lunes, 27 de abril de 2020

DOMINGO. La leyenda del Porto


En las canchas de la Alberca Olímpica jugaron equipos de todo tipo y carácter. Las hubo las poderosas y que ganaban siempre, las que no daban una pero que no faltaban cada semana a pesar de los malos resultados, las conflictivas y las pacíficas, las que estaban solo de paso y las que llevaban años y años y no se iban, estaban todas esas escuadras y luego estaba el Porto.
Chio fue la que me invitó a jugar con ellas porque había participado con ese equipo algunos años atrás y no había anulado ese vínculo, además les hacía falta portera.
A las chicas del Porto yo las conocí en el infortunio de tenerlas como rivales. Siempre que jugábamos contra ellas perdíamos. No nos borraban de la cancha, incluso a veces parecía que les podíamos ganar, pero siempre se sobreponían y terminaban llevándose la victoria.
Todavía recuerdo la descripción más atinada al respecto de este equipo, lo dijo una de mis compañeras luego de haber perdido otra vez contra el Porto y mientras tascábamos el coraje de la derrota…
—No solo son guapas, también juegan bien.
Aquella sincera y lánguida sentencia solo fue como limón en la herida, recuerdo haber exigido silencio de manera tajante, pero decía verdad. Lo que son las cosas, años después yo sería la guardiana de su arco, y es que ser guapa no era requisito para ser parte del Porto.
Durante años la portera del Porto había sido Bárbara, ya he descrito lo buena que era como guardameta en otro de los capítulos de este libro. Con ella en el arco el Porto había tenido sus mejores días, pero un día, no supe la razón, Bárbara dejó de ser la portera y el resto del equipo comenzó a improvisar.
Desde que llegué al equipo, dispuesta a hacerme cargo de ese fardo, me di cuenta que las mejores épocas del conjunto ya habían pasado.
Vanessa, capitana y mediocampista de aquel cuadro, portaba una gruesa rodillera en su pierna derecha porque estaba lastimada y al parecer requería de una operación que nunca sucedía. En cada juego su rodilla le dolía y rara vez terminaba los partidos.
Rosa, hábil delantera, también tenía problemas con una rodilla. Mi compañera de mil batallas, Chio, no era la excepción en eso de los achaques con la mencionada articulación, castigo de mito machista griego para todas las mujeres del universo por atreverse a jugar fútbol, o cristiano si se le quiere ver: ganaras tus partidos con el sudor de tu frente, parirás con dolor y se te lastimará la rodilla por disfrutar del fruto prohibido de la pelota.
Será el sereno, el caso es que el Porto al que llegué distaba mucho del ballet exitoso que me había tocado enfrentar.
Como forma de adaptación, y para no sucumbir, las Porto habían cambiado eso de ser un equipo ligero y dinámico, como liebres que corrían por toda la cancha de forma estética, a pararse bien cada una en su posición, meterle colmillo al asunto y dejar que quien corriera fueran la pelota y el rival. Y aquello funcionó, incluso puedo testificar en estas letras que siendo portera del Porto fui participe de verdaderas obras de arte, sobre cómo se debe manejar la pelota con urdimbres preciosistas de pases, en cómo se manejan los tiempos y el cómo dejar al público con el estupor de:
—Esas morras no solo son guapas, también juegan bien.
Si el fútbol sonara, el Porto sería como un bonito brit-pop melodioso y con un toque de autenticad expresado en distorsiones de guitarra de estilo grunge. ¿Jugaba el Porto? Había que irlo a ver, al parecer así pensaba la gente pues nuestros partidos siempre tenían mucho público, al menos lo que permitía una cancha con apenas un pequeño graderío de lámina y tubos de acero, los que ahí no cabían se pegaban a la reja que rodeaba la cancha y uno que otro suspiro se les escapaba entre bocanada y bocanada al churro de mariguana.
A los fans del Porto poco les importaba el resultado de su yesca, pero a nosotras poco a poco perder se nos fue dando de manera más frecuente de lo deseado. El Porto nunca fue de esos imperios que lo dominan todo y siempre van en primer lugar coleccionado títulos, eran más bien de esos que se mantenían en los primeros lugares de la clasificación y ya en las finales se jugaban la vida febrilmente. Por ello, las derrotas, por más ridículas que fueran, no parecían ser un problema, estábamos ahí, siempre en zona de liguilla.
Quizás por eso nunca se entendió la dimensión del problema que teníamos. Yo si lo intuía, con esa mala suerte del carajo no le íbamos a poder ganar a los equipos más fuertes de la liga, esos que si se quedaban siempre con los tres puntos cada domingo. Porque eso era, una cargada de mala suerte, de mal de ojo infundido quién sabe por quién, pero nadie pensó en un conjuro o una limpia.
Material humano no sobraba, de hecho casi siempre éramos apenas justas, pero lo que había era bueno. Yo era reconocida como la mejor cancerbera del campeonato, mis centrales eran Amanda, hermana de Vanessa, y la joven Karla, que no eran un dechado de virtudes técnicas, de esas defensas con las que pudieras salir jugando, pero siempre estaban a tiempo para despejar cualquier peligro; valentía y entrega no les faltaba, se rifaban siempre en la defensa, se entregaban con avidez, ahí no era donde estaba el problema.
Chio bajaba siempre para poder salir jugando, armaba el juego y era la clamorosa arquitecta del equipo. Vanessa jugaba de cinco pero como ya he dicho su rodilla le impedía el mejor de los desempeños; aun así, todavía le alcanzaba para ser el alma del equipo. Ana era otra mediocampista bastante capaz, fuerte y con buen disparo a portería. Por la izquierda, Elieth desbordaba siempre por esa banda, nunca te jugaba a un tiempo, siempre encaraba y casi siempre podía deshacerse de una o dos contrarias. Rosa habitaba también en el medio campo, dinámica, buena atacante. Adelante estaba Jenny con su porte fino y buena técnica, Chio siempre la regañaba porque Jenny regresaba mucho al medio campo, desesperada de no participar mucho en el juego, no estaba habituada a ser una punta nominal, quería significar más de aquella obra.
Básicamente esta era la alineación de fútbol siete del Porto, si alguna llegaba a faltar se creaba un problema y eso lo sufría cada domingo el señor Héctor y su bigote, el señor Héctor  era quien fungía como DT del Porto. Siempre decía que si fuéramos más constantes el equipo sería campeón, quizás tenía razón, pero yo creo que ni con una nutrida banca la maldición se hubiera podido revertir; un amuleto, eso quizá si hubiera servido, pero creo que ninguna tenía uno.
Las chicas del Porto provenían de más al sur, de las planicies de Coapa, a veces las acompañaba parte de su familia y algunos de sus preciosos y simpáticos canes, pero eso tampoco parecía ser factor.

Me comencé a dar cuenta de que la cosa era de otro mundo cuando en uno de los partidos ya cercanos a la liguilla, con el equipo completo, nos tocaba sacar de inicio para comenzar el partido. Unos instantes antes de que el árbitro, un hombre tranquilo y de buen criterio, diera por comenzado el partido, mis compañeras habían estado ensayando tiros a gol a mi portería, uno de esos pelotazos rebasó la malla que evitaba que los balones se fueran de la cancha y escapó hasta una zona de juegos infantiles.
Un niño de unos siete años corrió por nuestra pelota, la alcanzó y la llevó hasta el enrejado que rodeaba la cancha. El chiquillo no tenía la fuerza para lanzar la pelota por encima de la malla y el enrejado, pero en donde esta se unía la reja  con la malla, se podía ver una parte de la trama de la malla rota, la altura no era mucha, estirando las manos yo alcanzaba el agujero.
Me acerqué hasta donde estaba esa falla, a un costado de mi portería, la abrí con mis manos lo más que pude para que fuese lo más amplia posible para que el niño pudiera pasar por ahí la pelota, el mocito hasta escaló un poco por la reja. El primer intento falló, luego, inmediatamente de lograr pasar la pelota al campo y mientras yo le daba las gracias, observé que me indicaba con urgencia con su brazo hacía mi portería.
Un grito de gol se escuchó. Luego parte del público se escarneció de nosotras.
En un santiamén volví la vista hacia mi portería y pude ver otra pelota distinta a la que yo sostenía en mis manos, dentro de las redes. Entonces, alcé la mirada hacía mis compañeras, Chio se lamentaba en el círculo central, Vanessa a la altura del medio campo miraba al cielo como pidiendo una explicación que no venía, Amanda y Karlita, cada una de pie muy cerca de cada uno de los vértices interiores de nuestra área grande, taciturnas ante el inopinado espectáculo. ¡Santa mierda!, el Porto se había apuntado el autogol más fachoso de la historia del fútbol.
Lo que pasó fue lo siguiente: como nuestro balón estaba volado, las rivales presentaron el suyo y luego de verificar que estaba en buenas condiciones, el árbitro permitió que se comenzara el juego con esa pelota. Su silbatazo fue apaciguado, casi un crepito. Chio, que no tiene ojos en la espalda, jugó la pelota hacía atrás, pero Vane la dejó pasar, de todas formas atrás estaban Amanda y Karlita, pero ellas la dejaron pasar, lo habían hecho así en otras ocasiones que sacábamos del medio pues se suponía que yo estaba atrás, lista para jugar la pelota con los pies. Pero yo no estaba, me ocupaba ampliando agujeros en la malla que rodeaba el campo para recuperar una pelota que un niño amable nos hacía el favor de regresarnos, a un costado de mi portería, de espaldas a la jugada, sin saber que ya había comenzado el partido.
Todavía después de varios minutos el público desternillaba por lo ocurrido, el murmullo proveniente de la grada me molestaba mucho. Esa fue la gota que derramó el vaso de un embrujo que había estado latente todo ese tiempo pero que hasta entonces había sido discreto. Ese partido lo perdimos de forma espantosa contra un equipo que iba muy abajo en la tabla y que no iba a calificar, pero aquello todavía no fue tan malo pues hicimos goles, perdimos, pero hicimos dos goles esa tarde, fue la última vez.
Los siguientes partidos antes de la liguilla y que fueron tres, no anotamos ni un solo gol, ni un pinche y puto gol. Los postes, el viento, las guardametas rivales que de pronto tenían vocación de ser Hope Solo, que el balón estaba horrible, desinflado, o muy duro, o el césped, que a pesar de ser parejo como alfombra escondía microscópicas protuberancias u aberturas como el de la madriguera del conejo de Alicia en el país de las maravillas, en fin, la mala suerte en todas sus presentaciones.
Perdimos esos tres juegos por uno a cero, ¡por uno a cero, siempre! Eso no es normal, eso no es estadística, es brujería.
A pesar del cierre desastroso de torneo, nos alcanzó para calificar, aunque en la liguilla enfrentaríamos a uno de los primeros lugares, un equipo osado llamado Astonterías, un juego de palabras entre el nombre del célebre club inglés Aston Villa y el verbo hacer pendejadas del idioma español.
Las conocíamos bien, esas mujeres oriundas de uno de los barrios de Culhuacán, jugaban buen fútbol, tenían buenas delanteras y el resto de sus líneas eran una muralla complicada y liosa; manejaban bien el arte del artificio y jugaban con la desesperación de sus rivales.
Para colmo, ese día para el olvido, el del partido por los cuartos de final, estábamos otra vez justas, sin cambios y para aumentarle pisos a la torre de la desgracia, había diluviado y la cancha estaba anegada. El Astonterías, más curtido y acostumbrado a la lucha cuerpo a cuerpo, al fútbol rasposo, tenía ventaja sobre el Porto que todavía jugaba a lo antílope y dependía de que la pelota corriera linda, rápida y mansa sobre la alfombra. Nuestras posibilidades pendían de un pabilo cuyo fuego estaba a punto de apagarse.
El maleficio se manifestó apenas comenzó el partido: luego de una jugada sin nada de las rivales me quedé con la pelota y saqué rápido con las manos hacía donde estaba Vanessa, libre y sin marca, poco antes de la línea de medio campo, le di la pelota cómoda, rasa, aprovechando que en esa zona no había charcos tan profundos. Ella recepcionó bien pero de espaldas. Una de las rivales corrió a la marca con la intensión de no dejarla darse vuelta y ella, al sentir esa presión, decidió volver atrás, conmigo, pero no contó con que la delantera contraria se había corrido muy cerca de esa zona, entre ella y yo. Así, el pase pensado para mí se convirtió en una asistencia para la rival que se quedó sola, levantó la vista y prácticamente solo tuvo que dar un pase a la red. Me quedé desbarata en la posición del Cristo para achicar. Fue un castigo severo ir a recoger esa pelota de entre las redes de nuestra portería. Era el uno a cero, el cuarto consecutivo luego del nefasto autogol de hacía cinco partidos.
Lo que siguió fue infructuoso, un catálogo de contrariedades y fallas. Vanessa tuvo una muy clara oportunidad de anotar, pero voló su disparo por encima del arco de ellas, luego de un pase retrasado de Chio. La misma Chio erró dos o tres goles luego de salir airosa en grandes jugadas y regates, pero sus tiros terminaron fuera o directo en las manos de la portera que ese día fue pletórica, enorme. Jenny se colocó bien en dos o tres rebotes dentro del área, pero no los cambió por gol… nuevamente, como espanto, apareció la portera rival, y es que casi hasta sin querer, detenía nuestros intentos.
Rosa ni mucho menos las demás tuvimos que ver algo con las jugadas de peligro de nuestra parte. Defendimos bien, ellas ya no tuvieron más, es todo lo que pudimos presumir esa tarde con cierzo y nubarrones grises.
Con el abanico de pases fallados y de rebotes que siempre se quedaban las rivales podíamos haber escrito un tratado sobre la mala fortuna.
El señor Héctor era como un “Tuca” Ferreti desgarbado y al borde del infarto por tanto coraje. El fragor de la avenida y su tránsito continuo terminaron siendo más estruendosos que nuestro ánimo para seguir buscando el empate. Nos apagamos.
El árbitro dio por culminado ese aquelarre y un quejido de dolor se me escapó de muy dentro del alma. El gesto de sufrimiento convirtió a mi rostro en un pergamino arrugado y podrido.
Cualquiera pensaría que fue la consunción de todo, nuestra reunión después del partido para juntar el arbitraje –había que pagar por esa tragedia- parecía ser el punto final, pero nosotras nos las gastamos para hacerlo peor: el Porto jugó todavía algunos partidos más de la siguiente temporada antes de diluirse en el sinsentido y el desánimo. Lo sarcástico del asunto fue que se compraron nuevos uniformes a dos partidos del finiquito definitivo de la franquicia, hasta se reclutó una nueva jugadora, Mary, ex del Astonterías, que compró el uniforme y jugó esos dos últimos partidos con el Porto. Algún día debemos pedirle disculpas, porque si no el fútbol nos va castigar otra vez con una maldición similar a la que le infringió al Porto y su leyenda.
Convencida de que la providencia no nos dejaría en paz, o vayan ustedes a saber si fue algún demonio, dejé al equipo. No fue un final feliz. En mí último mensaje para las chicas del Porto les deseé que ojala volvieran a ser lo que algún día habían sido. No lo fueron más en esa liga, no sé si lo hayan sido en otro lugar.
Estas son las enseñanzas que te deja el juego, no siempre soy la mejor de las personas, puedo ser una vil pusilánime y abandonar cualquier barco al son del sálvese quien pueda, una se conoce más jugando al fútbol. Pero no todo fue malo, tuvimos nuestros momentos, y sé que en la balanza general de la historia del club, el Porto les dejó a Vanessa, Amanda, Chio, Rosa, Ana y Karlita, un saldo muy positivo. Porque antes de la maldición el Porto se lució en todos sus partidos y fundó su leyenda, porque estaban todos los demás equipos y luego estaba el Porto, porque en la cancha todavía se les extraña y se les recuerda a esas chicas que no solo eran guapas sino que jugaban bien.  

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