En las
canchas de la Alberca Olímpica jugaron equipos de todo tipo y carácter. Las
hubo las poderosas y que ganaban siempre, las que no daban una pero que no
faltaban cada semana a pesar de los malos resultados, las conflictivas y las
pacíficas, las que estaban solo de paso y las que llevaban años y años y no se
iban, estaban todas esas escuadras y luego estaba el Porto.
Chio
fue la que me invitó a jugar con ellas porque había participado con ese equipo
algunos años atrás y no había anulado ese vínculo, además les hacía falta
portera.
A las chicas
del Porto yo las conocí en el infortunio de tenerlas como rivales. Siempre que
jugábamos contra ellas perdíamos. No nos borraban de la cancha, incluso a veces
parecía que les podíamos ganar, pero siempre se sobreponían y terminaban
llevándose la victoria.
Todavía
recuerdo la descripción más atinada al respecto de este equipo, lo dijo una de
mis compañeras luego de haber perdido otra vez contra el Porto y mientras
tascábamos el coraje de la derrota…
—No
solo son guapas, también juegan bien.
Aquella
sincera y lánguida sentencia solo fue como limón en la herida, recuerdo haber
exigido silencio de manera tajante, pero decía verdad. Lo que son las cosas,
años después yo sería la guardiana de su arco, y es que ser guapa no era
requisito para ser parte del Porto.
Durante
años la portera del Porto había sido Bárbara, ya he descrito lo buena que era
como guardameta en otro de los capítulos de este libro. Con ella en el arco el
Porto había tenido sus mejores días, pero un día, no supe la razón, Bárbara
dejó de ser la portera y el resto del equipo comenzó a improvisar.
Desde
que llegué al equipo, dispuesta a hacerme cargo de ese fardo, me di cuenta que
las mejores épocas del conjunto ya habían pasado.
Vanessa,
capitana y mediocampista de aquel cuadro, portaba una gruesa rodillera en su
pierna derecha porque estaba lastimada y al parecer requería de una operación
que nunca sucedía. En cada juego su rodilla le dolía y rara vez terminaba los
partidos.
Rosa,
hábil delantera, también tenía problemas con una rodilla. Mi compañera de mil
batallas, Chio, no era la excepción en eso de los achaques con la mencionada
articulación, castigo de mito machista griego para todas las mujeres del
universo por atreverse a jugar fútbol, o cristiano si se le quiere ver: ganaras
tus partidos con el sudor de tu frente, parirás con dolor y se te lastimará la
rodilla por disfrutar del fruto prohibido de la pelota.
Será el
sereno, el caso es que el Porto al que llegué distaba mucho del ballet exitoso
que me había tocado enfrentar.
Como
forma de adaptación, y para no sucumbir, las Porto habían cambiado eso de ser
un equipo ligero y dinámico, como liebres que corrían por toda la cancha de
forma estética, a pararse bien cada una en su posición, meterle colmillo al
asunto y dejar que quien corriera fueran la pelota y el rival. Y aquello
funcionó, incluso puedo testificar en estas letras que siendo portera del Porto
fui participe de verdaderas obras de arte, sobre cómo se debe manejar la pelota
con urdimbres preciosistas de pases, en cómo se manejan los tiempos y el cómo
dejar al público con el estupor de:
—Esas
morras no solo son guapas, también juegan bien.
Si el
fútbol sonara, el Porto sería como un bonito brit-pop melodioso y con un
toque de autenticad expresado en distorsiones de guitarra de estilo grunge.
¿Jugaba el Porto? Había que irlo a ver, al parecer así pensaba la gente pues
nuestros partidos siempre tenían mucho público, al menos lo que permitía una
cancha con apenas un pequeño graderío de lámina y tubos de acero, los que ahí
no cabían se pegaban a la reja que rodeaba la cancha y uno que otro suspiro se
les escapaba entre bocanada y bocanada al churro de mariguana.
A los
fans del Porto poco les importaba el resultado de su yesca, pero a nosotras
poco a poco perder se nos fue dando de manera más frecuente de lo deseado. El
Porto nunca fue de esos imperios que lo dominan todo y siempre van en primer
lugar coleccionado títulos, eran más bien de esos que se mantenían en los
primeros lugares de la clasificación y ya en las finales se jugaban la vida
febrilmente. Por ello, las derrotas, por más ridículas que fueran, no parecían
ser un problema, estábamos ahí, siempre en zona de liguilla.
Quizás
por eso nunca se entendió la dimensión del problema que teníamos. Yo si lo
intuía, con esa mala suerte del carajo no le íbamos a poder ganar a los equipos
más fuertes de la liga, esos que si se quedaban siempre con los tres puntos
cada domingo. Porque eso era, una cargada de mala suerte, de mal de ojo
infundido quién sabe por quién, pero nadie pensó en un conjuro o una limpia.
Material
humano no sobraba, de hecho casi siempre éramos apenas justas, pero lo que
había era bueno. Yo era reconocida como la mejor cancerbera del campeonato, mis
centrales eran Amanda, hermana de Vanessa, y la joven Karla, que no eran un
dechado de virtudes técnicas, de esas defensas con las que pudieras salir
jugando, pero siempre estaban a tiempo para despejar cualquier peligro;
valentía y entrega no les faltaba, se rifaban siempre en la defensa, se
entregaban con avidez, ahí no era donde estaba el problema.
Chio
bajaba siempre para poder salir jugando, armaba el juego y era la clamorosa
arquitecta del equipo. Vanessa jugaba de cinco pero como ya he dicho su rodilla
le impedía el mejor de los desempeños; aun así, todavía le alcanzaba para ser
el alma del equipo. Ana era otra mediocampista bastante capaz, fuerte y con
buen disparo a portería. Por la izquierda, Elieth desbordaba siempre por esa
banda, nunca te jugaba a un tiempo, siempre encaraba y casi siempre podía
deshacerse de una o dos contrarias. Rosa habitaba también en el medio campo,
dinámica, buena atacante. Adelante estaba Jenny con su porte fino y buena
técnica, Chio siempre la regañaba porque Jenny regresaba mucho al medio campo,
desesperada de no participar mucho en el juego, no estaba habituada a ser una
punta nominal, quería significar más de aquella obra.
Básicamente
esta era la alineación de fútbol siete del Porto, si alguna llegaba a faltar se
creaba un problema y eso lo sufría cada domingo el señor Héctor y su bigote, el
señor Héctor era quien fungía como DT
del Porto. Siempre decía que si fuéramos más constantes el equipo sería
campeón, quizás tenía razón, pero yo creo que ni con una nutrida banca la
maldición se hubiera podido revertir; un amuleto, eso quizá si hubiera servido,
pero creo que ninguna tenía uno.
Las
chicas del Porto provenían de más al sur, de las planicies de Coapa, a veces
las acompañaba parte de su familia y algunos de sus preciosos y simpáticos
canes, pero eso tampoco parecía ser factor.
Me
comencé a dar cuenta de que la cosa era de otro mundo cuando en uno de los
partidos ya cercanos a la liguilla, con el equipo completo, nos tocaba sacar de
inicio para comenzar el partido. Unos instantes antes de que el árbitro, un
hombre tranquilo y de buen criterio, diera por comenzado el partido, mis
compañeras habían estado ensayando tiros a gol a mi portería, uno de esos
pelotazos rebasó la malla que evitaba que los balones se fueran de la cancha y
escapó hasta una zona de juegos infantiles.
Un niño
de unos siete años corrió por nuestra pelota, la alcanzó y la llevó hasta el
enrejado que rodeaba la cancha. El chiquillo no tenía la fuerza para lanzar la
pelota por encima de la malla y el enrejado, pero en donde esta se unía la
reja con la malla, se podía ver una
parte de la trama de la malla rota, la altura no era mucha, estirando las manos
yo alcanzaba el agujero.
Me
acerqué hasta donde estaba esa falla, a un costado de mi portería, la abrí con
mis manos lo más que pude para que fuese lo más amplia posible para que el niño
pudiera pasar por ahí la pelota, el mocito hasta escaló un poco por la reja. El
primer intento falló, luego, inmediatamente de lograr pasar la pelota al campo
y mientras yo le daba las gracias, observé que me indicaba con urgencia con su
brazo hacía mi portería.
Un
grito de gol se escuchó. Luego parte del público se escarneció de nosotras.
En un
santiamén volví la vista hacia mi portería y pude ver otra pelota distinta a la
que yo sostenía en mis manos, dentro de las redes. Entonces, alcé la mirada
hacía mis compañeras, Chio se lamentaba en el círculo central, Vanessa a la
altura del medio campo miraba al cielo como pidiendo una explicación que no
venía, Amanda y Karlita, cada una de pie muy cerca de cada uno de los vértices
interiores de nuestra área grande, taciturnas ante el inopinado espectáculo.
¡Santa mierda!, el Porto se había apuntado el autogol más fachoso de la
historia del fútbol.
Lo que
pasó fue lo siguiente: como nuestro balón estaba volado, las rivales
presentaron el suyo y luego de verificar que estaba en buenas condiciones, el
árbitro permitió que se comenzara el juego con esa pelota. Su silbatazo fue
apaciguado, casi un crepito. Chio, que no tiene ojos en la espalda, jugó la
pelota hacía atrás, pero Vane la dejó pasar, de todas formas atrás estaban
Amanda y Karlita, pero ellas la dejaron pasar, lo habían hecho así en otras
ocasiones que sacábamos del medio pues se suponía que yo estaba atrás, lista
para jugar la pelota con los pies. Pero yo no estaba, me ocupaba ampliando
agujeros en la malla que rodeaba el campo para recuperar una pelota que un niño
amable nos hacía el favor de regresarnos, a un costado de mi portería, de
espaldas a la jugada, sin saber que ya había comenzado el partido.
Todavía
después de varios minutos el público desternillaba por lo ocurrido, el murmullo
proveniente de la grada me molestaba mucho. Esa fue la gota que derramó el vaso
de un embrujo que había estado latente todo ese tiempo pero que hasta entonces
había sido discreto. Ese partido lo perdimos de forma espantosa contra un
equipo que iba muy abajo en la tabla y que no iba a calificar, pero aquello
todavía no fue tan malo pues hicimos goles, perdimos, pero hicimos dos goles esa
tarde, fue la última vez.
Los
siguientes partidos antes de la liguilla y que fueron tres, no anotamos ni un
solo gol, ni un pinche y puto gol. Los postes, el viento, las guardametas
rivales que de pronto tenían vocación de ser Hope Solo, que el balón estaba
horrible, desinflado, o muy duro, o el césped, que a pesar de ser parejo como
alfombra escondía microscópicas protuberancias u aberturas como el de la
madriguera del conejo de Alicia en el país de las maravillas, en fin, la mala
suerte en todas sus presentaciones.
Perdimos
esos tres juegos por uno a cero, ¡por uno a cero, siempre! Eso no es normal,
eso no es estadística, es brujería.
A pesar
del cierre desastroso de torneo, nos alcanzó para calificar, aunque en la
liguilla enfrentaríamos a uno de los primeros lugares, un equipo osado llamado
Astonterías, un juego de palabras entre el nombre del célebre club inglés Aston
Villa y el verbo hacer pendejadas del idioma español.
Las
conocíamos bien, esas mujeres oriundas de uno de los barrios de Culhuacán, jugaban
buen fútbol, tenían buenas delanteras y el resto de sus líneas eran una muralla
complicada y liosa; manejaban bien el arte del artificio y jugaban con la
desesperación de sus rivales.
Para
colmo, ese día para el olvido, el del partido por los cuartos de final,
estábamos otra vez justas, sin cambios y para aumentarle pisos a la torre de la
desgracia, había diluviado y la cancha estaba anegada. El Astonterías, más
curtido y acostumbrado a la lucha cuerpo a cuerpo, al fútbol rasposo, tenía
ventaja sobre el Porto que todavía jugaba a lo antílope y dependía de que la
pelota corriera linda, rápida y mansa sobre la alfombra. Nuestras posibilidades
pendían de un pabilo cuyo fuego estaba a punto de apagarse.
El
maleficio se manifestó apenas comenzó el partido: luego de una jugada sin nada
de las rivales me quedé con la pelota y saqué rápido con las manos hacía donde
estaba Vanessa, libre y sin marca, poco antes de la línea de medio campo, le di
la pelota cómoda, rasa, aprovechando que en esa zona no había charcos tan
profundos. Ella recepcionó bien pero de espaldas. Una de las rivales corrió a
la marca con la intensión de no dejarla darse vuelta y ella, al sentir esa
presión, decidió volver atrás, conmigo, pero no contó con que la delantera
contraria se había corrido muy cerca de esa zona, entre ella y yo. Así, el pase
pensado para mí se convirtió en una asistencia para la rival que se quedó sola,
levantó la vista y prácticamente solo tuvo que dar un pase a la red. Me quedé
desbarata en la posición del Cristo para achicar. Fue un castigo severo ir a
recoger esa pelota de entre las redes de nuestra portería. Era el uno a cero,
el cuarto consecutivo luego del nefasto autogol de hacía cinco partidos.
Lo que
siguió fue infructuoso, un catálogo de contrariedades y fallas. Vanessa tuvo
una muy clara oportunidad de anotar, pero voló su disparo por encima del arco
de ellas, luego de un pase retrasado de Chio. La misma Chio erró dos o tres
goles luego de salir airosa en grandes jugadas y regates, pero sus tiros
terminaron fuera o directo en las manos de la portera que ese día fue
pletórica, enorme. Jenny se colocó bien en dos o tres rebotes dentro del área,
pero no los cambió por gol… nuevamente, como espanto, apareció la portera
rival, y es que casi hasta sin querer, detenía nuestros intentos.
Rosa ni
mucho menos las demás tuvimos que ver algo con las jugadas de peligro de
nuestra parte. Defendimos bien, ellas ya no tuvieron más, es todo lo que
pudimos presumir esa tarde con cierzo y nubarrones grises.
Con el
abanico de pases fallados y de rebotes que siempre se quedaban las rivales
podíamos haber escrito un tratado sobre la mala fortuna.
El
señor Héctor era como un “Tuca” Ferreti desgarbado y al borde del infarto por
tanto coraje. El fragor de la avenida y su tránsito continuo terminaron siendo
más estruendosos que nuestro ánimo para seguir buscando el empate. Nos
apagamos.
El
árbitro dio por culminado ese aquelarre y un quejido de dolor se me escapó de
muy dentro del alma. El gesto de sufrimiento convirtió a mi rostro en un pergamino
arrugado y podrido.
Cualquiera
pensaría que fue la consunción de todo, nuestra reunión después del partido
para juntar el arbitraje –había que pagar por esa tragedia- parecía ser el
punto final, pero nosotras nos las gastamos para hacerlo peor: el Porto jugó
todavía algunos partidos más de la siguiente temporada antes de diluirse en el
sinsentido y el desánimo. Lo sarcástico del asunto fue que se compraron nuevos
uniformes a dos partidos del finiquito definitivo de la franquicia, hasta se
reclutó una nueva jugadora, Mary, ex del Astonterías, que compró el uniforme y
jugó esos dos últimos partidos con el Porto. Algún día debemos pedirle
disculpas, porque si no el fútbol nos va castigar otra vez con una maldición
similar a la que le infringió al Porto y su leyenda.
Convencida
de que la providencia no nos dejaría en paz, o vayan ustedes a saber si fue
algún demonio, dejé al equipo. No fue un final feliz. En mí último mensaje para
las chicas del Porto les deseé que ojala volvieran a ser lo que algún día habían
sido. No lo fueron más en esa liga, no sé si lo hayan sido en otro lugar.
Estas
son las enseñanzas que te deja el juego, no siempre soy la mejor de las
personas, puedo ser una vil pusilánime y abandonar cualquier barco al son del
sálvese quien pueda, una se conoce más jugando al fútbol. Pero no todo fue
malo, tuvimos nuestros momentos, y sé que en la balanza general de la historia
del club, el Porto les dejó a Vanessa, Amanda, Chio, Rosa, Ana y Karlita, un
saldo muy positivo. Porque antes de la maldición el Porto se lució en todos sus
partidos y fundó su leyenda, porque estaban todos los demás equipos y luego
estaba el Porto, porque en la cancha todavía se les extraña y se les recuerda a
esas chicas que no solo eran guapas sino que jugaban bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario