parte exterior del pie, otro acto de suprema irracionalidad. La jugada fue particularmente afortunada pues muchas veces antes la había intentado y siempre me quedaba o muy corta o muy larga, pero esa noche, justamente esa noche, en ese momento cuando quedaba menos de un minuto en el reloj, fue perfecta.
La prisa me hizo precipitarme para alcanzar el autopase que me había generado y opté por tirarme en el aire en una especie de media tijera muy cerca del suelo, quise ser lo más segura posible en ese remate con la pierna de palo (soy derecha y me quedó a la izquierda). Gil ya cortaba y la defensa de ellas ya me pisaba los talones.
Empeine que prende limpia la circunferencia del balón y un disparo recto hacia el palo izquierdo del portero que se tira pero no llega, no llega nunca.
El grito de gol se me salió de las tripas porque era improbable, porque era imposible, porque no debía pasar, pero pasó. Me levanté del suelo como si fuera de mañana y tuviera la energía completa. Orgasmo futbolístico que rematé con un saludo a la porra rival que todo el partido se la había pasado denostando, que todo el tiempo se la había pasado diciendo que no teníamos recursos, como si eso fuera apoyo a su equipo… no lo sabían, no podían haberlo sabido, ellos con sus palabras solo nos animaron a lograr aquella gesta de final loca.
Los últimos segundos fueron un trámite. La Juve no se presentó a esos momentos de cierre. Fueron los segundos más felices de nuestra existencia, lo que Cesar Luis Menotti me había dicho todo el tiempo que era lo que realmente importaba del fútbol, porque aquello no era una victoria en el resultado, era el acceso a la posteridad, nunca olvidaríamos eso que acabamos de hacer.
En cuanto escuché el silbatazo final del árbitro me arrodillé sobre la grama del campo, esa hierba de plástico que nunca se seca; y comprendí que eso que acabábamos de hacer era algo que ya no nos podían quitar.
Les lo sostuvo en una frase, ya no importaba qué pasara, lo habíamos hecho. Adriana me abrazó y las tres disfrutamos juntas de esa miel. Estoy segura que hasta Javi que pagaba la penitencia de su expulsión con el peor de los precios posibles: ver sufrir a sus compañeros desde afuera, encontró algo de paz en esa euforia de los demás.
La grada agradecía tanto drama y el reino blusero era uno.
Se podía lograr más, podíamos conseguir todavía el campeonato. La serie de penales, a la que no había podido llegar el mítico Alavés y sí habían podido acceder los Pumas del 2014 contra Tigres en la liga local de México, nos esperaba.  Aquello podía ser todavía mejor.
Pero el fútbol es celoso en cuanto los milagros se refiere, siempre se guarda algo para evitarse escribir cuentos de hadas todos los días. Aunque anoté el primero y estuvimos a un penal de ser campeones, al final y después de todo, la estadística apuntó que los campeones de esa liga del Apertura 2019 en la canchita de Tranviarios del fútbol mixto fueron los de la multicampeona Juve de Rafa, Keren y Gil. Eso dice la letra muerta.
Dolió. Fue morir un poco, la ilusión había sido gigantesca y quedó reducida a nada. Nunca he parido hijos, pero mi dosis de dolencia la tengo saldada con finales perdidas de este modo.
Y es ahí donde se cuela la leyenda de la caída del ballet azul, la narrativa de esa escuadra que logró tocar el cielo cuando estaba condenada a arder en el infierno, que esa noche perdió pero que ganó para siempre, porque perder así, como perdió aquel ballet azul sobre el campo, es ganar. La caída del ballet azul no fue tal, al contrario, representó nuestra ascensión al cielo.
Y hoy se cuenta a los nuevos jugadores y jugadoras que se integran a este equipo acerca de esa epopeya, y se les anima recordándoles que un día otra vez volveremos, volveremos otra vez, volveremos a ser grandes, grandes como fue el ballet.

lunes, 4 de febrero de 2019

DOMINGO Naranja dulce




Los equipos no son grandes por sus títulos sino por su gente. Esta máxima del balompié encajaba como anillo al dedo para una de las franquicias más tradicionales de la liga de Fútbol femenil de la Alberca Olímpica, al sur de la Ciudad de México, esa franquicia llevaba por nombre la Naranja Mecánica.
Aplicaba así debido a que las Naranjas, que era uno de los gentilicios que ellas mismas habían adoptado, habían sido prácticamente uno de los equipos fundadores de la liga, a principios de la década, junto al Porto, el Barcelona o las Queens, en una época en dónde nadie apostaba por el fútbol femenil, al contrario, tal variante de género del juego daba risa a los hombres del mundo.
Desde la fundación de la liga hasta los días que nos atañen, el equipo naranjero no había obtenido ni un solo título de liga, se conformaban con presumir un título de copa, algunos partidos memorables y una permanencia ininterrumpida de años y años de estoicismo y sororidad. Además, desde aquellos lejanos principios, ya habían comenzado a forjar su sello en lo futbolístico, un equipo aguerrido, difícil de derrotar y que nunca dejaba de correr durante el partido.

Antes de jugar para ellas, yo había enfrentado a las naranjeras bajo los colores de las Mininas, y ya desde entonces reconocíamos en la Naranja Mecánica el juego cerrado, el ímpetu, el siempre luchar y raspar la pelota, siempre al límite del reglamento y de las fuerzas. La Naranja no era solo potencia y corazón, tenía su dosis de talento en jugadoras como Thalía o Lulú, pero incluso ellas no dejaban nunca el camino fácil a las rivales. Por eso, cuando las enfrentábamos sabíamos, desde antes del partido, que esos iban a ser cuarenta minutos muy pero muy largos.
Cuando llegué a la Naranja lo hice invitada por su fundadora, Tania, una mujer hecha de estudios, inteligencia y fútbol; tenía el cabello ensortijado y recogido, usaba gafas y su carácter era amable, nunca le escuché ningún reclamo airado a alguna de sus jugadoras para las que solo parecía tener frases de aliento. Era una capitana con todas las credenciales para un cargo así.
En ese entonces la Naranja no tenía guardameta fija y por alguna razón se les había metido en la cabeza la idea de que ya era hora de ganar un título. Habían estado cerca, pero siempre eran frenadas por los equipos de más fuerza y juego como las multicampeonas Queens y Barcelona, o las recientes opositoras de ese cúmulo de poder: las Panteras de Laura Callejas y Jessy Suárez. De ese modo, la consigna con la que fui integrada al equipo era la de que se debía superar el límite de las semifinales y llegar por fin a una final de liga para ganarla.
Yo sabía que aquello era muy complicado, el plantel de las Naranjas no era mejor que el de los otros equipos, equipos de abolengo que sin duda tenían mucho mejor juego que nosotras. Pero, al diablo, había que intentarlo, había que creer, había que hacerlo.
La primera temporada la lógica se impuso, hicimos un gran torneo, siempre entre las cuatro primeras del campeonato; luego, ya instaladas en los cuartos de final, derrotamos a las Cuervos Negros, un equipo muy técnico que sería protagonista tiempo después, pero caímos en las semifinales por tres a dos en contra de las Panteras.
Salí hecha fuego y escupía maldiciones a la suerte luego de aquella derrota. Había dolido aquel siniestro.
Solo quedaba levantarse y comenzar la siguiente temporada. Pero para ese momento, el alma del equipo, Tanía, ya se había marchado para hacer su vida en Estados Unidos a lado de su pareja. Aquello fue un golpe severo para todo el club, comparable al retiro de Johan Cruyff de la Holanda de fútbol total que dio nombre a la Naranja Mecánica de los años setenta. Incluso, Miriam, una amiga entrañable que también había jugado para las Naranjas algunos años antes, me había dicho que sentía que si un día Tania se iba del equipo este se desmoronaría por completo, pensaba que la capitana hacía de cementante en aquel jarro anaranjado formado de pedazos de múltiples orígenes.
Hubo un factor que impidió que aquello no sucediera, que la Naranja se quebrara; fue el que los padres de Tania y su hermana Vianey no abandonaron al equipo cuando Tania se fue, al contrario, cerraron filas alrededor del conjunto y no faltaron a ningún juego de la Naranja en todo ese tiempo. Apoyaron desde la grada y en lo económico. Además, el padre se cansaba de dar consejos en lo táctico y la madre, de nombre Guadalupe, nunca cesaba en el grito de aliento que se escuchaba hasta el fondo de la fosa de clavados de la Alberca Olímpica. Y Vianey se partía el alma en cada partido en la defensa como otrora lo había hecho su hermana Tania. Esa familia fue capital para lo que se vino.
Vianey era una especie de embajadora de su hermana. Su estilo de juego era parecido al de su consanguínea, al fin y al cabo, las dos eran defensas centrales, altas y afanosas. Sin duda, la chica le daba miedo a las delanteras rivales, pero lo cierto era que era la naranja más dulce fuera del campo, e incluso dentro no era de las que se buscarán peleas. Siempre me decía antes de comenzar cada juego, Franny háblanos, refiriéndose a que las acomodara en la defensa por si se desubicaban.
En eso de la defensa a Vianey la acompañaba Dany, la menor de las hermanas Chinas. Dany era lo contrario físicamente a Vianey, pequeña y ligera, corría a todos los balones y le daba a esa defensa la apariencia de que ahí jugaba un fantasma, uno que aparecía en una zona del campo y que inmediatamente después aparecía en otra.
Como suplente de ellas estaba Marina, una jugadora que me impresionaba por sus goles de larga distancia más que por sus aptitudes defensivas, era una mujer que había mejorado muchísimo su técnica desde la primera vez que se había presentado con las Naranjas, esa temporada firmó algunos de los goles más bellos del campeonato; por ejemplo, una volea a la altura un poco más adelante del medio campo que prendió bonito y que hizo que la pelota se incrustara, recta y veloz, en el ángulo superior derecho de la portería rival.
En el medio campo estaba la mayor de las hermanas Chinas, Erika, la China Mayor. Ella era similar a su hermana en el juego: al defender era recia y al atacar urgente, no obstante era más robusta y alta que su hermana. Por su vértigo al jugar yo le pedía varias veces durante cada partido, que tuviera calma, que no todas las ganaba el apremio. Las hermanas recibían sus sobrenombres por los chinos de sus oscuras y largas cabelleras. Ellas venían de las montañas del sur y su esfuerzo era digno de la mejor guerrilla chinaca de aquellas tierras altas y calurosas. Fuera y dentro de la cancha la China Mayor fungía como capitana y representante del equipo luego de la partida de Tania, en esa labor era meticulosa y siempre responsable, durante su gestión la Naranja no perdió su sello de equipo respetable y cumplidor.
Sin duda el medio campo era lo mejor de la Naranja ese campeonato que aquí se relata. Luego del desastre de la semifinal perdida contra las Panteras, una jugadora del pasado se me acercó luego del partido y me dijo:
—Franny, te hace falta media, y esa que te falta soy yo.
Yo la miré y supe que Karla, que era el nombre de la que me hablaba, era el nuevo refuerzo ideal para el equipo. Ella ya había jugado en esas canchas tiempo atrás para otro equipo tradicional del campeonato, el Atlético Bacardí, y yo sabía de su oficio y talento. Era el ojo perfecto para ese huracán que era la media cancha de la Naranja. Pocas jugadoras saben manejar los tiempos, leer los partidos y además, como si esas fueran pocas cualidades, Karla sabía tocar la pelota con lucidez, fue así que en las Naranjas llegó a ser la número diez que el equipo requería. Ante el correr por toda la cancha ella prefería la intuición y el saber colocarse, como si fuera magia negra, todos los rebotes le caían y siempre la encontrabas sin marca cada que pedía la pelota, no era veloz con los pies pero sí con la  cabeza, siempre un paso más adelante que las demás. 
Días antes de la liguilla que perdimos contra Panteras, cayó del cielo (o emergió del infierno, vayan ustedes a saber), otra de las refuerzos claves para ese año, se llamaba Viridiana y acudió con su esposo y su hija pequeña llamada Jade, un domingo a preguntar si había algún equipo en el cuál jugar. Esa tarde jugamos un amistoso, de esos que la liga te deja gratis para evitar el default en algún horario, y Viri jugó con nosotras para poder cumplir, completas, el favor.
No pasó más del medio tiempo cuando le dije a la China Mayor, luego de ver lo bien que jugaba Viri, A esta hay que ficharla, no la dejes ir.
La China Mayor no dejó ir a Viri, de haber sido necesario la hubiera vinculado mediante amarre, pero era cosa del destino que ella jugaría con nosotras, estaba escrito. Viri aceptó unirse a esa Naranja y desde entonces portó en su camiseta el número 666. Hay que decirlo, la del número apocalíptico sabía jugar. Además, como aporte adicional, su esposo de nombre John, se convirtió en el director técnico para ese desgobierno que entonces era la Naranja.
La otra jugadora que llegó de refuerzo ese año había estado ahí desde hacía mucho tiempo, primero como una niña pequeña que en cada tiempo muerto que permitía el calendario desordenado de la liga, entraba a alguna de las canchas a pelotear y practicar tiros a la portería. Nosotras no fuimos las primeras en notarla, primero jugó para las del equipo con el nombre más original de todas las ligas del mundo, las del equipo de Tú Mamá. Se llamaba Dana y tenía tan solo catorce años. Parecía increíble que fuese tan joven y que tuviera ya tanto talento: pisaba la pelota, driblaba y tenía un obús en su pierna derecha (producto de practicar tantas y tantas veces su disparo). Tenía una hermana mayor, Yu, que había jugado en el mítico Barcelona multicampeón, y durante un tiempo traté de convencer a Yu de que jugara con nosotras, pero una lesión grave la alejó de las canchas. Con Yu lesionada y al saber que Dana ya no entraba en planes de las de Tú Mamá, me decidí a invitar a aquella niña a ser parte de la aventura naranja, yo pensaba que podía ser tan buena o más que su hermana mayor.
Fue como contratar a toda la familia, pues el padre y el hermano de Dana miraban los juegos, el padre se desgañitaba en cada partido en un intento de ubicar a su hija menor dentro del campo. Quizás el nombre de Dana era el más gritado en cada partido: Dana baja, Dana sube, Dana tira, Dana esto, Dana lo otro… era la chispa de la juventud, era el futuro y así de deslumbrante resultaba, pero esa frescura también llegaba con todos los errores propios de la inexperiencia, cosa menor comparada con todos los goles que llegó a aportar al equipo.

El medio campo lo completaba otra joya, se llamaba Thalía y era de las fundadoras de aquella Naranja. Era la clase y la elegancia para jugar. Delgada y espigada, si querías armar una pared solo tenías que dársela a Thalía que siempre tenía el pase correcto para devolver, sin duda era de las mejores jugadoras de la liga pero siempre deslumbran más los regates imposibles y las filigranas complicadas en vez de los pases bien dados y bien puestos.
Para terminar, ocasionalmente, Lulú, otra de las de la vieja guardia aparecían en alguno de los juegos para aportar talento, su estilo era similar al de Karla, que corra la pelota y no una.
También Ile, una entusiasta del juego, llegó a jugar algunos juegos esa temporada. Eran la conexión que quedaba con el pasado naranja, la identidad del club, de sus fundadoras y de lo que siempre había sido esa escuadra por la que tantas y tantas jugadoras habían pasado, cada una dejó su legado y su marca, cada una aportó a regar ese fruto.
Finalmente, adelante estaba Erika, la delantera del equipo. Si salía en una buena tarde te convertía de dos o tres goles por partido, pero si no estaba conectada te fallaba oportunidades tan claras que dolían como un gol en contra. Gustaba de acompañarse y driblar en la zona de definición, meterse hasta la cocina en lugar del brusco recurso de tirar de larga distancia. Desde nuestra banca, en casi todos los partidos, se escuchaba el ¡tira, tira, por el amor de dios tira!, cuando Erika tenía la pelota cerca del área, pero era imposible, no se puede cambiar la forma de sentir el juego. A veces Erika anotaba un poema de gol y otras no, así son quienes juegan adelante.
Por el mes de octubre fue que comenzó la temporada y sus interminables diecisiete fechas en la liga de la Alberca. No tuvimos un torneo tan convincente como el anterior, era como si cargáramos todavía con la derrota de la semifinal contra Panteras. El colmo de todo fue la fractura de la muñeca derecha de Viri, luego de disputar una pelota y caer mal en un partido de la fecha doce. En el grupo de Whatsapp del equipo nos compartió la foto de su mano enyesada unas horas después de terminado aquel cotejo que para firmar como tarde miserable se había perdido. El pronóstico era que quizás podría estar para la semifinal. Quedaba fuera uno de nuestros cimientos.
Como fuese, calificar no fue tan complicado, las que estábamos logramos mantener los triunfos sobre los equipos con menos capacidad que el nuestro y dimos batalla a los grandes del torneo, perdimos uno que otro juego increíble y aprendimos la lección de esas derrotas acaecidas justo a tiempo.
Ese campeonato también cambiamos de uniforme, abandonamos el tradicional color naranja de la escuadra tulipán de los Cruyff, Gullit, van Basten, Bergkamp, De Boer y Robben. En su lugar se optó por una versión en amarillo y negro de un uniforme segundo del Atlético de Madrid. El cambio fue místico. Parecía que la piel del eterno segundo lugar que era la selección de Holanda (finalista y perdedora en las Copas Mundiales de 1974, 1978 y 2010), jugaba en nuestra contra. Al contrario, la malla del Atlético de Madrid encajaba con el carácter del equipo que, a pesar de no ser un equipo sin talento, nunca pudo ser realmente un representante en el juego de la Naranja Mecánica y del fútbol total. En cambio, el siempre luchar, siempre correr y siempre creer propios del equipo colchonero de Madrid iban acordes con nosotras en esa temporada.
En los cuartos de final nos tocó la llave en contra del Niupi, un equipo que portaba el nombre de la escuadra del Capitán Subasa con orgullo. No fue fácil, pero logramos imponer nuestro juego ríspido y Erika anotó un doblete para completar la obra, salió pletórica nuestra delantera ese día.

Lo de las semifinales iba a ser uno de esos capítulos infames que ocurren en el fútbol de vez en cuando. Nos tocó contra las multicapeonas Queens, y ellas llevaban su cuadro de lujo en esa ocasión. Nosotras por otra parte teníamos la inmensa hacienda de haber recuperado a Viri una semana antes de lo esperado, un milagro médico en toda regla.
Las Queens salieron a comernos vivas, pero resultó que se encontraron con la mejor versión de la Naranja en años y años de jugar. A un minuto de terminar la segunda parte les íbamos ganando por uno a cero con un magnifico gol de Dana, la pequeña de catorce años que para entonces ya había cumplido sus quince primaveras.
Todas estábamos en plan grande, Ile que parecía nunca haber faltado a un partido en toda la temporada, se destacó no solo en el esfuerzo sino en crear juego colectivo ahí en la media cancha donde Karla no estaba esa vez. Éramos una maquinita, realmente aquello daba la sincera impresión de ser mecánico.
Sin embargo, las Queens nos empataron por un error de Viri al no atinar a despejar un rebote que quedó dentro de nuestra área. Así nos fuimos al descanso, con uno de los mejores partidos de la temporada y un empate a uno que dejaba todo el desenlace para el segundo tiempo.
Pero para la segunda parte el árbitro nos llamó y nos informó que las Queens no habían presentado sus respectivos registros. Era un error tan burdo, tan de principiantes que daba coraje. El reglamento estipulaba que ahí terminaba todo, pero el árbitro todavía nos preguntó si les dábamos oportunidad de disputar un lugar en la final a las Queens. La decisión nos la dejó con Viri todavía no al cien por ciento y con las bajas por ausencia de la Chinita, Karla, Lulú, Marina y Vianey. No teníamos cambios y yo calculé que el ritmo heroico de la primera mitad no podríamos mantenerlo todo el resto del juego, ellas, por el contrario tenían tres cambios los cuales no bajaban el nivel y era injusto llamar suplentes a tan buenas jugadoras. El asunto se sometió a votación y dejamos que se cumpliera el reglamento. La adrenalina se murió ahí y los músculos se relajaron, a pesar del triunfo nos invadió una tristeza por ganar de esa manera.
Las Queens propusieron jugar el segundo tiempo aunque ya lo supieran perdido. Nosotras aceptamos y el partido terminó con un cinco a dos a su favor. Supongo que les había mancillado nuestra decisión de seguir el reglamento y quisieron dejar en claro que si no hubiese sido por su ridícula falta administrativa ellas hubieran salido de ahí arrastrando nuestros cadáveres; pero en nuestro favor podíamos decir que el juego para la segunda parte estaba podrido, Ile ya no buscó el balón con la misma intensidad, Thalía bajó el ritmo y ya no corrió a todas, Erika se dio el gusto de fallar, Viri ya no regresó al campo de juego, y yo me di el lujo de jugar fuera de mi área como si fuera de compras al supermercado de los riesgos innecesarios.
La China mayor fue la única que se mantuvo seria en la segunda parte. Así pues, lo que hubiera podido pasar lo enterramos en la fosa común del “si hubiera”. Estábamos en la final y eso era lo que realmente importaba, podía comenzar el carnaval naranja.
La semana previa al máximo compromiso en la historia de las Naranjas fue de mutismo general en el grupo de Whats. Lulu e Ile confirmaron que no podrían asistir, Tania mandó buenas vibras desde tierras yanquis y a lo mucho se informó que el partido comenzaría  a las dos de la tarde en la cancha uno. Poco se habló, poco se dijo, era como reservar los augurios y se trataba de no pifiar, por pura presunción, los buenos resultados que nos podían estar esperando. O quizás solo fue el día de cada una, el trabajo, la escuela, los otros equipos y entretenimientos de la semana, el caso es que nos reservamos el derecho de emitir pronóstico o de pensar si quiera en la gran final.
Las dos de la tarde es un horario horrible para jugar. Era todavía invierno por lo que el calor no era sofocante aunque el sol quemaba la piel. El aire seco de la tarde nos consumiría de a poco si no tomábamos las previsiones de llevar bastante agua y al menos uno o dos cambios. El rumor de los motores de los autos que circulaban por avenida Río Churubusco, que en efecto antes había sido un río, no era suficiente para causar estrés en nadie. Las altas y grises columnas del edificio olímpico de la alberca, con sus amplios ventanales y su techó modernamente suspendido, era testigo mudo de una final más de aquella liga que se le había pegado como lapa desde finales de la década de los noventa del siglo pasado.
Nuestro juego sería en la cancha uno, que antes había sido un terreno llano perteneciente al espacio del estacionamiento del complejo olímpico, brillante en 1968, años de los Juegos, pero que ahora apenas si llamaba la atención de los que por ahí pasaban.
Enfrente de la cancha uno, cruzando la calle, había unas canchas de tenis. Sobre la calle, un puesto de bicicletas del sistema Ecobici, quitaba espacio de estacionamiento para los usuarios de las canchas. Los pocos lugares para aparcar eran administrados por un viejo flaco y de cabello cano que siempre me saludaba al verme llegar a jugar y siempre me preguntaba cuánto habíamos quedado al verme salir. La señora de la liga pegaba sobre las rejas que separaban al complejo deportivo de la calle, con cinta adhesiva transparente, el rol de juegos de esa tarde. Y ahí estaba, en esas hojas, en letra Arial, nuestro compromiso: “Naranja Mecánica vs Cuervos Negros. Cancha 1. 2:00 pm.” Era la formalización del suceso.

Sobre la esquina con Churubusco, un puesto de dulces y aguas también se preciaba de ser tan viejo como la liga misma, era atendido por un hombre bonachón y bigotón, de unos cincuenta años y que solía regalarnos hielo cuando alguna lesionada lo requería; esa tarde, al verme llegar me deseó suerte, como si lo típico de cada domingo deseara suerte a lo tradicional de cada fin de semana.
Había una verdad, si las Naranjas nunca habían conseguido un título en más de nueve años, yo tampoco podía presumir ninguno y sé que Karla ni Dana, llegadas también de otros cuadros de la misma liga, tampoco habían sido campeonas nunca.
Así, aquella era una final inédita e inesperada para la historia de la liga, de esas situaciones irrealizables que si te las cuentan antes de que sucedan no te las crees.
Previo a nuestro partido, las Queens habían vencido a las Panteras en tanda de penales por el desprestigiado tercer lugar. Había sucedido que las Panteras habían sido derrotadas en la semifinal por las Cuervas Negras, un equipo que tenía buenas jugadoras, no solo nobles con la pelota sino también con el juego. Habían mejorado mucho desde el torneo anterior y casi todas sus jugadoras eran implacables en el tiro de media distancia. Durante la liga les habíamos ganado, así que, sin duda, nos traían ganas.
En mi banca, las Naranjas no estaban tan exacerbadas como en la semifinal, parecía que tan solo con jugar la final era premio suficiente para el brío de cuatro meses.
Ese domingo si jugaría Karla, pero no estarían ni Marina, ni Ile, ni Lulú y la Chinita había olvidado su uniforme. Al menos si teníamos registros y así fue que nos paramos en la cancha con la siguiente alineación: Franny, Dana y la China Mayor de defensas improvisadas, Thalía y Viri en la media, y adelante Erika. Como cambio solo estaba Karla, que esa tarde comenzaba en la banca por no haber estado en la semifinal.
Vianey también estaba, pero no tenía zapatos, decía que venía de otro lado y que era su mamá y su papá quienes traían sus cosas para el juego. Yo le había podido prestar uniforme, pero lo de los zapatos era imposible de resolver inmediatamente. Era extraño aquello, que sus papás, tan fieles en todo ese tiempo ahora, en la afrenta más importante no estuvieran, se sentía un vacío.
Las Cuervas Negras, por el contrario, parecían completas y sus seguidores hasta una manta colgaron en el alambrado que separaba la tribuna de la cancha. Se miraban nerviosas las Cuervas pero aun así parecían seguras y contentas. Era un duelo de ilusiones, de primera final y primer campeonato.
La capitana de ellas era una chica alta que jugaba de defensa y que era casi impenetrable en el juego aéreo. Era una dama del fútbol, de esas que sabían jugar en todos los sentidos, se ganara o se perdiera nunca perdía la categoría. El resto de sus compañeras, como ya he mencionado, sabían jugar y si no habían llegado antes a una final era por pura mala suerte en los momentos claves. Ahora esa jettatura se había roto en mil pedazos y las Cuervas podían disfrutar de la justicia de su primer final. 
Cosas del fútbol, el partido comenzó con un jugada fallida mía al salir a cortar un pase filtrado de las Cuervas Negras; en lugar de romperla a cualquier parte, decidí salir con la pelota controlada fuera de mi área, adelanté la pelota un poco hacía el frente y a la derecha a manera de autopase. Esa primera parte de la jugada tan imprudente como innecesaria salió bien, hasta supongo que se vio bonita porque la delantera de ellas sí pensó que yo reventaría la pelota a cualquier parte y buscó cubrirse del posible pelotazo.
Pero luego no encontré a ninguna de mis compañeras libres y ante el desierto de opciones entre tanto espacio libre, decidí tirar desde ahí con la pierna izquierda a ver si de tan lejos podía hacer un gol de esos increíbles.
Para haberle pegado con la pata de palo, la izquierda, lo cierto es que le di muy bien, con el empeine me llené de pelota y un rayo salió disparado. Sin embargo, en su camino a la portería, justo a la altura del medio campo, la pelota se estrelló en el trasero de una de las rivales. Muerta, la pelota se quedó a la deriva y otra de las Cuervas aprovechó la oportunidad para tomarla y, sin mí como obstáculo natural, pateó segura y rasa la bola hacía mi meta huérfana.
Me sentí horrible. Ya ni siquiera tenía caso continuar la carrera desesperada hacia el arco, nunca podría alcanzarla, yo estaba anulada y condenada a observar.
Y fue ahí que Dana hizo la jugada de su vida, terrible ironía para una goleadora que la jugada del campeonato sea una salvada in-extremis de un gol ya cantado. Dana alcanzó a bloquear el tiro con su bendito pie derecho, mil veces bendito.
El rebote volvió a quedar muerto pero entonces, la China Mayor apareció como centella y despejó la pelota antes de que cualquier otra rival pudiese hacerse con otra oportunidad de disparar a nuestra portería desguarnecida.
Nos habíamos librado. Tan solo se había puesto de pie, abracé a Dana como quien abraza a quien le ha salvado la vida.             
 El milagro del cero a cero duró todo el primer tiempo. Para el público aquel juego debió haber sido un somnífero pues prácticamente todo el trámite se llevó a cabo en el medio campo. Ellas apenas tuvieron otros dos disparos que me pusieron en aprietos y nosotras tuvimos una muy cercana en una jugada de Erika cuyo disparo pasó lamiendo el poste izquierdo de la portería de las Cuervas; y eso fue todo. Para ser una final estábamos dando un espectáculo muy pobre y deslucido, parecía estar sobresaliendo el miedo a perder antes que el deseo de ganar.

Durante el medio tiempo Vianey logró resolver el problema de sus zapatos, al fin sus padres habían llegado a la cancha. Estaba lista para ingresar al segundo tiempo. Todas las demás estaban exhaustas, vaya que si habían corrido, por lo que tener dos cambios fue clave en el aguante de esa resistencia de las Naranjas.
Yo pedía perdón por el gol que casi me como por intrépida, pero nadie me hacía caso, había cosas más importantes en qué pensar.
Nuestro DT ordenaba aquel cúmulo de nervios y aseguró la defensa antes que otra cosa, como correspondía en el sistema ético de las Naranjas. Vianey, como ya dije, entraría al campo en lugar de Dana que podría pasar a ocupar una posición más acorde con sus cualidades goleadoras. La China Mayor se quedaría en la defensa y Thalía, Karla y Viri se rolarían la cruzada feroz en el medio campo. Erika debía resolver y sacar agua de las piedras. Y que las Cuervas se vinieran, que lo intentaran para cascarlas en un contragolpe.
El segundo tiempo siguió en su plan deprimente para los aficionados, pocas acciones de peligro y mucho roce en la media cancha. Ninguno de los dos equipos podía terminar de tomar la sartén por el mango, las jugadas no se culminaban, había muchas faltas y el juego no terminaba de fluir para ningún sentido, nadie consentía ni cedía ni un acre de aquel campo. Además, la portera de ellas resolvía bien todo lo poco que le llegaba.
Las Cuervas tuvieron, cerca del minuto diez de la segunda parte (estas batallas duran apenas el suspiro de cuarenta minutos), su momento de lamentación, esa jugada que, de haberse concretado, de haberse tenido la capacidad para capitalizarla y cambiarla por gol, hubiese terminado con el partido.

Un centro preciso y precioso desde el tiro de esquina, y yo que salí en falso. La pelota nos techó a todas, excepto a la delantera de ellas que entró por el segundo poste y que conectó la pelota con la frente, técnicamente de manera correcta pero muy alta para lo que se necesitaba. La pelota rasuró el travesaño por encima de su diámetro. El sollozo de ellas fue de panteón en noche de espanto. Yo no respiré como por cinco segundos y creo que así fue para todas mis compañeras. Recuperado el aliento, con el corazón otra vez en su sitio y latiendo, realicé el saque de meta como quien no se la termina por creer… ¡la suerte qué tuvimos! Nos habían perdonado la vida, nadie había compuesto nuestra elegía aun y cuando ya estábamos formadas delante del pelotón de fusilamiento, había sido un milagro en el área de las Naranjas.
Goles que no haces los verás hacer. El asunto parecía irse a los penales con ese siniestro y nauseabundo cero a cero, pero entonces ellas cometieron una falta atrasito del medio campo. Una nimiedad, un simple trámite en el medio campo para evitar un desastre mayor al contragolpe, una insulsa carga por la espalda, tan corriente como eso.
Para mí era el perfecto momento para que mis compañeras recuperaran aire y por ello pedí la pelota. La iba a meter al área y que fuera lo que dios quisiera pero que el mayor tiempo posible se escapara como agua; me sentía confiada de poder ganar en los penales.
La portera de ellas puso barrera de dos elementos porque podía. Adelante solo habían tres de nosotras para el posible remate; tan temerosas estábamos, ellas por poner dos en la barrera en un tiro libre que se iba a cobrar desde la Patagonia y nosotras por ir a rematar con pocas nada más para cumplir con la obligación. Ninguna de mis defensas se fue al área, ¡qué iba a ser!, a pesar de todas nuestras previsiones, cobrar directo a la portería era ya un riesgo alto pues si la pelota se quedaba en la barrera como suelen quedarse casi la mitad de los tiros libres que se cobran en el mundo, el asunto se iba a poner color de hormiga.
Le pegué a la pelota como se marca en los cánones y esta se elevó por encima de la barrera. El primer peligro había sido superado. Sin dejar de mirar el viaje del balón, comencé a regresar a mi portería, pensaba que el tiro no era tan bueno, le había faltado altura para el resto del traslado y era evidente que caería a media elevación cerca de la línea de gol. Al menos iba rumbo a la portería.
Un balón así era de rutina para cualquier portera decente, y la de las Cuervas lo era, pero entonces observé como Karla se acercó a la trayectoria de la pelota. Por un momento me pareció que la iba a bajar de pecho o que incluso la podía peinar con la testa.
Seguramente la arquera de las Cuervas pensó lo mismo pues dudó, dudó lo suficiente.
Karla se alejó de tajo del trayecto de la pelota.
La portera, sorprendida por la pantalla, no tuvo atino de reaccionar y la redonda besó las redes bajo el grito de gol de nuestras gargantas secas.
Levanté los brazos en señal de triunfo, otro gol al estilo Chilavert, otro gol que daba para soñar en un campeonato, no importaba que fuera un gol horroroso, valía lo mismo.
Ya debajo de mis tres palos, pensaba que las Cuervas, ahora con menos de cinco minutos en el reloj, se volcarían al frente para buscar desesperadamente el empate, pero no fue de esa forma tan abrumadora.
Nosotras seguimos bien en la defensa y en la media cancha, pero las contrarías ya no tuvieron capacidad de reacción, fue extraño porque hubieran podido derrumbar nuestras murallas de haberlo intentado con mayor ahínco. No habían salido en su tarde y los dos goles perdonados los estaban pagando muy caro, parecían presas del peso de la culpa por no haber aprovechado las chances que el destino les había puesto
Nosotras tampoco tuvimos ya ninguna opción clara de gol, ni la buscamos, al contrario, Karla retenía la pelota el mayor tiempo posible y hasta una oportuna lesión de tobillo le vino como congeladora muy oportuna al juego. El árbitro terminó el partido de marasmo y se culminó el improbable campeonato de las Naranjas.
Caí de rodillas sobre la alfombra de la cancha, con las polainas llenas de caucho y sudor, casi al borde de las lágrimas. Puse desde entonces, en la gaveta de los sueños cumplidos, aquel momento.
Las que ganan siempre no pueden entender que campeonar con un equipo que no es multiganador ni está conformado por jugadoras de nivel superior es mucho mejor que tener al triunfo como rutina. Habían pasado tantos y tantos años de sequía que parecía que las Naranjas nunca de los jamases ganarían un campeonato; pero ahora, con la satisfacción de con menos haber hecho más, de haberlo hecho todo, podíamos festejar la página más gloriosa de la historia naranja.
Casi de inmediato llegaron Vianey y la China Mayor a abrazarme, nos fundimos las tres en una emoción desbordante, había terminado la larga espera.
La vida había querido que esa tarde las Naranjas escribieran su nombre en la leyenda, porque la grandeza de los equipos no está en sus títulos, está en su gente y la gente de la Naranja, de aquella dulce Naranja, era, al menos en ese momento, la mejor del mundo.

  Jorge Peñaloza, el Cobi , era el capitán del equipo de fútbol que representaba a Segundo Alfa en la liga local escolar de la secundaria Té...